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La Filosofia de La Libertad

Puesto on-line: 25th octubre 2006

III

EL PENSAMIENTO AL SERVICIO DE LA COMPRENSION DEL MUNDO

Cuando observo cómo una bola de billar que es impulsada, transmite su movimiento a otra, permanezco sin ejercer influencia alguna ante el desarrollo del suceso observado. La dirección y la velocidad de la segunda bola vienen determinada por la dirección y la velocidad de la primera. En tanto yo me mantenga como mero observador, sólo podré decir algo sobre el movimiento de la segunda bola después de que se haya producido. Es muy diferente, sin embargo, cuando empiezo a reflexionar sobre el contenido de mi observación. Mi reflexión tiene por objeto formar conceptos sobre dicho suceso. Relaciono el concepto de una bola elástica con otros conceptos determinados de la mecánica y tomo en consideración las circunstancias particulares que rigen en este caso. Trato de añadir, al proceso que se desarrolla sin mi influencia, un segundo proceso que se desarrolla en la esfera conceptual. Este último depende de mí. Esto lo demuestra el que yo puedo contentarme con la observación y renunciar a buscar concepto alguno si no tengo necesidad de formarlos. Pero si existe esta necesidad, sólo me quedo satisfecho cuando logro establecer una relación entre los conceptos bola, elasticidad, movimiento, impulso, velocidad, etc., con los que el suceso observado está relacionado de forma específica. Y tan cierto como que ese suceso tiene lugar independientemente de mí, lo es también que el proceso conceptual no puede desarrollarse sin mi actividad.

Será objeto de un examen posterior considerar si esa actividad es realmente la expresión de mi ser independiente, o si tienen razón los fisiólogos modernos al afirmar que no podemos pensar como queremos sino que tenemos que hacerlo según lo determinan los pensamientos y las combinaciones de pensamientos que en ese momento existen en nuestra conciencia. (Véase Ziehen. “Manual de la psicología fisiológica”, Jena 1893). Por ahora sólo se trata de constatar el hecho de que sentimos constantemente la necesidad de buscar los conceptos y secuencias de conceptos, que tienen una determinada relación con los objetos y sucesos que nos vienen dados sin nuestra influencia. Si nuestro actuar es realmente nuestro, o si lo llevamos a cabo por una necesidad inalterable, es una cuestión que dejamos por el momento. Que a primera vista aparece como nuestro, es incuestionable. Sabemos perfectamente que con los objetos no nos son dados los conceptos correspondientes. Que yo sea el agente puede ser una apariencia, pero en cualquier caso la observación inmediata así lo establece. La pregunta ahora es: ¿Qué ganamos con encontrar el concepto correspondiente a un suceso dado?.

Hay una diferencia fundamental entre las dos maneras en que, para mí, se relacionan las partes de un suceso, antes y después de encontrar los correspondientes conceptos. La mera observación puede seguir las distintas partes a lo largo del transcurso de un suceso dado; pero su relación permanece oscura sin la ayuda de los conceptos correspondientes. Veo la primera bola de billar moverse hacia la segunda en una cierta dirección y con una determinada velocidad; tengo que esperar a ver lo que pasa después del choque y esto también lo podré observar sólo con la vista. Supongamos que alguien me tapa el campo visual del suceso en el momento del choque, de manera que, como mero observador, no sé lo que ocurre después. Es diferente si antes de la obstrucción he encontrado los conceptos correspondientes a la situación dada. En este caso puedo decir lo que ocurre, aunque no tenga la posibilidad de observarlo. La mera observación de un suceso o de un objeto no revela nada sobre su relación con otros sucesos u objetos. Esta relación sólo aparece cuando a la observación se une al pensar.

Observación y pensar son los dos puntos de partida para todo impulso espiritual del hombre, en tanto él es consciente de tal impulso. Tanto el uso del sentido común ordinario, como las investigaciones científicas más complejas se basan en estos dos pilares de nuestro espíritu. Los filósofos han partido de diversas antítesis fundamentales: idea y realidad, sujeto y objeto, apariencia y ente en sí, yo y no-yo, idea y voluntad, concepto y materia, energía y substancia, consciente e inconsciente. Pero es fácil mostrar que a todas estas antítesis tiene que preceder la de la observación y pensar, como el contraste más importante para el hombre.

Cualquiera que sea el principio que queramos establecer, tenemos que mostrar haberlo observado en alguna parte, o bien, expresarlo en forma de un pensamiento claro, que puede ser pensado por cualquier otra persona. Todo filósofo que desee hablar sobre sus principios básicos, tiene que hacerlo en forma de conceptos, y para ello valerse del pensar. Con ello admite indirectamente que para su actividad presupone el pensamiento. No se va a tratar ahora de si es el pensar, u otra cosa cualquiera, el elemento principal de la evolución, es evidente de antemano. En el devenir de los hechos del mundo, el pensar puede desempeñar un papel secundario, pero en la formación de una opinión sobre los mismos, desempeña sin duda el papel principal.

En cuanto a la observación, es inherente a nuestra organización al servirnos de ella. Nuestro pensamiento sobre un caballo y el objeto caballo son dos cosas que aparecen separadas para nosotros. Y este objeto sólo nos es accesible por la observación. Tan imposible nos es, por el hecho de mirar a un caballo, formarnos el concepto correspondiente, como lo es producir un objeto que le corresponda, solamente a través del pensar.

La observación precede en el tiempo al pensar. Pues incluso el pensar tenemos que aprehenderlo por medio de la observación. Lo que hemos expuesto al comienzo de este capítulo ha sido esencialmente la descripción de una observación, cómo el pensar surge ante un suceso y va más allá de lo dado sin su intervención. Todo lo que entra en la esfera de nuestras experiencias, tenemos primero que percibirlo por la observación. El contenido de las sensaciones, percepciones, conceptos, sentimiento, actos volitivos, las imágenes de los sueños y de la fantasía, representaciones, conceptos e ideas, todas las ilusiones y alucinaciones, nos vienen dados a través de la observación.

Sin embargo, el pensar como objeto de la observación, se distingue esencialmente de todas las demás cosas. La observación de una mesa, de un árbol, se produce en mí tan pronto como esos objetos aparecen en el horizonte de mis experiencias. Sin embargo, el pensar no lo observo en el mismo instante. Tengo que situarme primero en un punto de vista fuera de mi actividad si, además de la mesa, quiero observar mi pensar sobre ella. Mientras que la observación de los objetos y sucesos, y el pensar sobre ellos, son estado que llenan el discurrir de mi vida, la observación del pensar, en cambio es un estado excepcional. Hay que considerar este hecho debidamente cuando se trata de definir la relación del pensar con el contenido de la observación de todo lo demás. Hay que tener presente que en la observación del pensar se emplea un procedimiento que constituye el estado normal para la contemplación de todo el resto del contenido del mundo, pero que en el desarrollo normal de este estado, se aplica al pensar mismo.

Alguien podría objetar que lo mismo que acabo de decir con respecto al pensar, también es válido para el sentir y las demás actividades espirituales. Cuando, por ejemplo, tenemos el sentimiento de placer, éste es suscitado también por un objeto y, en efecto, yo observo este objeto, no el sentimiento de placer. Sin embargo, esta objeción se basa en un error. El placer no guarda en absoluto la misma relación con su objeto que el concepto que forma el pensar. Soy plenamente consciente de que el concepto de una cosa se forma por mi actividad, mientras que el placer se suscita en mí por efecto de un objeto, de modo similar al cambio que, por ejemplo, produce una piedra que cae sobre un objeto. Para la observación, el placer aparece exactamente igual que el suceso que lo origina. No se puede decir lo mismo con respecto al concepto. Puedo preguntar: ¿Por qué un determinado suceso suscita en mí el sentimiento de placer?. Pero simplemente no podría preguntar: ¿Por qué un suceso produce en mí un determinado número de conceptos?. Esto, sencillamente, no tendría sentido. Al reflexionar sobre un suceso no se trata en modo alguno de algo que influye sobre mí. No puedo llegar a saber nada sobre por el hecho de conocer los conceptos correspondientes al efecto producido en el vidrio de una ventana por una piedra que ha sido arrojada contra ella. Pero ciertamente sí llego a descubrir algo sobre mi persona, si conozco el sentimiento que un determinado suceso suscita en mí. Si frente a un objeto que observo, digo: esto es una rosa, no digo absolutamente nada respecto a mí mismo; en cambio, si del mismo objeto digo: me produce el sentimiento de alegría, estoy caracterizando no solamente la rosa, sino también a mí mismo, en mi relación con la rosa.

No se puede hablar, por lo tanto, de equiparar el pensar y el sentir como objetos de observación. Lo mismo podría inferirse de las demás actividades del espíritu humano. A diferencia del pensar, se las puede clasificar con otros objetos y sucesos de la observación. Es precisamente una característica de la naturaleza del pensar ser una actividad que se dirige únicamente hacia el objeto observado, y no hacia la persona pensante. Esto se pone ya de manifiesto en el modo de expresar una relación mía con la mesa; en el segundo, sin embargo, se trata precisamente de dicha relación. Con la expresión: pienso en una mesa, ya entro en el estado excepcional que he caracterizado antes, donde se convierte en objeto de la observación algo que siempre forma parte de nuestra actividad espiritual, pero sin ser objeto observado.

Es una característica de la naturaleza del pensar, que el que piensa se olvida del pensar, mientras lo efectúa. No fija la atención en el pensar, sino en el objeto que su pensar observa.

La primera observación que hacemos sobre el pensar es, por lo tanto, que es el elemento no observado de nuestra vida mental habitual.

La razón por la que no observamos el pensar en la vida mental cotidiana es que descansa en nuestra propia actividad. Lo que no produzco yo mismo, entra en mi campo de observación como objeto. Se presenta ante mí como algo hecho sin mi participación; aparece ante mí; debo aceptarlo como la condición previa de mi proceso mental. Mientras yo reflexiono sobre el objeto, éste absorbe mi atención; mi mirada está dirigida a él. Esta actividad es precisamente la contemplación pensante. Mi atención va dirigida, no hacia mi propia actividad, sino hacia el objeto de esta actividad. Con otras palabras: mientras pienso no observo mi pensar, que yo mismo produzco, sino el objeto — que no produzco — del pensar.

Es más, me encuentro en el mismo caso cuando entro en el estado excepcional y reflexiono sobre mi propio pensar. Jamás puedo observar mi pensar actual, sino que, sólo después puedo transformar las experiencias que he hecho sobre el proceso de mi pensar en objeto del mismo. Tendría que dividirme en dos personas, una que piensa y otra que observa, si quisiera observar mi pensar actual. Esto no puedo hacerlo. Solamente lo puedo realizar en dos actos separados. El pensar que va a ser observado no es nunca el que está en actividad, sino otro. No se trata de si, para este fin, lo que observo es mi propio pensar anterior, o si sigo el proceso pensante de otra persona, o si, como en el caso del movimiento de las bolas de billar, me imagino un proceso mental.

Hay dos cosas incompatibles: la producción activa y la contemplación simultánea de ella. Esto ya lo dice el Génesis. En los seis primero días de la Creación Dios crea el mundo y, sólo cuando ya existe, es posible contemplarlo: “Y vio Dios lo que había hecho, y he aquí que era bueno”. Lo mismo ocurre con nuestro pensar. Tiene primero que existir, si queremos observarlo.

La razón por la cual no podemos observar el pensar durante su desarrollo, es la misma que nos permite conocerlo de un modo más directo y más íntimo que cualquier otro proceso. Precisamente porque nosotros mismos lo producimos, conocemos las características de su desarrollo y la manera en que se desenvuelve. Lo que en las demás esferas de la observación sólo es posible encontrar de manera indirecta, es decir, la conexión objetiva correspondiente y la relación de los distintos objetos entre sí, lo encontramos en el pensamiento de manera totalmente inmediata. Para mi observación, el por qué mi pensar une el concepto trueno al del relámpago lo sé de forma inmediata por el contenido de ambos conceptos. Naturalmente, no importa que los conceptos que tenga correspondientes al relámpago y al trueno sean correctos. La relación entre sí de los conceptos que tengo, me resulta clara y además dada por sí mismos.

Esta claridad diáfana con respecto al proceso del pensar es totalmente independiente de nuestro conocimiento de las bases fisiológicas del pensar. Me refiero aquí al pensar tal como se presenta a la observación de nuestra actividad espiritual. No me refiero a cómo una función material de mi cerebro da origen o influye sobre otra, mientras yo realizo una operación mental. Lo que yo observo en el pensar no es qué proceso vincula en mi cerebro el concepto de relámpago con el del trueno, sino aquello que me induce a establecer una determinada relación entre ambos conceptos. Mi observación me muestra que lo único que me guía en la asociación de mis pensamientos es el contenido de estos pensamientos; que no me guío por los procesos materiales en mi cerebro. Para una época menos materialista que la nuestra, esta advertencia sería totalmente superflua. Pero en nuestro tiempo en que hay gente que cree: cuando sepamos lo que es la materia, sabremos también cómo la materia piensa, es necesario decir que se puede hablar del pensar sin chocar a la vez con la fisiología del cerebro. A muchos les resulta hoy difícil aprehender el concepto del pensar correctamente. Quien, a la idea que he desarrollado aquí sobre el pensar, oponga inmediatamente la afirmación de Cabanis: “El cerebro segrega pensamientos lo mismo que el hígado, la bilis, la glándula salivar, saliva, etc.”, simplemente no sabe de qué estoy hablando. Intenta descubrir el pensar a través de un mero proceso de observación, de la misma manera que lo hacemos con otros objetos del contenido del mundo. Pero por este camino no puede encontrarlo porque, como he demostrado, precisamente allí se substrae a la observación normal. Quien no puede ir más allá del materialismo, carece de la facultad de hacer surgir en sí mismo el estado excepcional que le trae a la conciencia lo que en toda otra actividad mental permanece inconsciente. Con quien no quiera aceptar este punto de vista se podría hablar tan difícilmente sobre el pensar, como con un ciego sobre los colores. Que no crea, sin embargo, que nosotros consideramos como pensar ciertos procesos fisiológicos. Una persona así no explica lo que es el pensar porque simplemente no lo ve.

Para todo aquél que sea capaz de observar el pensar, y todo hombre normalmente organizado posee esta capacidad, si no le falta buena voluntad, esta observación es la más importante que puede hacer. Observa algo cuyo agente es él mismo; no ve en primer término un objeto ajeno, sino su propia actividad. Sabe cómo se produce lo que él observa. Ve claramente las conexiones y relaciones. Con ello alcanza un punto firme, desde el cual puede buscar, con esperanza bien fundada, la explicación de los demás fenómenos del mundo.

La sensación de haber encontrado semejante punto firme movió a Descartes, el fundador de la filosofía moderna, a fundamentar todo el saber humano en la expresión: pienso, luego existo. Todas las demás cosas, todo otro acontecer existe sin mí; no sé si verdaderamente, o como alucinación y ensueño. Sólo sé algo con total certeza, cuando soy yo mismo quien le da existencia cierta: mi pensar. Puede que tenga otro origen, o que provenga de Dios, o de cualquier otra parte; pero de que existe, en el sentido de que soy yo mismo quien lo crea, de eso estoy seguro. En principio, Descartes no tenía justificación para dar a su expresión otro sentido. Sólo podía afirmar que dentro del contenido del mundo, me aprehendo en mi actividad más propia en el proceso de mi pensar. Sobre lo que el “luego existo” significa, se ha discutido mucho. Bajo una sola condición puede tener sentido. La afirmación más simple que yo puedo hacer de una cosa es que es. Pero cómo se puede seguir definiendo esta existencia, no puede decirse de momento de ninguna cosa que aparece en el horizonte de mi experiencia. Todo objeto tiene que ser primero examinado en su relación con otros, para poder afirmar en qué sentido se puede decir que existe. Un suceso vivido puede tratarse de una suma de percepciones. Pero también de un ensueño, una alucinación, etc. En resumen, no puedo afirmar en qué sentido existe. No lo podré deducir del suceso mismo, sino que llegaré a saberlo si lo considero en relación con otras cosas. Con ello, una vez más, no puedo saber más que su relación con otras cosas. Mi búsqueda sólo puede hallar una base firme, cuando encuentre un objeto, cuyo sentido de existencia pueda crear a partir de sí mismo. Este objeto es, sin embargo, yo mismo como ser pensante, pues doy a mi existencia el contenido específico, basado en sí mismo, de la actividad pensante. Puedo ahora partir de aquí y preguntar: ¿existen las demás cosas en el mismo sentido o en otro?.

Cuando se hace al pensar objeto de observación, se añade a la totalidad del contenido del mundo observado, algo que normalmente se substrae a la atención; sin embargo, no se cambia con ello la manera con la que el hombre se relaciona con otras cosas. Se aumenta el número de los objetos que se observan, pero no el método de observación. Mientras observamos las otras cosas, se introduce en el acontecer del mundo —en el que ahora incluyo el acto de observar— un proceso que escapa a nuestra atención. Está presente algo distinto de todo lo demás que ocurre, algo que no se toma en cuenta. Pero cuando observo mi pensar, ya no está presente ese elemento inadvertido. Pues, lo que está detrás, es solamente el pensar. El objeto observado es cualitativamente el mismo que la actividad dirigida a él. Y esta es otra característica del pensar. Al hacerlo objeto de nuestra observación, no nos vemos obligados a hacerlo con algo cualitativamente distinto, sino que podemos permanecer dentro del mismo elemento.

Cuando entretejo en mi pensar algún objeto no producido por mi propia actividad, trasciendo mi observación, y entonces la cuestión será: ¿Con qué derecho lo hago? ¿Por qué no dejo al objeto simplemente impresionarme? ¿De qué manera es posible que mi pensar tenga una relación con el objeto? Se trata de preguntas que tiene que hacerse todo aquél que reflexione sobre sus propios procesos pensantes. Desaparecen, cuando se reflexiona sobre el pensar mismo. No agregamos nada ajeno a nuestro pensar y, por lo tanto, tampoco hay nada extraño que justificar.

Schelling dice: “Conocer la Naturaleza significa crearla”. Quien tome literalmente estas palabras del audaz filósofo naturalista, tendría probablemente que renunciar para siempre a todo conocimiento de la Naturaleza, pues la Naturaleza ya existe, y para crearla por segunda vez habría que conocer los principios según los cuales ha sido creada. Para la Naturaleza que en principio uno quisiera crear, habría que indagar las condiciones ya dadas de su existencia. Esta indagación, que tendría que preceder a la creación, no sería sino el reconocimiento de la Naturaleza, incluso si después de este conocimiento no tuviera lugar la creación. Unicamente una Naturaleza no existente podría crearse sin el conocimiento previo.

Lo que para nosotros al mirar a la Naturaleza es imposible, crear antes de conocer, lo realizamos en el acto de pensar. Si con el pensar quisiéramos esperar hasta haberlo conocido, no llegaríamos a realizarlo. Debemos ponernos a pensar resueltamente para llegar después, por medio de la observación de lo que hemos llevado a cabo a su comprensión. Para la observación del pensar creamos primero nosotros mismos un objeto. Todos los demás objetos dados existen sin nuestra actividad.

A mi afirmación de que tenemos que pensar antes de poder observar el pensamiento, podría alguien fácilmente objetar que lo mismo se podría afirmar de la digestión, que tampoco podemos esperar a hacerla hasta haber observado su proceso. Esta objeción sería parecida a la que Pascal hacía a Descartes, al afirmar que también se podría decir: voy de paseo, luego existo. Es totalmente cierto que tengo que digerir activamente, antes de estudiar el proceso fisiológico de la digestión. Pero esto sólo podría compararse con la observación del pensar, si yo después no quisiera observar la digestión pensando, sino comerla y digerirla. No cabe pues duda de que la digestión no puede ser objeto de la digestión, pero sí, desde luego, el pensar, objeto del acto de pensar.

Por lo tanto, no cabe duda de que con el pensar aprehendemos una parte de la actividad del mundo, en la que tenemos que participar. Y esto es exactamente de lo que se trata. Esta es justamente la razón por la que las cosas se me presentan ante mí, mientras que el pensar sé cómo se produce. Por consiguiente, para la observación de todo el discurrir del mundo no hay ningún punto de partida más primordial que el pensar.

Quisiera ahora mencionar un error muy difundido con respecto al pensar. Consiste en que se dice: el pensar, tal como es en sí mismo, no nos es dado en ninguna parte. El pensar que relaciona las observaciones de nuestras experiencias y las entreteje con conceptos, no es en absoluto el mismo que aquél que después volvemos a extraer de los objetos observados, para hacerlo objeto de nuestra contemplación. Lo que entretejemos en las cosas primero inconscientemente, es totalmente distinto de lo que después extraemos conscientemente.

Quien razona así no comprende que de esta manera no puede escapar al pensamiento mismo. No puedo en absoluto salir del pensar, cuando quiero observar el pensar. Quien quiera distinguir entre el pensar antes de hacerse consciente de él y el pensar consciente al que posteriormente despierta, no debería olvidar que tal diferenciación es totalmente externa, y no tiene nada que ver con la cosa en sí. Una cosa no deja de ser lo que es, porque yo la observe con el pensar. Puedo imaginarme que un ser de órganos sensorios diferentes y con una inteligencia que funcionara de otra manera, tuviera de un caballo una idea totalmente distinta de la que tengo yo, pero no puedo pensar que mi propio pensamiento se transforme en otra cosa por el hecho de que lo observo. Yo mismo observo lo que yo mismo creo. No se trata de cómo aparece mi pensar para otra inteligencia, sino de cómo lo veo yo mismo. En cualquier caso, la imagen de mi pensar no puede ser más verídica en otra inteligencia que la mía propia. Unicamente si no fuera yo mismo el ser pensante, sino que el pensar surgiera en mí como la actividad de un ser de naturaleza distinta, podría decir que, si bien mi imagen del pensar se presenta de una manera determinada, no puedo saber cómo es en sí mismo el pensar de ese ser.

Por ahora no existe absolutamente ningún motivo para considerar mi propio pensar desde otro punto de vista. Ciertamente observo al mundo entero por medio del pensar. ¿Por qué habría de hacer una excepción con el mío?.

Con esto considero haber justificado suficientemente, tomar el pensar como punto de partida para la contemplación del mundo. Cuando Arquímedes descubrió la palanca, creyó que con ella podría elevar el cosmos entero si pudiera encontrar el punto de apoyo para su instrumento. Necesitaba algo que se sostuviera por sí mismo, sin ningún otro apoyo. En el pensar tenemos un principio que se funda en sí mismo. Partiendo de aquí se intentará comprender el mundo. El pensar lo aprehendemos por sí mismo. La cuestión es sólo, si por medio de él podemos también comprender otras cosas.

Hasta ahora he hablado del pensar sin tomar en consideración su portadora, la conciencia humana. La mayoría de los filósofos actuales objetarán: antes del pensar tiene que existir la conciencia. Por lo tanto, partamos de la conciencia, no del pensar. No habría pensar sin conciencia. A esto tengo que responder: si quiero informarme sobre la relación que existe entre el pensar y la conciencia, tengo que pensar sobre ello. Por consiguiente presupongo el pensar. A esto se podría ciertamente replicar: cuando el filósofo quiere comprender la conciencia, se sirve del pensar; en este sentido lo presupone; en cambio, en el desarrollo normal de la vida, el pensar se forma dentro de la conciencia y, por lo tanto, la presupone. Si esta respuesta fuese dada al Creador del mundo, al querer crear el pensar, estaría sin duda justificada. Ciertamente no es posible hacer surgir el pensar sin crear previamente la conciencia. Pero para el filósofo no se trata de la creación del mundo, sino de la comprensión del mismo. No tiene, por tanto, que buscar tampoco los puntos de partida para el crear, sino para comprender el mundo. Me llama la atención que se critique al filósofo porque considere ante todo la exactitud de sus principios, en vez de ocuparse en primer lugar de los objetos que quiere comprender. El Creador del mundo tuvo que ocuparse ante todo, de encontrar el vehículo del pensar, pero el filósofo ha de buscar una base segura a partir de la cual pueda llegar a la comprensión de lo existente. ¿De qué nos sirve partir de la conciencia, sometiéndola a la contemplación del pensar, si primero no sabemos que existe la posibilidad de llegar a conocer las cosas, a través de esa misma contemplación del pensar?.

Primero tenemos que observar el pensar de una manera totalmente neutral, sin relación con un sujeto pensante, ni con un objeto pensado, pues en sujeto y objeto ya tenemos conceptos formados por el pensar. Es innegable: antes de poder comprender cualquier otra cosa, hay que comprender el pensar. Quien lo niegue no percibe que él, como ser humano no es el primer eslabón de la creación, sino el último. Por tanto, para explicar el mundo por medio de conceptos, no se puede partir de los primeros elementos temporales de la existencia, sino de aquello que nos es dado como lo más cercano, como lo más íntimo. No podemos, de un salto, trasladarnos al principio del mundo, para comenzar allí nuestra contemplación, sino que es preciso partir del momento presente para ver si de lo posterior, podemos remontarnos a lo anterior. Mientras los geólogos, para explicar el estado actual de la Tierra, hablaban de revoluciones imaginarias, la ciencia andaba a tientas en la oscuridad. Sólo encontró suelo firme cuando comenzó a investigar qué procesos terrestres todavía tienen lugar en la actualidad, y, partiendo de éstos, remontarse a lo pasado. En tanto la filosofía tome en consideración los principios más diversos como átomo, movimiento, materia, voluntad, inconsciente, flotará en el aire. Sólo cuando el filósofo considere lo absoluto último como lo primero, llegará a su meta. Este absoluto último al que la evolución del mundo ha dado lugar es, precisamente, el pensar.

Hay personas que dicen: no podemos tener la seguridad de que nuestro pensar en sí sea correcto o no. Por lo tanto el punto de partida no deja de ser, en cualquier caso, dudoso. Esto es tan acertado como poner en duda si un árbol es en sí correcto o no. El pensar es un hecho; y discutir sobre su certeza o falsedad no tiene sentido. A lo sumo podría dudar de si el pensar se emplea correctamente, como también se podría dudar de si un árbol específico da la madera adecuada para un objeto determinado. Mostrar hasta qué punto la aplicación del pensar al mundo es correcta o falsa, será, precisamente, el objeto de este libro. Puedo comprender que alguien ponga en duda el que, por medio del pensar se pueda llegar a un conocimiento válido sobre el mundo; pero me resulta incomprensible que se pueda dudar de la veracidad del pensar en .

Suplemento para la nueva edición (1918)

En las consideraciones precedentes se señala la diferencia fundamental entre el pensar y todas las demás actividades del alma, como un hecho que se presenta a la observación realmente imparcial. Quien no se esfuerce en esta observación imparcial, estará tentado de contraponer a estas consideraciones, objeciones tales como: cuando yo pienso en una rosa, expreso también con ello la relación de mi “Yo” con la rosa, lo mismo que cuando siento la belleza de la rosa. Existe en el pensar una relación entre “Yo” y el objeto, lo mismo que en el sentir o en la percepción. Quien hace esta objeción no toma en cuenta únicamente en la actividad del pensar, el “Yo” se sabe uno e idéntico con el agente en todas las ramificaciones de su actividad. En ninguna otra actividad del alma se da este caso totalmente. Cuando, por ejemplo, se siente un placer, una observación aguda puede distinguir muy bien en qué medida el “Yo” se identifica con la actividad, y hasta qué punto se da un elemento pasivo, de manera que el placer se manifiesta simplemente al “Yo”. Y lo mismo ocurre en las demás actividades anímicas. Sólo que no debe confundirse “tener imágenes de pensamientos” con pensamientos elaborados por el pensar. Las imágenes de pensamientos pueden surgir en el alma como ensoñaciones o como vagas inspiraciones. Pensar no es eso.

Ciertamente alguien podría decir: el pensar así entendido conlleva la voluntad, y entonces no se trata solamente del pensar sino también de la voluntad. Sin embargo, esto sólo justificaría decir: el verdadero pensar tiene siempre que ser querido. Sólo que esto no tiene nada que ver con la característica del pensar, tal como la hemos descrito en estas consideraciones. Dado que la esencia del pensar conlleva por necesidad la voluntad de efectuarlo, de lo que se trata es de que no se quiere nada que no aparezca ante el “Yo”, sino como actividad exclusivamente propia que pueda contemplar en todo instante mientras se desarrolla. Hay que decir incluso que a la naturaleza del acto del pensar tal como la hemos definido aquí, éste aparece para el observador como acto absolutamente voluntario. Quien realmente se esfuerce en examinar todo lo que entra en consideración para juzgar la naturaleza del pensar, no podrá menos de advertir que esta actividad del alma posee la propiedad de la que hemos tratado aquí.

Una personalidad a quien el autor de este libro tiene en gran estima como pensador, le ha objetado que no se puede hablar del pensar como aquí se hace porque, lo que se cree observar como pensar activo, no es sino apariencia. En realidad, se observan tan sólo los resultados de una actividad no consciente, en la que se basa el pensar. Sólo porque esa actividad inconsciente no se observa, se produce la ilusión de que el pensar que se observa existe por sí mismo, al igual que ante una rápida sucesión de iluminación mediante chispas eléctricas se cree observar un movimiento. También esta objeción se basa sólo en una apreciación inexacta de los hechos. Quien la hace no toma en consideración que es el “Yo” mismo el que, desde dentro del pensar, observa su propia actividad. Tendría que hallarse el “Yo” fuera del pensar para poder dejarse engañar como en el caso de la rápida sucesión de iluminación mediante chispas eléctricas. Se podría más bien decir que quien hace semejante comparación se engaña forzosamente como el que, ante una luz que percibe en movimiento, insistiera que cada punto en que esa luz aparece, fuera nuevamente encendida por una mano desconocida. No; quien quiera ver otra cosa en el pensar que una actividad claramente observable producida por el “Yo” mismo, deberá primero cerrar los ojos al simple estado de las cosas que se presenta a la observación para poder después basar el pensar en una actividad hipotética. Quien no se ciegue tiene que reconocer que todo lo que de esa manera “añade” al pensar, le conduce fuera de la esencia del pensar. La observación sin prejuicios muestra que nada pertenece a la esencia del pensar que no se encuentre en el pensar mismo. No se puede llegar a nada sobre el origen del pensar, si se abandona su esfera.




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