EL IMPULSO FUNDAMENTAL HACIA LA CIENCIA
Dos almas viven, ¡ay! en mi pecho,
la una quiere separarse de la otra.
la una, con órganos tenaces,
se aferra al mundo en intenso deleite amoroso,
la otra, se eleva con vigor desde las tinieblas
hacia las regiones de los excelsos antepasados.
Con estas palabras expresa Goethe un rasgo característico
profundamente arraigado en la naturaleza humana. El hombre no es un
ser organizado unitariamente. Siempre exige más de lo que el mundo le
da espontáneamente. La Naturaleza nos ha dado necesidades; entre ellas
hay muchas cuya satisfacción requiere nuestra propia actividad.
Abundantes son los dones que hemos recibido, pero más lo son nuestros
deseos. Parece que hemos nacido para el descontento. Y un caso
especial de este descontento es nuestra sed de conocimiento. Miramos
dos veces a un árbol. Una vez vemos sus ramas quietas, la otra, en
movimiento. No nos contentamos con esta observación. ¿Por qué se nos
presenta el árbol una vez en calma, la otra en movimiento?,
preguntamos. Cada mirada a la Naturaleza suscita en nosotros una suma
de preguntas. Cada fenómeno que percibimos nos plantea un problema.
Cada experiencia se convierte en un enigma. Vemos que del huevo sale
un ser semejante al animal madre, y nos preguntamos cuál es la causa
de este parecido. Observamos en un ser vivo su crecimiento y
desarrollo hasta un determinado grado de perfección, y tratamos de
descubrir las condiciones a las que se debe esta experiencia. Nunca
nos contentamos con lo que la Naturaleza ofrece a nuestros sentidos.
Siempre tratamos de encontrar lo que llamamos la explicación de
los hechos.
Aquello de más que buscamos en las cosas, aparte de lo que ellas nos
dan de modo espontáneo, hace que todo nuestro ser se desdoble en dos
partes: nos damos cuenta del contraste entre nosotros y el mundo. Nos
encontramos como seres independientes frente al mundo. El universo
aparece ante nosotros en dos contraposiciones: el Yo y el Mundo.
Erigimos esta pared divisoria entre nosotros y el mundo tan pronto
como aparece en nosotros la conciencia. Pero jamás dejamos de sentir
que, no obstante, pertenecemos al mundo, que existe un lazo que nos
une con él, que somos un ser que no se halla fuera del
universo, sino dentro de él.
Este sentimiento genera el impulso de conciliar esta oposición. Y en
la conciliación de dicha oposición consiste, en último término, toda
la aspiración espiritual de la humanidad. La historia de la vida
espiritual es la búsqueda continua de la unidad entre nosotros y el
mundo. La religión, como el arte y la ciencia persiguen todos este
fin. El creyente busca en la revelación que Dios le concede la
solución a los enigmas del mundo que surgen en su yo, el cual no se
contenta con el mundo de las meras apariencias. El artista trata de
expresar a través de sus materiales las ideas de su yo, con el fin de
conciliar lo que vive en su ser interior con el mundo exterior.
Tampoco él se siente satisfecho con las meras apariencias del mundo
exterior y procura darle aquel elemento adicional que su yo encierra.
El pensador investiga las leyes humanas de los fenómenos, se esfuerza
por penetrar con el pensar en lo que descubre por la observación. Sólo
cuando hemos integrado el contenido del mundo al contenido de
nuestros pensamientos, sólo entonces, restablecemos
la unión de la que nosotros mismos nos hemos apartado. Más adelante
veremos que esta meta solamente se conseguirá cuando la misión del
investigador científico se conciba mucho más profundamente de lo que
se hace a menudo. Toda la situación que acabo de exponer, se nos
presenta en un fenómeno de la historia: en el contraste entre la
concepción del mundo como unidad, o monismo, y la teoría de la
dualidad del mundo, esto es, el dualismo. El dualismo dirige la
mirada únicamente hacia la separación entre el yo y el mundo hecha por
la conciencia del hombre. Todo su esfuerzo se traduce en una lucha
impotente por conciliar dichas oposiciones, que llama espíritu
y materia, o sujeto y objeto, o también,
pensamiento y apariencia. Tiene el sentimiento de que
debe de haber un puente entre ambos mundos, pero es incapaz de
encontrarlo. Al sentirse a sí mismo como Yo, el hombre no
puede sino pensar que este Yo pertenece al
espíritu; y al contraponer este Yo al mundo, tiene que otorgar
a éste el mundo de la percepción sensorial, esto es, el mundo
material. Con ello el hombre se coloca a sí mismo dentro de la
oposición espíritu y materia. Lo tiene que hacer puesto que su propio
cuerpo pertenece al mundo material. El Yo pertenece al
mundo espiritual como una parte del mismo; las cosas y los procesos
materiales perceptibles por los sentidos, pertenecen al
mundo. Todos los enigmas referentes al espíritu y la
materia, los vuelve a encontrar también el hombre en el enigma
fundamental de su propio ser. El monismo dirige la mirada
únicamente hacia la unidad y trata de negar o borrar los contrastes
que de todos modos existen. Ninguna de las dos concepciones puede ser
satisfactoria, puesto que no toman en consideración los hechos. El
dualismo ve en el espíritu (el Yo) y en la materia (el mundo) dos
entidades fundamentalmente distintas, y no puede por tanto comprender
cómo ambas interactúan. ¿Cómo puede saber el espíritu lo que sucede en
la materia, si las características de su naturaleza le son totalmente
extrañas?, o ¿cómo puede, en estas circunstancias, actuar sobre ella,
de modo que sus intenciones se transformen en hechos?. Para resolver
estos problemas se han formulado las hipótesis más sagaces, pero
también las más desatinadas. Pero hasta el momento la situación del
monismo no se presenta mucho mejor. Ha tratado de encontrar soluciones
de tres maneras distintas: o niega el espíritu, en cuyo caso se
convierte en materialismo; o niega la materia para buscar la solución
en el espiritualismo; o bien afirma que hasta en el ser más primitivo
del mundo, materia y espíritu se hallan unidos indisolublemente, por
lo que no es de extrañar que también en el ser humano aparezcan estas
dos naturalezas de existencia que, de hecho, no están separadas en
ninguna parte.
El materialismo no puede en absoluto ofrecer una explicación
satisfactoria del mundo. Pues todo intento de explicación tiene que
partir del hecho de que el hombre forma pensamientos sobre los
fenómenos del mundo. El materialismo, por lo tanto, comienza como un
pensamiento sobre la materia o sobre los procesos materiales.
Con ello se enfrenta a hechos que pertenecen a dos campos distintos:
al mundo material, y a los pensamientos sobre éste. Trata de
comprender este último considerándolo como un proceso puramente
material. Cree que el pensamiento se produce en el cerebro de un modo
parecido al de la digestión en los órganos animales. Así como atribuye
a la materia funciones mecánicas y orgánicas, del mismo modo le
asigna, bajo determinadas condiciones, la capacidad de pensar. No se
da cuenta que con ello sólo ha trasladado el problema a otro lugar. En
vez de a sí mismo, atribuye a la materia la capacidad de pensar. Con
ello vuelve a encontrarse en su punto de partida. ¿Qué ocurre para que
la materia piense sobre su propio ser? ¿Por qué no se contenta
simplemente consigo misma y asume su propio ser?. El materialista ha
apartado la vista del sujeto determinado, de nuestro propio yo, y la
ha puesto en algo vago y nebuloso: y aquí se enfrenta al mismo enigma.
La concepción materialista no es capaz de solucionar el problema, sino
sólo de trasladarlo.
¿Cómo se presenta la concepción espiritualista? El espiritualista
puro niega la existencia independiente de la materia y sólo la
considera como un producto del espíritu. Si aplica esta concepción
para resolver el enigma de la propia entidad humana, se ve en un
aprieto. Frente al Yo, al que se puede poner del lado del espíritu, se
halla, sin que medie cosa alguna, el mundo sensible. A éste no parece
abrirse ningún acceso espiritual, el Yo tiene que percibirlo y
experimentarlo por medio de procesos materiales. El Yo no encuentra en
sí mismo tales proceso materiales si pretende considerarse tan sólo
como entidad espiritual. En lo que el Yo trabaja por sí mismo
espiritualmente, no hay nada del mundo sensible. Parece que el
Yo tiene que reconocer que el acceso al mundo le quedaría
cerrado, si el vínculo con él no lo estableciera de un modo no
espiritual. De la misma manera, cuando pasamos a la acción, tenemos
que realizar nuestras intenciones por medio de las sustancias y
fuerzas materiales. Por lo tanto, dependemos del mundo exterior. El
espiritualista más extremo, o si se quiere, el pensador que a través
del idealismo absoluto, aparece como el espiritualista más extremo, el
Johann Gottlieb Fichte. Él intentó derivar del Yo todo el
universo. Lo que de esta manera realmente logró, es una grandiosa
imagen mental del mundo sin contenido de experiencia alguna. Tan
imposible le es al materialista decretar la inexistencia del espíritu,
como al espiritualista la inexistencia del mundo material exterior.
Por el hecho de que, al dirigir el hombre la atención del conocimiento
hacia el Yo, lo primero que percibe es el actuar de
este Yo en la configuración mental del mundo de las ideas,
la concepción de orientación espiritualista, al considerar la propia
entidad humana, podrá sentirse tentada a reconocer como espíritu,
únicamente este mundo de las ideas. De esta manera, el espiritualismo
se convierte en idealismo unilateral. No consigue buscar, a
través del mundo de las ideas, un mundo espiritual; ve el
mundo espiritual en el mundo mismo de las ideas. Esto le lleva a que,
con su concepción del mundo, quede como atrapado, dentro de los
límites de la actividad del Yo mismo.
Una curiosa variación del idealismo la constituye la concepción de
Friedrich Albert Lange, expuesta en su muy leída Historia del
Materialismo. Para él el materialismo tiene
razón al considerar que todos los fenómenos del mundo, incluido
nuestro pensar, son el producto de procesos puramente materiales; que
a la inversa, la materia y sus procesos son un producto de nuestro
pensar.
Los sentidos nos dan... los efectos de las cosas, no las
imágenes fieles de las cosas, ni las cosas mismas. A estos meros
efectos pertenecen también los sentidos mismos juntamente con el
cerebro y sus supuestas vibraciones moleculares.
Esto quiere decir que los procesos materiales producen nuestro
pensamiento, y el pensar del Yo produce aquéllos. Con ello
la filosofía de Lange no es otra cosa que la historia, convertida en
conceptos, del valiente Münchhausen que se mantenía suspendido en el
aire agarrándose de su propia cabellera.
La tercera forma del monismo es aquélla que ya en el ser más simple
(el átomo) considera unidas las dos entidades, la materia y el
espíritu. Con esto tampoco se gana nada más que trasladar a otro lugar
el problema que en realidad surge en nuestra conciencia. ¿Cómo llega
el ser simple a manifestarse dualmente, si es una unidad indivisible?.
Frente a todos estos puntos de vista hay que hacer notar que el
contraste fundamental y primordial se nos presenta en primer lugar en
nuestra conciencia. Somos nosotros mismos quienes nos desligamos del
suelo madre de la Naturaleza, y nos colocamos como Yo
frente al mundo. Goethe lo expresa en forma básica en su
trabajo titulado La naturaleza, si bien a primera
vista su modo de hacerlo puede parecer poco científico: Vivimos
en medio de ella (la Naturaleza) y le somos extraños. Nos habla
incesantemente y no nos revela su secreto. Pero Goethe conoce
también el aspecto contrario: Todos los hombres están en ella, y
ella en todos.
Si bien es verdad que nos hemos alejado del contacto con la
Naturaleza, también es cierto que sentimos: estamos en ella y
pertenecemos a ella. Sólo puede ser su propio actuar el que también
vive en nosotros.
Tenemos que encontrar el camino que nos conduce de nuevo a ella. Una
sencilla reflexión puede indicarnos ese camino. Es cierto que nos
hemos desligado de la Naturaleza; pero tenemos que haber tomado algo
de ella en nuestro propio ser. Tenemos que buscar este ser natural en
nosotros y entonces volveremos a encontrar la conexión. Esto es lo que
le falta al dualismo. Considera la interioridad del hombre como un ser
espiritual enteramente ajeno a la Naturaleza y trata de ligarlo a
ella. No es de extrañar que no pueda encontrar el lazo de unión. Sólo
podemos encontrar la Naturaleza fuera de nosotros, si primero la
conocemos en nosotros mismos. Lo que en nuestro interior es semejante
a ella, será nuestro guía. Con esto se nos señala nuestro camino. No
queremos hacer especulaciones sobre la relación recíproca entre
Naturaleza y espíritu. Queremos descender a lo hondo de nuestro propio
ser, para encontrar allí aquellos elementos que, en nuestra huida de
la Naturaleza, hemos retenido en nosotros.
La investigación de nuestro ser ha de traer la solución del enigma.
Tenemos que llegar a un punto donde podamos decirnos: aquí ya no somos
meramente Yoes, hay algo que es más que el Yo.
Soy consciente de que alguien que haya leído hasta aquí puede que
encuentre que mi exposición no se ajusta al estado actual de la
ciencia. Sólo puedo responder que no he querido hacer referencia
a ninguna clase de resultados científicos, sino simplemente describir
aquello que cada uno experimenta en su propia conciencia. El haber
insertado algunas frases sobre los intentos de la conciencia para
conciliarse con el mundo sólo tenía por objeto aclarar los hechos
reales. Por la misma razón, tampoco ha sido mi intención emplear las
distintas expresiones, como Yo, espíritu,
mundo, Naturaleza, etc., del modo exacto en el
que habitualmente éstas se usan en la psicología y la filosofía. La
conciencia ordinaria no conoce las sutiles diferencias de la ciencia,
y hasta aquí se ha tratado simplemente de considerar los hechos que se
presentan todos los días. Lo que me importa no es cómo la ciencia ha
interpretado la conciencia hasta ahora, sino cómo ésta se manifiesta
en cada momento.
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