EL PENSAMIENTO AL SERVICIO DE LA COMPRENSION DEL MUNDO
Cuando observo cómo una bola de billar que es impulsada, transmite su
movimiento a otra, permanezco sin ejercer influencia alguna ante el
desarrollo del suceso observado. La dirección y la velocidad de la
segunda bola vienen determinada por la dirección y la velocidad de la
primera. En tanto yo me mantenga como mero observador, sólo podré
decir algo sobre el movimiento de la segunda bola después de que se
haya producido. Es muy diferente, sin embargo, cuando empiezo a
reflexionar sobre el contenido de mi observación. Mi reflexión tiene
por objeto formar conceptos sobre dicho suceso. Relaciono el concepto
de una bola elástica con otros conceptos determinados de la mecánica y
tomo en consideración las circunstancias particulares que rigen en
este caso. Trato de añadir, al proceso que se desarrolla sin mi
influencia, un segundo proceso que se desarrolla en la esfera
conceptual. Este último depende de mí. Esto lo demuestra el que yo
puedo contentarme con la observación y renunciar a buscar concepto
alguno si no tengo necesidad de formarlos. Pero si existe esta
necesidad, sólo me quedo satisfecho cuando logro establecer una
relación entre los conceptos bola, elasticidad, movimiento, impulso,
velocidad, etc., con los que el suceso observado está relacionado de
forma específica. Y tan cierto como que ese suceso tiene lugar
independientemente de mí, lo es también que el proceso conceptual no
puede desarrollarse sin mi actividad.
Será objeto de un examen posterior considerar si esa actividad es
realmente la expresión de mi ser independiente, o si tienen razón los
fisiólogos modernos al afirmar que no podemos pensar como queremos
sino que tenemos que hacerlo según lo determinan los pensamientos y
las combinaciones de pensamientos que en ese momento existen en
nuestra conciencia. (Véase Ziehen. Manual de la psicología
fisiológica, Jena 1893). Por ahora sólo se trata de
constatar el hecho de que sentimos constantemente la necesidad de
buscar los conceptos y secuencias de conceptos, que tienen una
determinada relación con los objetos y sucesos que nos vienen dados
sin nuestra influencia. Si nuestro actuar es realmente nuestro,
o si lo llevamos a cabo por una necesidad inalterable, es una cuestión
que dejamos por el momento. Que a primera vista aparece como nuestro,
es incuestionable. Sabemos perfectamente que con los objetos no nos
son dados los conceptos correspondientes. Que yo sea el agente puede
ser una apariencia, pero en cualquier caso la observación inmediata
así lo establece. La pregunta ahora es: ¿Qué ganamos con encontrar el
concepto correspondiente a un suceso dado?.
Hay una diferencia fundamental entre las dos maneras en que, para mí,
se relacionan las partes de un suceso, antes y después de encontrar
los correspondientes conceptos. La mera observación puede seguir las
distintas partes a lo largo del transcurso de un suceso dado; pero su
relación permanece oscura sin la ayuda de los conceptos
correspondientes. Veo la primera bola de billar moverse hacia la
segunda en una cierta dirección y con una determinada velocidad; tengo
que esperar a ver lo que pasa después del choque y esto también lo
podré observar sólo con la vista. Supongamos que alguien me tapa el
campo visual del suceso en el momento del choque, de manera que, como
mero observador, no sé lo que ocurre después. Es diferente si antes de
la obstrucción he encontrado los conceptos correspondientes a la
situación dada. En este caso puedo decir lo que ocurre, aunque no
tenga la posibilidad de observarlo. La mera observación de un suceso o
de un objeto no revela nada sobre su relación con otros sucesos u
objetos. Esta relación sólo aparece cuando a la observación se une al
pensar.
Observación y pensar son los dos puntos de partida para todo
impulso espiritual del hombre, en tanto él es consciente de tal
impulso. Tanto el uso del sentido común ordinario, como las
investigaciones científicas más complejas se basan en estos dos
pilares de nuestro espíritu. Los filósofos han partido de diversas
antítesis fundamentales: idea y realidad, sujeto y objeto, apariencia
y ente en sí, yo y no-yo, idea y voluntad, concepto y materia, energía
y substancia, consciente e inconsciente. Pero es fácil mostrar que a
todas estas antítesis tiene que preceder la de la observación y
pensar, como el contraste más importante para el hombre.
Cualquiera que sea el principio que queramos establecer, tenemos que
mostrar haberlo observado en alguna parte, o bien, expresarlo en forma
de un pensamiento claro, que puede ser pensado por cualquier otra
persona. Todo filósofo que desee hablar sobre sus principios básicos,
tiene que hacerlo en forma de conceptos, y para ello valerse del
pensar. Con ello admite indirectamente que para su actividad presupone
el pensamiento. No se va a tratar ahora de si es el pensar, u otra
cosa cualquiera, el elemento principal de la evolución, es evidente de
antemano. En el devenir de los hechos del mundo, el pensar puede
desempeñar un papel secundario, pero en la formación de una opinión
sobre los mismos, desempeña sin duda el papel principal.
En cuanto a la observación, es inherente a nuestra organización al
servirnos de ella. Nuestro pensamiento sobre un caballo y el objeto
caballo son dos cosas que aparecen separadas para nosotros. Y este
objeto sólo nos es accesible por la observación. Tan imposible nos es,
por el hecho de mirar a un caballo, formarnos el concepto
correspondiente, como lo es producir un objeto que le corresponda,
solamente a través del pensar.
La observación precede en el tiempo al pensar. Pues incluso el pensar
tenemos que aprehenderlo por medio de la observación. Lo que hemos
expuesto al comienzo de este capítulo ha sido esencialmente la
descripción de una observación, cómo el pensar surge ante un suceso y
va más allá de lo dado sin su intervención. Todo lo que entra en la
esfera de nuestras experiencias, tenemos primero que percibirlo por la
observación. El contenido de las sensaciones, percepciones, conceptos,
sentimiento, actos volitivos, las imágenes de los sueños y de la
fantasía, representaciones, conceptos e ideas, todas las ilusiones y
alucinaciones, nos vienen dados a través de la
observación.
Sin embargo, el pensar como objeto de la observación, se distingue
esencialmente de todas las demás cosas. La observación de una mesa, de
un árbol, se produce en mí tan pronto como esos objetos aparecen en el
horizonte de mis experiencias. Sin embargo, el pensar no lo observo en
el mismo instante. Tengo que situarme primero en un punto de vista
fuera de mi actividad si, además de la mesa, quiero observar mi pensar
sobre ella. Mientras que la observación de los objetos y sucesos, y el
pensar sobre ellos, son estado que llenan el discurrir de mi vida, la
observación del pensar, en cambio es un estado excepcional. Hay que
considerar este hecho debidamente cuando se trata de definir la
relación del pensar con el contenido de la observación de todo lo
demás. Hay que tener presente que en la observación del pensar se
emplea un procedimiento que constituye el estado normal para la
contemplación de todo el resto del contenido del mundo, pero que en el
desarrollo normal de este estado, se aplica al pensar mismo.
Alguien podría objetar que lo mismo que acabo de decir con respecto al
pensar, también es válido para el sentir y las demás actividades
espirituales. Cuando, por ejemplo, tenemos el sentimiento de placer,
éste es suscitado también por un objeto y, en efecto, yo observo este
objeto, no el sentimiento de placer. Sin embargo, esta objeción se
basa en un error. El placer no guarda en absoluto la misma relación
con su objeto que el concepto que forma el pensar. Soy plenamente
consciente de que el concepto de una cosa se forma por mi actividad,
mientras que el placer se suscita en mí por efecto de un objeto, de
modo similar al cambio que, por ejemplo, produce una piedra que cae
sobre un objeto. Para la observación, el placer aparece exactamente
igual que el suceso que lo origina. No se puede decir lo mismo con
respecto al concepto. Puedo preguntar: ¿Por qué un determinado suceso
suscita en mí el sentimiento de placer?. Pero simplemente no podría
preguntar: ¿Por qué un suceso produce en mí un determinado número de
conceptos?. Esto, sencillamente, no tendría sentido. Al reflexionar
sobre un suceso no se trata en modo alguno de algo que influye sobre
mí. No puedo llegar a saber nada sobre mí por el hecho de
conocer los conceptos correspondientes al efecto producido en el
vidrio de una ventana por una piedra que ha sido arrojada contra ella.
Pero ciertamente sí llego a descubrir algo sobre mi persona, si
conozco el sentimiento que un determinado suceso suscita en mí. Si
frente a un objeto que observo, digo: esto es una rosa, no digo
absolutamente nada respecto a mí mismo; en cambio, si del mismo objeto
digo: me produce el sentimiento de alegría, estoy caracterizando no
solamente la rosa, sino también a mí mismo, en mi relación con la
rosa.
No se puede hablar, por lo tanto, de equiparar el pensar y
el sentir como objetos de observación. Lo mismo podría
inferirse de las demás actividades del espíritu humano. A diferencia
del pensar, se las puede clasificar con otros objetos y sucesos de la
observación. Es precisamente una característica de la naturaleza del
pensar ser una actividad que se dirige únicamente hacia el objeto
observado, y no hacia la persona pensante. Esto se pone ya de
manifiesto en el modo de expresar una relación mía con la mesa; en el
segundo, sin embargo, se trata precisamente de dicha relación. Con la
expresión: pienso en una mesa, ya entro en el estado excepcional que
he caracterizado antes, donde se convierte en objeto de la observación
algo que siempre forma parte de nuestra actividad espiritual, pero sin
ser objeto observado.
Es una característica de la naturaleza del pensar, que el que piensa
se olvida del pensar, mientras lo efectúa. No fija la atención en el
pensar, sino en el objeto que su pensar observa.
La primera observación que hacemos sobre el pensar es, por lo tanto,
que es el elemento no observado de nuestra vida mental habitual.
La razón por la que no observamos el pensar en la vida mental
cotidiana es que descansa en nuestra propia actividad. Lo que no
produzco yo mismo, entra en mi campo de observación como objeto. Se
presenta ante mí como algo hecho sin mi participación; aparece ante
mí; debo aceptarlo como la condición previa de mi proceso mental.
Mientras yo reflexiono sobre el objeto, éste absorbe mi atención; mi
mirada está dirigida a él. Esta actividad es precisamente la
contemplación pensante. Mi atención va dirigida, no hacia mi propia
actividad, sino hacia el objeto de esta actividad. Con otras palabras:
mientras pienso no observo mi pensar, que yo mismo produzco, sino el
objeto que no produzco del pensar.
Es más, me encuentro en el mismo caso cuando entro en el estado
excepcional y reflexiono sobre mi propio pensar. Jamás puedo observar
mi pensar actual, sino que, sólo después puedo transformar las
experiencias que he hecho sobre el proceso de mi pensar en objeto del
mismo. Tendría que dividirme en dos personas, una que piensa y otra
que observa, si quisiera observar mi pensar actual. Esto no puedo
hacerlo. Solamente lo puedo realizar en dos actos separados. El pensar
que va a ser observado no es nunca el que está en actividad, sino
otro. No se trata de si, para este fin, lo que observo es mi propio
pensar anterior, o si sigo el proceso pensante de otra persona, o si,
como en el caso del movimiento de las bolas de billar, me imagino un
proceso mental.
Hay dos cosas incompatibles: la producción activa y la contemplación
simultánea de ella. Esto ya lo dice el Génesis. En los seis primero
días de la Creación Dios crea el mundo y, sólo cuando ya existe, es
posible contemplarlo: Y vio Dios lo que había hecho, y he aquí
que era bueno. Lo mismo ocurre con nuestro pensar. Tiene primero
que existir, si queremos observarlo.
La razón por la cual no podemos observar el pensar durante su
desarrollo, es la misma que nos permite conocerlo de un modo más
directo y más íntimo que cualquier otro proceso. Precisamente porque
nosotros mismos lo producimos, conocemos las características de su
desarrollo y la manera en que se desenvuelve. Lo que en las demás
esferas de la observación sólo es posible encontrar de manera
indirecta, es decir, la conexión objetiva correspondiente y la
relación de los distintos objetos entre sí, lo encontramos en el
pensamiento de manera totalmente inmediata. Para mi observación, el
por qué mi pensar une el concepto trueno al del relámpago lo sé
de forma inmediata por el contenido de ambos conceptos. Naturalmente,
no importa que los conceptos que tenga correspondientes al relámpago y
al trueno sean correctos. La relación entre sí de los conceptos que
tengo, me resulta clara y además dada por sí mismos.
Esta claridad diáfana con respecto al proceso del pensar es totalmente
independiente de nuestro conocimiento de las bases fisiológicas del
pensar. Me refiero aquí al pensar tal como se presenta a la
observación de nuestra actividad espiritual. No me refiero a cómo una
función material de mi cerebro da origen o influye sobre otra,
mientras yo realizo una operación mental. Lo que yo observo en el
pensar no es qué proceso vincula en mi cerebro el concepto de
relámpago con el del trueno, sino aquello que me induce a establecer
una determinada relación entre ambos conceptos. Mi observación me
muestra que lo único que me guía en la asociación de mis pensamientos
es el contenido de estos pensamientos; que no me guío por los procesos
materiales en mi cerebro. Para una época menos materialista que la
nuestra, esta advertencia sería totalmente superflua. Pero en nuestro
tiempo en que hay gente que cree: cuando sepamos lo que es la materia,
sabremos también cómo la materia piensa, es necesario decir que se
puede hablar del pensar sin chocar a la vez con la fisiología del
cerebro. A muchos les resulta hoy difícil aprehender el concepto del
pensar correctamente. Quien, a la idea que he desarrollado aquí sobre
el pensar, oponga inmediatamente la afirmación de Cabanis: El
cerebro segrega pensamientos lo mismo que el hígado, la bilis, la
glándula salivar, saliva, etc., simplemente no sabe de qué estoy
hablando. Intenta descubrir el pensar a través de un mero proceso de
observación, de la misma manera que lo hacemos con otros objetos del
contenido del mundo. Pero por este camino no puede encontrarlo porque,
como he demostrado, precisamente allí se substrae a la observación
normal. Quien no puede ir más allá del materialismo, carece de la
facultad de hacer surgir en sí mismo el estado excepcional que le trae
a la conciencia lo que en toda otra actividad mental permanece
inconsciente. Con quien no quiera aceptar este punto de vista se
podría hablar tan difícilmente sobre el pensar, como con un ciego
sobre los colores. Que no crea, sin embargo, que nosotros consideramos
como pensar ciertos procesos fisiológicos. Una persona así no explica
lo que es el pensar porque simplemente no lo ve.
Para todo aquél que sea capaz de observar el pensar, y todo hombre
normalmente organizado posee esta capacidad, si no le falta buena
voluntad, esta observación es la más importante que puede hacer.
Observa algo cuyo agente es él mismo; no ve en primer término un
objeto ajeno, sino su propia actividad. Sabe cómo se produce lo que él
observa. Ve claramente las conexiones y relaciones. Con ello alcanza
un punto firme, desde el cual puede buscar, con esperanza bien
fundada, la explicación de los demás fenómenos del mundo.
La sensación de haber encontrado semejante punto firme movió a
Descartes,
el fundador de la filosofía moderna, a fundamentar todo el
saber humano en la expresión: pienso, luego existo. Todas las
demás cosas, todo otro acontecer existe sin mí; no sé si
verdaderamente, o como alucinación y ensueño. Sólo sé algo con total
certeza, cuando soy yo mismo quien le da existencia cierta: mi pensar.
Puede que tenga otro origen, o que provenga de Dios, o de cualquier
otra parte; pero de que existe, en el sentido de que soy yo mismo
quien lo crea, de eso estoy seguro. En principio, Descartes no tenía
justificación para dar a su expresión otro sentido. Sólo podía afirmar
que dentro del contenido del mundo, me aprehendo en mi actividad más
propia en el proceso de mi pensar. Sobre lo que el luego
existo significa, se ha discutido mucho. Bajo una sola
condición puede tener sentido. La afirmación más simple que yo puedo
hacer de una cosa es que es. Pero cómo se puede seguir
definiendo esta existencia, no puede decirse de momento de ninguna
cosa que aparece en el horizonte de mi experiencia. Todo objeto tiene
que ser primero examinado en su relación con otros, para poder afirmar
en qué sentido se puede decir que existe. Un suceso vivido puede
tratarse de una suma de percepciones. Pero también de un ensueño, una
alucinación, etc. En resumen, no puedo afirmar en qué sentido existe.
No lo podré deducir del suceso mismo, sino que llegaré a saberlo si lo
considero en relación con otras cosas. Con ello, una vez más, no puedo
saber más que su relación con otras cosas. Mi búsqueda sólo
puede hallar una base firme, cuando encuentre un objeto, cuyo sentido
de existencia pueda crear a partir de sí mismo. Este objeto es, sin
embargo, yo mismo como ser pensante, pues doy a mi existencia el
contenido específico, basado en sí mismo, de la actividad pensante.
Puedo ahora partir de aquí y preguntar: ¿existen las demás cosas en el
mismo sentido o en otro?.
Cuando se hace al pensar objeto de observación, se añade a la
totalidad del contenido del mundo observado, algo que normalmente se
substrae a la atención; sin embargo, no se cambia con ello la manera
con la que el hombre se relaciona con otras cosas. Se aumenta el
número de los objetos que se observan, pero no el método de
observación. Mientras observamos las otras cosas, se introduce en el
acontecer del mundo en el que ahora incluyo el acto de
observar un proceso que escapa a nuestra atención. Está
presente algo distinto de todo lo demás que ocurre, algo que no se
toma en cuenta. Pero cuando observo mi pensar, ya no está presente ese
elemento inadvertido. Pues, lo que está detrás, es solamente el
pensar. El objeto observado es cualitativamente el mismo que la
actividad dirigida a él. Y esta es otra característica del pensar. Al
hacerlo objeto de nuestra observación, no nos vemos obligados a
hacerlo con algo cualitativamente distinto, sino que podemos
permanecer dentro del mismo elemento.
Cuando entretejo en mi pensar algún objeto no producido por mi propia
actividad, trasciendo mi observación, y entonces la cuestión será:
¿Con qué derecho lo hago? ¿Por qué no dejo al objeto simplemente
impresionarme? ¿De qué manera es posible que mi pensar tenga una
relación con el objeto? Se trata de preguntas que tiene que hacerse
todo aquél que reflexione sobre sus propios procesos pensantes.
Desaparecen, cuando se reflexiona sobre el pensar mismo. No agregamos
nada ajeno a nuestro pensar y, por lo tanto, tampoco hay nada extraño
que justificar.
Schelling dice: Conocer la Naturaleza significa crearla.
Quien tome literalmente estas palabras del audaz filósofo naturalista,
tendría probablemente que renunciar para siempre a todo conocimiento
de la Naturaleza, pues la Naturaleza ya existe, y para crearla por
segunda vez habría que conocer los principios según los cuales ha sido
creada. Para la Naturaleza que en principio uno quisiera crear, habría
que indagar las condiciones ya dadas de su existencia. Esta
indagación, que tendría que preceder a la creación, no sería sino el
reconocimiento de la Naturaleza, incluso si después de este
conocimiento no tuviera lugar la creación. Unicamente una Naturaleza
no existente podría crearse sin el conocimiento previo.
Lo que para nosotros al mirar a la Naturaleza es imposible, crear
antes de conocer, lo realizamos en el acto de pensar. Si con el pensar
quisiéramos esperar hasta haberlo conocido, no llegaríamos a
realizarlo. Debemos ponernos a pensar resueltamente para llegar
después, por medio de la observación de lo que hemos llevado a cabo a
su comprensión. Para la observación del pensar creamos primero
nosotros mismos un objeto. Todos los demás objetos dados existen sin
nuestra actividad.
A mi afirmación de que tenemos que pensar antes de poder observar el
pensamiento, podría alguien fácilmente objetar que lo mismo se podría
afirmar de la digestión, que tampoco podemos esperar a hacerla hasta
haber observado su proceso. Esta objeción sería parecida a la que
Pascal hacía a Descartes, al afirmar que también se podría decir: voy
de paseo, luego existo. Es totalmente cierto que tengo que digerir
activamente, antes de estudiar el proceso fisiológico de la digestión.
Pero esto sólo podría compararse con la observación del pensar, si yo
después no quisiera observar la digestión pensando, sino comerla y
digerirla. No cabe pues duda de que la digestión no puede ser objeto
de la digestión, pero sí, desde luego, el pensar, objeto del acto de
pensar.
Por lo tanto, no cabe duda de que con el pensar aprehendemos una parte
de la actividad del mundo, en la que tenemos que participar. Y esto es
exactamente de lo que se trata. Esta es justamente la razón por la que
las cosas se me presentan ante mí, mientras que el pensar sé cómo se
produce. Por consiguiente, para la observación de todo el discurrir
del mundo no hay ningún punto de partida más primordial que el pensar.
Quisiera ahora mencionar un error muy difundido con respecto al
pensar. Consiste en que se dice: el pensar, tal como es en sí mismo,
no nos es dado en ninguna parte. El pensar que relaciona las
observaciones de nuestras experiencias y las entreteje con conceptos,
no es en absoluto el mismo que aquél que después volvemos a extraer de
los objetos observados, para hacerlo objeto de nuestra contemplación.
Lo que entretejemos en las cosas primero inconscientemente, es
totalmente distinto de lo que después extraemos conscientemente.
Quien razona así no comprende que de esta manera no puede escapar al
pensamiento mismo. No puedo en absoluto salir del pensar, cuando
quiero observar el pensar. Quien quiera distinguir entre el pensar
antes de hacerse consciente de él y el pensar consciente al que
posteriormente despierta, no debería olvidar que tal diferenciación es
totalmente externa, y no tiene nada que ver con la cosa en sí. Una
cosa no deja de ser lo que es, porque yo la observe con el pensar.
Puedo imaginarme que un ser de órganos sensorios diferentes y con una
inteligencia que funcionara de otra manera, tuviera de un caballo una
idea totalmente distinta de la que tengo yo, pero no puedo pensar que
mi propio pensamiento se transforme en otra cosa por el hecho de que
lo observo. Yo mismo observo lo que yo mismo creo. No se trata de cómo
aparece mi pensar para otra inteligencia, sino de cómo lo veo yo
mismo. En cualquier caso, la imagen de mi pensar no puede ser
más verídica en otra inteligencia que la mía propia. Unicamente si no
fuera yo mismo el ser pensante, sino que el pensar surgiera en mí como
la actividad de un ser de naturaleza distinta, podría decir que, si
bien mi imagen del pensar se presenta de una manera determinada, no
puedo saber cómo es en sí mismo el pensar de ese ser.
Por ahora no existe absolutamente ningún motivo para considerar mi
propio pensar desde otro punto de vista. Ciertamente observo al mundo
entero por medio del pensar. ¿Por qué habría de hacer una excepción
con el mío?.
Con esto considero haber justificado suficientemente, tomar el pensar
como punto de partida para la contemplación del mundo. Cuando
Arquímedes descubrió la palanca, creyó que con ella podría elevar el
cosmos entero si pudiera encontrar el punto de apoyo para su
instrumento. Necesitaba algo que se sostuviera por sí mismo, sin
ningún otro apoyo. En el pensar tenemos un principio que se funda en
sí mismo. Partiendo de aquí se intentará comprender el mundo. El
pensar lo aprehendemos por sí mismo. La cuestión es sólo, si por medio
de él podemos también comprender otras cosas.
Hasta ahora he hablado del pensar sin tomar en consideración su
portadora, la conciencia humana. La mayoría de los filósofos actuales
objetarán: antes del pensar tiene que existir la conciencia. Por lo
tanto, partamos de la conciencia, no del pensar. No habría pensar sin
conciencia. A esto tengo que responder: si quiero informarme sobre la
relación que existe entre el pensar y la conciencia, tengo que pensar
sobre ello. Por consiguiente presupongo el pensar. A esto se podría
ciertamente replicar: cuando el filósofo quiere
comprender la conciencia, se sirve del pensar; en
este sentido lo presupone; en cambio, en el desarrollo normal de la
vida, el pensar se forma dentro de la conciencia y, por lo tanto, la
presupone. Si esta respuesta fuese dada al Creador del mundo, al
querer crear el pensar, estaría sin duda justificada. Ciertamente no
es posible hacer surgir el pensar sin crear previamente la conciencia.
Pero para el filósofo no se trata de la creación del mundo, sino de la
comprensión del mismo. No tiene, por tanto, que
buscar tampoco los puntos de partida para el crear, sino para
comprender el mundo. Me llama la atención que se critique al filósofo
porque considere ante todo la exactitud de sus principios, en vez de
ocuparse en primer lugar de los objetos que quiere comprender. El
Creador del mundo tuvo que ocuparse ante todo, de encontrar el
vehículo del pensar, pero el filósofo ha de buscar una base segura a
partir de la cual pueda llegar a la comprensión de lo existente. ¿De
qué nos sirve partir de la conciencia, sometiéndola a la contemplación
del pensar, si primero no sabemos que existe la posibilidad de llegar
a conocer las cosas, a través de esa misma contemplación del pensar?.
Primero tenemos que observar el pensar de una manera totalmente
neutral, sin relación con un sujeto pensante, ni con un objeto
pensado, pues en sujeto y objeto ya tenemos conceptos formados por el
pensar. Es innegable: antes de poder comprender cualquier otra
cosa, hay que comprender el pensar. Quien lo niegue
no percibe que él, como ser humano no es el primer eslabón de la
creación, sino el último. Por tanto, para explicar el mundo por medio
de conceptos, no se puede partir de los primeros elementos temporales
de la existencia, sino de aquello que nos es dado como lo más cercano,
como lo más íntimo. No podemos, de un salto, trasladarnos al principio
del mundo, para comenzar allí nuestra contemplación, sino que es
preciso partir del momento presente para ver si de lo posterior,
podemos remontarnos a lo anterior. Mientras los geólogos, para
explicar el estado actual de la Tierra, hablaban de revoluciones
imaginarias, la ciencia andaba a tientas en la oscuridad. Sólo
encontró suelo firme cuando comenzó a investigar qué procesos
terrestres todavía tienen lugar en la actualidad, y, partiendo de
éstos, remontarse a lo pasado. En tanto la filosofía tome en
consideración los principios más diversos como átomo, movimiento,
materia, voluntad, inconsciente, flotará en el aire. Sólo cuando el
filósofo considere lo absoluto último como lo primero, llegará a su
meta. Este absoluto último al que la evolución del mundo ha dado lugar
es, precisamente, el pensar.
Hay personas que dicen: no podemos tener la seguridad de que nuestro
pensar en sí sea correcto o no. Por lo tanto el punto de partida no
deja de ser, en cualquier caso, dudoso. Esto es tan acertado como
poner en duda si un árbol es en sí correcto o no. El pensar es un
hecho; y discutir sobre su certeza o falsedad no tiene sentido. A lo
sumo podría dudar de si el pensar se emplea correctamente, como
también se podría dudar de si un árbol específico da la madera
adecuada para un objeto determinado. Mostrar hasta qué punto la
aplicación del pensar al mundo es correcta o falsa, será,
precisamente, el objeto de este libro. Puedo comprender que alguien
ponga en duda el que, por medio del pensar se pueda llegar a un
conocimiento válido sobre el mundo; pero me resulta incomprensible que
se pueda dudar de la veracidad del pensar en sí.
Suplemento para la nueva edición (1918)
En las consideraciones precedentes se señala la diferencia fundamental
entre el pensar y todas las demás actividades del alma, como un hecho
que se presenta a la observación realmente imparcial. Quien no se
esfuerce en esta observación imparcial, estará tentado de contraponer
a estas consideraciones, objeciones tales como: cuando yo pienso en
una rosa, expreso también con ello la relación de mi Yo
con la rosa, lo mismo que cuando siento la belleza de la rosa. Existe
en el pensar una relación entre Yo y el objeto, lo mismo
que en el sentir o en la percepción. Quien hace esta objeción no toma
en cuenta únicamente en la actividad del pensar, el
Yo se sabe uno e idéntico con el agente en todas
las ramificaciones de su actividad. En ninguna otra actividad del alma
se da este caso totalmente. Cuando, por ejemplo, se siente un placer,
una observación aguda puede distinguir muy bien en qué medida el
Yo se identifica con la actividad, y hasta qué punto se da
un elemento pasivo, de manera que el placer se manifiesta simplemente
al Yo. Y lo mismo ocurre en las demás actividades
anímicas. Sólo que no debe confundirse tener imágenes de
pensamientos con pensamientos elaborados por el pensar. Las
imágenes de pensamientos pueden surgir en el alma como ensoñaciones o
como vagas inspiraciones. Pensar no es eso.
Ciertamente alguien podría decir: el pensar así entendido conlleva la
voluntad, y entonces no se trata solamente del pensar sino también de
la voluntad. Sin embargo, esto sólo justificaría decir: el verdadero
pensar tiene siempre que ser querido. Sólo que esto no tiene nada que
ver con la característica del pensar, tal como la hemos descrito en
estas consideraciones. Dado que la esencia del pensar conlleva por
necesidad la voluntad de efectuarlo, de lo que se trata es de
que no se quiere nada que no aparezca ante el Yo, sino
como actividad exclusivamente propia que pueda contemplar en todo
instante mientras se desarrolla. Hay que decir incluso que a la
naturaleza del acto del pensar tal como la hemos definido aquí, éste
aparece para el observador como acto absolutamente voluntario. Quien
realmente se esfuerce en examinar todo lo que entra en consideración
para juzgar la naturaleza del pensar, no podrá menos de advertir que
esta actividad del alma posee la propiedad de la que hemos tratado
aquí.
Una personalidad a quien el autor de este libro tiene en gran estima
como pensador, le ha objetado que no se puede hablar del pensar como
aquí se hace porque, lo que se cree observar como pensar activo, no es
sino apariencia. En realidad, se observan tan sólo los resultados de
una actividad no consciente, en la que se basa el pensar. Sólo porque
esa actividad inconsciente no se observa, se produce la ilusión de que
el pensar que se observa existe por sí mismo, al igual que ante una
rápida sucesión de iluminación mediante chispas eléctricas se cree
observar un movimiento. También esta objeción se basa sólo en una
apreciación inexacta de los hechos. Quien la hace no toma en
consideración que es el Yo mismo el que, desde dentro del
pensar, observa su propia actividad. Tendría que hallarse el
Yo fuera del pensar para poder dejarse engañar como en el
caso de la rápida sucesión de iluminación mediante chispas eléctricas.
Se podría más bien decir que quien hace semejante comparación se
engaña forzosamente como el que, ante una luz que percibe en
movimiento, insistiera que cada punto en que esa luz aparece, fuera
nuevamente encendida por una mano desconocida. No; quien quiera ver
otra cosa en el pensar que una actividad claramente observable
producida por el Yo mismo, deberá primero cerrar los ojos
al simple estado de las cosas que se presenta a la observación para
poder después basar el pensar en una actividad hipotética. Quien no se
ciegue tiene que reconocer que todo lo que de esa manera
añade al pensar, le conduce fuera de la esencia del
pensar. La observación sin prejuicios muestra que nada pertenece a la
esencia del pensar que no se encuentre en el pensar mismo. No
se puede llegar a nada sobre el origen del pensar, si se abandona su
esfera.
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