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La Filosofia de La Libertad

Puesto on-line: 25th octubre 2006

V

LA COMPRENSION DEL MUNDO

De las consideraciones precedentes se deduce la imposibilidad de probar, por la investigación del contenido de nuestra percepción, que nuestras percepciones son representaciones. Se supone que esta prueba queda establecida al mostrar que si el proceso de la percepción se realiza según los supuestos ingenuo-realistas en cuanto a nuestra constitución psicológica y fisiológica, nos encontramos entonces, no con las cosas en sí, sino simplemente con nuestras representaciones de las cosas. Ahora, si el realismo ingenuo, en sus consecuencias lógicas, conduce a resultados que presentan justamente lo opuesto de sus tesis, habrá que abandonar estas suposiciones y considerarlas impropias como fundamento de una concepción del mundo. En cualquier caso, es inadmisible desechar las premisas y dar validez a las conclusiones, como hace el idealismo crítico, al afirmar: el mundo es mi representación, según la demostración antes citada. (Eduard von Hartmann, en su obra “El problema básico de la teoría del conocimiento”, expone extensamente dicha argumentación).

Una cosa es la validez del idealismo crítico, y otra su capacidad de prueba. En cuanto a la primera, se tratará más adelante en el curso de nuestras consideraciones, pero su fuerza persuasiva es nula. Si al hacer una casa, se derrumba la planta baja durante la construcción del primer piso, éste también se viene abajo. El realismo ingenuo y el idealismo crítico están relacionados como la planta baja de la casa con el primer piso.

Para quien cree que la totalidad del mundo que percibe es sólo un mundo representado y, de hecho, el efecto en mi alma de cosas que me son desconocidas, para él el problema del conocimiento no abarca únicamente las representaciones que sólo se dan en el alma, sino aquellas cosas más allá de nuestra conciencia e independientes de nosotros. Se pregunta: ¿Cuánto podemos llegar a conocer de estas últimas de forma mediata, ya que no son asequibles a nuestra observación inmediata? Quien adopta este punto de vista, no considera la relación interna entre sus percepciones conscientes, sino las causas desconocidas que existen independientemente de él; mientras que, en su opinión, las percepciones desaparecen tan pronto como él aparta sus sentidos de las cosas. Desde este punto de vista, nuestra conciencia es como un espejo, cuyas imágenes de las cosas también desaparecen en el instante en el que la superficie reflectante no está de cara a ellas. Ahora bien, quien no ve las cosas directamente, sino sólo sus imágenes reflejas, tiene que adquirir conocimiento de la naturaleza de las primeras indirectamente, por el contenido de las reflejadas. De aquí parte la ciencia natural moderna, que se vale de las percepciones como último medio para obtener conocimiento sobre los procesos reales de la materia, que tienen lugar detrás de las percepciones. Si el fisiólogo, como idealista crítico, admite la existencia del ser, entonces su búsqueda cognoscitiva la dirige solamente hacia este ser mediante el uso indirecto de las representaciones. Su interés sobrepasa el mundo subjetivo de las representaciones, y va directamente a lo que las produce.

No obstante, puede llegar tan lejos que diga: estoy encerrado en el mundo de mis representaciones, y no puedo salir de él. Si pienso algo por detrás de mis representaciones, este pensamiento tampoco es más que mi representación. Semejante idealista, o negará totalmente la cosa en sí, o por lo menos, declarará que, para nosotros como hombre, no tiene sentido alguno, que es como si no existiera, ya que no podemos adquirir ningún conocimiento de ella.

Para un idealista crítico, el mundo entero aparece como un sueño frente al cual toda búsqueda de conocimiento no tiene sentido alguno. Para él sólo puede haber dos categorías de hombres: los ilusos, que toman sus propias ensoñaciones por realidad, y los sabios, que son conscientes de la futilidad de este mundo ilusorio, y que con el tiempo han de perder todo interés por seguir ocupándose del mismo. Para este punto de vista, incluso la propia personalidad puede convertirse en imagen ilusoria. Al igual que entre las imágenes del sueño aparece la nuestra propia, así se forma en la conciencia de vigilia la representación del propio Yo, junto con la representación del mundo exterior. Así pues, no tenemos en la conciencia nuestro Yo real, sino solamente la representación de nuestro Yo. Quien niega que existen cosas o, al menos, que podemos saber algo de ellas, también tiene que negar la existencia, o bien, el conocimiento de la propia personalidad. El idealista crítico llega de esta manera a afirmar: “Toda realidad se convierte en un maravilloso sueño, sin vida sobre la que soñar, y sin espíritu que sueñe; en un sueño, que no es sino un sueño de mí mismo.” (Véase Fichte, “El destino del hombre”.)

Para quien cree que la vida es un sueño, es igual que suponga que no existe nada más allá de éste, o que relacione sus representaciones a cosas reales: la vida misma ha de perder para él todo interés científico. Pero mientras que toda ciencia es un absurdo para el que cree que todo lo accesible se desvanece en ensueño, para aquél otro que se siente con derecho a sacar conclusiones de las cosas a partir de las representaciones, la ciencia consistirá en la investigación de esas “cosas en sí”.

La primera concepción del mundo puede denominarse ilusionismo absoluto, a la segunda la llama Eduard von Hartmann, su representante más consecuente, realismo trascendental.1

Estas dos concepciones tienen en común con el realismo ingenuo, que ambas buscan apoyo en el mundo por medio de la investigación de las percepciones. Pero en esta esfera no pueden encontrar ningún punto firme.

Una de las cuestiones principales para el realismo trascendental tendría que ser: ¿Cómo forma el Yo, por sí mismo, el mundo de sus representaciones? Un mundo de representaciones que desaparece tan pronto como apartamos nuestros sentidos del mundo exterior puede suscitar un verdadero deseo de conocimiento, en cuanto constituye un medio para investigar indirectamente el mundo de la existencia del Yo-en-sí. Si las cosas de nuestra experiencia fueran representaciones, nuestra vida cotidiana sería parecida a un ensueño, y el conocimiento del verdadero estado de las cosas, un despertar. Las imágenes de nuestros sueños nos interesan mientras estamos soñando y por lo tanto no somos conscientes de su naturaleza onírica. En el momento en que nos despertamos ya no nos preguntamos por el nexo de las imágenes oníricas, sino por los procesos físicos, fisiológicos y psicológicos en que se basan. Por ello, el filósofo que considera el mundo su representación, tampoco puede interesarse por la relación interna de los componentes. Si llega a admitir la existencia de un Yo, ya no preguntará cómo se relacionan sus representaciones entre sí, sino qué es lo que sucede en el alma independientemente de él, mientras su conciencia desarrolla determinadas representaciones. Cuando yo sueño que estoy bebiendo vino que me produce un ardor en la garganta, y me despierto con un acceso de tos (véase Weigandt “El origen de los sueños” 1893), en el momento del despertar. El proceso del sueño deja de tener interés para mí. Dirijo mi atención solamente a los procesos fisiológicos y psicológicos, por los cuales el acceso de tos se ha expresado simbólicamente mediante la imagen del sueño. De la misma manera, el filósofo tan pronto como esté convencido del carácter de representación del mundo, tiene inmediatamente que saltar de este mundo a la realidad del alma que se halla detrás de éste. La cosa es peor, si el ilusionismo niega totalmente la existencia del Yo en sí tras las representaciones, o lo considera, al menos, imposible de conocer. A semejante opinión se le puede hacer fácilmente la observación de que, frente al ensueño existe el estado de vigilia que nos permite analizar los sueños y relacionarlos con las condiciones reales; pero que no tenemos ningún estado que guarde una relación parecida con el estado consciente de vigilia. Quien mantiene esta opinión, no se da cuenta que existe algo que está en relación con la mera percepción, de igual manera que la experiencia en el estado de vigilia, con los sueños. Ese algo es el pensar.

Al hombre ingenuo no se le puede achacar la falta de comprensión aquí mencionada. El se vuelca en la vida y toma por reales las cosas, tal como se le presentan a su experiencia. Sin embargo, el primer paso a dar más allá de este punto de vista, ha de consistir en preguntar: ¿Cómo se relaciona el pensar con la percepción? Da igual que la percepción, tal como me es dada, subsista o no, antes y después de representármela: si quiero afirmar algo sobre ella, sólo puedo hacerlo mediante el pensar. Si yo digo que el mundo es mi representación, expreso el resultado de un proceso pensante; y si mi pensar es aplicable al mundo, este resultado es erróneo. Entre la percepción y cualquier tipo de afirmación sobre ella, interviene el pensar.

La razón por la cual, generalmente, pasa desapercibida mientras examinamos las cosas. Ya lo hemos expuesto (véase cap.V). Se debe al hecho de que dirigimos nuestra atención hacia el objeto de nuestro pensar, pero no, al mismo tiempo, hacia el pensar mismo. Por esta razón, la conciencia ingenua considera el pensar como algo que no tiene nada que ver con las cosas, que se mantiene apartado de ellas, y que contempla el mundo. La imagen que el pensador concibe de los fenómenos del mundo, no se toma como algo que pertenece a las cosas, sino como algo existente solamente en el intelecto del hombre; el mundo está completo sin esta imagen. El mundo está totalmente terminado, con todas sus sustancias y fuerzas; y de este mundo ya completo se forma el hombre una imagen. A los que piensan así hay que preguntarles: ¿Con qué derecho declaráis completo el mundo, excluyendo el pensar? ¿No produce el mundo el pensar en la mente del hombre, con la misma necesidad con la que produce la floración de una planta? Plantad una semilla en la tierra: echará raíces y formará el tallo; le saldrán hojas y flores. Observad la planta frente a vosotros. Se une en vuestra alma con un concepto determinado. ¿Por qué pertenece este concepto menos a la planta entera que la hoja y la flor? Vosotros decís: las hojas y las flores existen sin un sujeto que las perciba; el concepto sólo aparece cuando el hombre se sitúa frente a la planta. Ciertamente; pero las flores y las hojas sólo crecen en la planta, si hay tierra en que se pueda plantar la semilla, si hay luz y aire que les permitan desarrollarse. Del mismo modo se forma el concepto de la planta, cuando se une a ella una conciencia pensante.

Es totalmente arbitrario considerar como una totalidad, como un todo, la suma de lo que experimentamos de una cosa por medio de la mera percepción, y considerar como algo añadido, sin relación alguna con esa misma cosa, aquello que resulta de la contemplación pensante. Si hoy tengo en la mano el capullo de una rosa, la imagen que se ofrece a mi percepción sólo puedo considerarla momentáneamente como algo terminado. Si lo pongo en agua, mañana veré un aspecto bien distinto de este objeto. Si no aparto mi vista del capullo veré transformarse el estado de hoy, a través de innumerables estados intermedios en el de mañana. La imagen que se me presenta en un instante determinado es sólo un estado momentáneo de un objeto que se halla en una continua transformación. Si no pongo el capullo en agua, no desarrolla entonces una serie de estados posibles que tiene en potencia. Por lo tanto, mañana me sería imposible seguir la observación del florecimiento y obtendría por ello una imagen incompleta.

Es una opinión parcial y sujeta a un aspecto casual, si de una imagen de un momento dado, se afirma: esta es la cosa.

Quisiera aclararlo más con un ejemplo. Si lanzo una piedra por el aire en dirección horizontal, la veo sucesivamente en distintos puntos de su trayectoria. Uno estos puntos con una línea. A través de la matemática conozco las diferentes formas de líneas, incluida la parábola como la línea que se forma cuando un punto se mueve de determinada manera. Si examino las condiciones del movimiento de la piedra lanzada, descubro que la línea de su movimiento es idéntica con la de la parábola. Que la piedra se mueva precisamente en parábola, es el resultado de las condiciones dadas, a las cuales obedece necesariamente. La forma de la parábola pertenece a todo el fenómeno, lo mismo que las demás características del mismo. Al espíritu arriba mencionado, que no necesitaría añadir el pensamiento, se le presentaría, no solamente una suma de percepciones visuales en distintos puntos, sino también la forma parabólica de la trayectoria, no separada del fenómeno, lo cual sólo lo incluimos en el fenómeno mediante el pensar.

No depende de los objetos el que se nos aparezcan en primer lugar sin los conceptos correspondientes, sino que se debe a nuestra organización espiritual. La totalidad de nuestra naturaleza funciona de tal manera que para cada cosa de la realidad los elementos correspondientes le llegan de dos lados: del percibir y del pensar.

No tiene nada que ver con la naturaleza de las cosas, cómo estoy yo organizado para comprenderlas. La división entre percepción y pensar aparece en el instante en que yo, el observador, me sitúo frente a las cosas. Cuáles son los elementos inherentes a una cosa y cuáles no, no puede, en absoluto, depender de cómo yo llego a conocerlos.

El hombre es un ser limitado. En primer lugar, es un ser entre otros seres. Su ser pertenece al espacio y al tiempo. Por ello también sólo le puede ser dada una parte limitada del universo entero, en un momento determinado. Sin embargo, esta parte está unida en todas direcciones con otras partes, tanto en el tiempo como en el espacio. Si nuestra existencia estuviera unida con las cosas de tal manera que todo acontecer del mundo fuese a la vez nuestro acontecer, no existirían cosas diferenciadas. Todo acontecer se sucedería en constante continuidad. El cosmos sería una unidad y un todo encerrado en sí mismo. La corriente del acontecer no tendría interrupción. Debido a nuestra limitación nos parece unidad lo que en verdad no lo es. En ninguna parte, por ejemplo, existe la cualidad de rojo aislada. Está rodeada de otras cualidades, a las cuales pertenece y sin las cuales no podría existir. A nosotros, sin embargo nos resulta necesario aislar ciertos sectores del mundo y considerarlos separadamente. Nuestro ojo sólo puede captar colores distintos secuencialmente de entre un todo multicolor, lo mismo que nuestra mente sólo puede captar conceptos aislados de un sistema conceptual bien cohesionado. Esta separación es un acto subjetivo, condicionado por el hecho de que nosotros no somos idénticos al proceso universal, sino un ser entre otros seres.

Ahora tratemos de definir la posición de nuestro propio ser frente a los demás seres. Esta definición debe distinguirse de la mera adquisición de conciencia de nuestro propio Yo. Esto último se apoya en la percepción, lo mismo que la toma de conciencia de cualquier otra cosa. La percepción de mí mismo me muestra un conjunto de particularidades que yo reúno en el todo de mi personalidad, lo mismo que las características de amarillo, brillo metálico, dureza, etc., resumo en el concepto “oro”. La autopercepción no me lleva más allá de la esfera de lo que me pertenece. Este autopercibirse hay que distinguirlo de la autodefinición por medio del pensar, lo percibido en mi propio ser. La percepción de mí mismo me confina dentro de determinados límites; pero mi pensar no tiene nada que ver con estos límites. En este sentido soy una dualidad. Estoy confinado en la esfera que percibo como la de mi personalidad, pero soy portador de una actividad que, desde una esfera más elevada, determina mi existencia limitada. Nuestro pensar no es individual como nuestras sensaciones y sentimientos. Es universal. Tiene un sello individual en cada hombre, sólo por el hecho de que está relacionado con su sentimiento y sensación individual. Debido a esta coloración particular del pensamiento universal, se distinguen entre sí los hombres como individuos. Un triángulo tiene sólo un concepto. Para el contenido de este concepto es indiferente que quien lo capte sea el portador A o el B, de la conciencia humana. Sin embargo, cada uno de ellos lo captará de manera individual.

A este pensar se le opone un prejuicio humano difícil de superar. Este prejuicio impide comprender que el concepto del triángulo que capta mi mente es el mismo que capta la mente del que está a mi lado. El hombre ingenuo se imagina que es él mismo quien forma sus conceptos. Cree, por tanto, que cada uno tiene sus propio conceptos. Es una exigencia fundamental que el pensar filosófico supere este prejuicio. La unicidad del concepto de triángulo no se convierte en multiplicidad porque muchos lo piensen. Pues el pensar de muchos es en sí una unidad.

En el pensar nos es dado el elemento que une en un todo nuestra personalidad individual con el cosmos. En cuanto tenemos sensaciones y sentimos o incluso percibimos, somos seres individuales; en cuanto pensamos, somos el ser universal que todo lo penetra. Esto es la causa profunda de nuestra naturaleza dual. Vemos surgir en nosotros una fuerza absoluta en devenir, una fuerza universal, pero no la reconocemos como procedente del centro del mundo. Como nos encontramos en un punto de la periferia. Si conociéramos su procedencia se nos revelaría, en el instante en que despertamos a la conciencia, todo el enigma del mundo. Como nos encontramos en un punto de la periferia, y encontramos nuestra propia existencia sujeta a límites específicos, tenemos que aprender a conocer la esfera que se halla fuera de nuestro propio ser por medio del pensar que, desde el universo, penetra en nosotros.

Por el hecho de que el pensar va más allá de nuestro ser individual y se relaciona con el universo, surge en nosotros el impulso del conocimiento. Los seres carentes de pensamiento no tienen este impulso. No les surgen preguntas cuando se encuentran frente a las cosas.

Para ellos las cosas permanecen como algo exterior. En los seres pensantes surge, frente a la cosa exterior, el concepto. El concepto es lo que recibimos de la cosa, no desde afuera, sino desde dentro. El equilibrio, la unión de ambos elementos, el interior y el exterior, es lo que aporta el conocimiento.

La percepción, por lo tanto, no es algo completo, concluido, sino uno de los elementos de la realidad total. El otro es el concepto. El acto de cognición es la síntesis de percepción y concepto. Solamente la percepción y el concepto de una cosa la hacen un todo.

Las consideraciones precedentes prueban que es absurdo buscar en los seres individuales del mundo otro contenido común que el contenido ideal, que nos ofrece el pensar. Todo intento de encontrar otra unidad del mundo que no sea este contenido ideal, que nos ofrece el pensar. Todo intento de encontrar otra unidad del mundo que no sea este contenido ideal, coherente en sí mismo, que se adquiere por la observación pensante de nuestras percepciones, tiene que fracasar.

Ni un Dios humano-personal, ni la fuerza o la materia, ni la voluntad sin idea (Schopenhauer), pueden ser válidos como unidad universal del mundo. Estas entidades pertenecen a una esfera limitada de nuestra observación. La personalidad humana limitada, la percibimos sólo en nosotros mismos, la fuerza y la materia, en las cosas externas. En cuanto a la voluntad, sólo es válida como expresión de nuestra actividad personal limitada. Schopenhauer quiere evitar hacer del pensar “abstracto” el portador de la unidad del mundo, y busca en vez de ésto algo que se le ofrezca directamente como realidad. Este filósofo piensa que jamás comprenderemos el mundo, si lo consideramos como un mundo exterior.

“De hecho, el significado buscado del mundo que se me presenta meramente como mi representación o el paso de este mundo, como mera representación del sujeto cognoscente a aquél que también podría ser, nunca podría encontrarse, si el investigador mismo no fuera más que el puro sujeto cognoscente (cabeza alada de ángel sin cuerpo). Pero él mismo está arraigado en ese mundo, se encuentra allí como individuo; es decir, que su cognición, —que en tanto que representación es portadora condicionante del mundo entero — es sin embargo transmitida totalmente mediante un cuerpo, cuyas afecciones, como hemos mostrado son el punto de partida para la concepción de ese mundo. Este cuerpo es, para el puro conocimiento del sujeto como tal, una representación como cualquier otra, un objeto entre objetos: los movimientos, sus acciones, no le son conocidos sino como los cambios de todos los demás objetos perceptibles, y le resultarían igualmente extraños e incomprensibles, si el significado de los mismos no se le descifrara de una manera totalmente distinta... Para el sujeto del conocimiento, que por su identidad con el cuerpo aparece como individuo, le es dado este cuerpo de dos maneras totalmente distintas: por una parte como representación para una contemplación inteligente, como objeto entre objetos, y sujeta a sus leyes; pero a la vez, de una manera completamente distinta, a saber como aquello que a todos es conocido de forma directa, y que se designa con la palabra voluntad. Todo acto verdadero de su voluntad es inmediata e infaliblemente también un movimiento de su cuerpo: el acto no lo puede querer, sin percibir, a la vez, que aparece como movimiento del cuerpo. El acto volitivo y la acción del cuerpo no son dos estados objetivos distintos, que el lazo de la causalidad une; no guardan relación de causa y efecto, sino que son uno y el mismo, pero dados de dos maneras totalmente diferentes: una vez de modo inmediato, y otra en contemplación para el intelecto.

Con esta exposición, Schopenhauer se considera con derecho a encontrar en el cuerpo del hombre la “objetividad” de la voluntad. Piensa que en las acciones del cuerpo se siente directamente una realidad, la cosa en sí, en concreto. Contra estas consideraciones hay que objetar que las acciones de nuestro cuerpo sólo llegan a nuestra conciencia por la autopercepción, y que como tales, no son superiores a otras percepciones. Si queremos conocer su naturaleza, sólo podemos alcanzarlos por la contemplación pensante, es decir, incorporándolas al sistema de nuestros conceptos e ideas.

La opinión más arraigada en lo más hondo de la conciencia ingenua de la humanidad es que el pensar es abstracto, sin ningún contenido concreto. Que a lo sumo puede proporcionarnos una imagen “ideal” del mundo como unidad, pero no ésta misma. Quien juzga así nunca ha llegado a comprender lo que es la percepción sin el concepto. Veamos lo que es este mundo de la percepción: aparece como una mera yuxtaposición en el espacio y en el tiempo, un agregado de detalles inconexos. Nada de lo que aparece y desaparece en el campo de nuestra percepción tiene que ver de manera inmediata con algo de lo que se percibe. El mundo es una diversidad de objetos de valor indistinto. Ninguno tiene un papel más importante que el otro en la esfera del mundo. Si queremos saber que este hecho o aquél es más importante que otro, tenemos que recurrir a nuestro pensar. Sin la función del pensar aparecen de igual valor el órgano rudimentario de un animal, sin importancia para su vida, y su miembro corporal más importante. La importancia de hechos aislados de por sí y para el resto del mundo, sólo se pone de manifiesto cuando el pensar tiende sus hilos de ser a ser. Esta actividad del pensar está llena de contenido, pues sólo por medio de un contenido bien definido y concreto puedo saber por qué la organización del caracol se halla en un nivel inferior a la del león. El mero aspecto, la percepción, no me da el contenido que podría mostrarme la perfección de la organización.

El pensar contrapone este contenido a la percepción, a partir del mundo de los conceptos y de las ideas del hombre. En contraste al contenido de la percepción, que nos es dado desde afuera, el contenido de los pensamientos aparece en el interior. La forma en que aparece en primer lugar, la llamaremos intuición. Esta es para el pensar lo que la observación es para la percepción. La intuición y la observación son las fuentes de nuestro conocimiento. Nos mantenemos ajenos a una cosa del mundo observada, en tanto en nuestro interior no tengamos la intuición correspondiente que completa la parte de la realidad que le falta a la percepción. A quien no sea capaz de encontrar las intuiciones correspondientes a las cosas, le es inaccesible la realidad completa. Así como el daltónico sólo percibe diferentes grados de claridad, sin las cualidades del colorido, así el carente de intuición sólo puede observar fragmentos incoherentes de percepción.

Explicar una cosa, hacerla comprensible, no significa sino restablecer la relación que ha quedado rota debido al carácter de nuestra organización antes descrito. No existe cosa alguna separada de la totalidad del mundo. Toda separación sólo tiene mera validez subjetiva para nuestra organización. Para nosotros el mundo entero se divide en arriba y abajo, antes y después, causa y efecto, objeto y representación, materia y energía, objeto y sujeto, etc. Lo que a nuestra observación se presenta como separatividad, se une a través del mundo coherente y armonioso de nuestras intuiciones poco a poco; y nosotros con el pensar volvemos a aunar lo que separamos por la percepción.

Lo enigmático de un objeto reside en su separatividad. Esta, sin embargo, la producimos nosotros y puede, dentro del mundo de los conceptos, volver a superarse.

Aparte del pensar y del percibir nada nos es dado directamente. Ahora surge la pregunta: ¿Cómo se corresponde lo expuesto con el significado de la percepción? Hemos visto que la prueba que el idealismo crítico aduce en cuanto a la naturaleza subjetiva de las percepciones, cae por sí mismo; pero la comprensión de lo erróneo de la prueba aún no demuestra que la cosa en sí esté basada en un error. El idealismo crítico no parte en sus demostraciones de la naturaleza absoluta del pensar, sino que se apoya en que el realismo ingenuo, seguido consecuentemente, se anula a sí mismo. ¿Cómo se presenta la cuestión, si se reconoce la naturaleza absoluta del pensar?.

Supongamos que aparece una determinada percepción en mi conciencia, por ejemplo, el rojo. Esta percepción muestra, si se continúa la observación, que está relacionada con otras percepciones, por ejemplo, con una determinada figura, o con ciertas sensaciones de temperatura y de tacto. Esta combinación la llamo un objeto del mundo de los sentidos. Ahora puedo preguntarme: ¿Qué otras cosas hay, aparte de la mencionada, en ese sector del espacio en que aparecen dichas percepciones? Descubriré en ese espacio, sucesos mecánicos, procesos químicos y otros. Sigo adelante y examino los procesos que encuentro en el espacio entre el objeto y mis órganos sensorios. Puedo encontrar movimientos dentro de un medio elástico que, por su naturaleza, no tienen nada en común con las primeras percepciones. Obtengo el mismo resultado si examino también la transmisión de los órganos sensorios al cerebro. Cada una de estas esferas me ofrece nuevas percepciones; pero el hilo de enlace que entreteje todas estas percepciones en el espacio y en el tiempo es el pensar. Las vibraciones del aire que transmiten el sonido son para mí tan percepciones como el sonido mismo. Sólo el pensar une entre sí todas esas percepciones y las muestra en sus relaciones recíprocas. No podemos decir que, fuera de lo percibido directamente, haya algo más que aquello que se conoce por medio de las relaciones ideales de las percepciones y que se revelan en el pensamiento. La relación que trasciende lo meramente percibido, los objetos y el sujeto de la percepción, es puramente ideal, es decir, algo que sólo es expresable por medio de conceptos. Únicamente en el caso que yo pudiera percibir cómo afecta el objeto de la percepción al sujeto, o inversamente, si pudiera observar cómo el sujeto forma la imagen de la percepción, sería posible hablar como lo hacen la fisiología moderna y el idealismo crítico que en ella se basa. Esta opinión confunde una relación ideal (entre el objeto y el sujeto) con un proceso del que sólo podría hablarse si fuera perceptible. La frase: “no hay color sin el ojo que lo percibe” no puede significar que el ojo produzca el color, sino únicamente que existe una relación ideal, cognoscible por el pensar, entre la percepción color y la percepción ojo. La ciencia tendría que probar cómo se relacionan las propiedades del ojo y las de los colores; cómo transmite el órgano visual la percepción sigue a otra, cómo se relacionan entre ellas en el espacio; y luego expresarlo conceptualmente; pero no puedo percibir cómo la percepción surge de lo imperceptible. Todo esfuerzo por descubrir relaciones entre las percepciones, aparte de las del pensar, ha de fracasar necesariamente.

¿Qué es entonces la percepción? Esta pregunta hecha en sentido general es absurda. La percepción siempre aparece en forma bien definida, con un contenido concreto. Este contenido viene dado de manera inmediata y termina en lo dado. Uno sólo se puede preguntar en relación con lo dado qué es, fuera de la percepción, esto es: qué es para el pensar. La pregunta sobre el “qué” de una percepción sólo puede relacionarse con la intuición conceptual correspondiente. Desde este punto de vista no se puede plantear la cuestión de la subjetividad de la percepción en sentido del idealismo crítico. Sólo puede señalarse como subjetivo lo que es percibido y perteneciente al sujeto. La formación del lazo entre lo subjetivo y lo objetivo, no tiene lugar por un proceso real en sentido ingenuo, esto es, por un acontecer perceptible, sino sólo por el pensar. Por lo tanto, para nosotros es objetivo lo que para la percepción aparece fuera del sujeto de la percepción. La percepción del mismo me sigue siendo perceptible cuando la mesa que ahora está ante mis ojos desaparece de la esfera de mi observación. Y la percepción de la mesa ha causado en mí una transformación que también permanece. Retengo en mí la capacidad para volver a producir la imagen de la mesa. Esta facultad de reproducir una imagen queda unida a mí. La psicología llama a esta imagen memoria visual, y es lo único que puede con razón llamarse representación de la mesa. Corresponde a la transformación perceptible de mi propio estado, a causa de la presencia de la mesa dentro de mi campo visual. Y además no significa la transformación de algún “Yo en sí”, más allá del sujeto de la percepción, sino la transformación del sujeto perceptivo mismo. La representación es, por lo tanto, una percepción subjetiva en contraste con la percepción objetiva ante la presencia del objeto en el campo de la percepción. La confusión entre aquella percepción subjetiva y ésta objetiva conduce al malentendido del idealismo: el mundo es mi representación.

Ahora se tratará, en primer lugar, de definir más concretamente el concepto de representación. Lo que hasta ahora se ha expuesto sobre ella no es el concepto en sí, sino que señala el camino por el que buscarla dentro del campo de la percepción. El concepto exacto de la representación nos hará posible obtener una explicación satisfactoria en cuanto a la relación entre representación y objeto. Esto nos llevará más allá de la relación entre el sujeto humano y el objeto del mundo, y nos hace descender desde el campo del conocimiento puramente conceptual, hacia la vida individual concreta. Una vez que comprendamos el mundo, no será fácil actuar de acuerdo con él. Sólo podemos actuar con todas nuestras fuerzas, si conocemos el objeto del mundo al que hemos de dedicar nuestra actividad.

Suplemento a la nueva edición (1918)

La concepción del mundo que he descrito aquí puede considerarse como algo a lo que el hombre se ve conducido en primer lugar de un modo natural, cuando comienza a reflexionar sobre su relación con el mundo. Se encuentra entonces cogido en un sistema de pensamiento que se le disuelve según lo construye. Esta estructura es tal, que no basta la mera refutación teórica. Uno tiene que vivirla para que por la comprensión de la aberración a la que conduce, encuentre la solución. Debe estar presente en cualquier discusión sobre la relación del hombre con el mundo, no porque se quiera refutar a quienes uno considera que tienen una opinión errónea sobre dicha relación, sino porque hay que saber a qué confusión puede llevar toda reflexión seria sobre ella. Uno tiene que llegar a tal comprensión, que le capacite a uno mismo a refutar la primera reflexión. Los argumentos expuestos anteriormente parten de este punto de vista.

Quien desee formarse un concepto de la relación del hombre con el mundo, debe ser consciente de que él mismo establece al menos una parte de esta relación, por el hecho de que se hace representaciones de las cosas y de los sucesos del mundo. Debido a esto, aparta su vista de lo que existe fuera en el mundo, y la dirige hacia su mundo interior, a su vida de representaciones. Empieza a decirse: no puedo establecer relación con ningún objeto ni con ningún suceso, si no surge en mí una representación. Del reconocimiento de este hecho, hay sólo un paso para llegar a la opinión: sólo vivencio mis representaciones; el mundo exterior sólo lo conozco en cuanto que existe como representación en mí. Con esta opinión se abandona el punto de vista ingenuo, que el hombre adopta en cuanto a su relación con el mundo antes de toda reflexión. Desde ese punto de vista, él piensa que lo que tiene ante sí son cosas reales. La reflexión sobre sí mismo, sin embargo, le aparta de este punto de vista. Esta reflexión no le permite al hombre mirar la realidad, tal como hace la conciencia ingenua. Sólo le permite dirigir la mirada hacia sus representaciones; y éstas se interponen entre el propio Yo y un mundo al que el punto de vista ingenuo considera como real. El hombre ya no mira esa realidad a través de las representaciones interpuestas. Tiene que reconocer que es ciego ante esa realidad. De ahí nace el pensamiento de la “cosa en sí”, inalcanzable para el conocimiento.

Mientras nos ciñamos a considerar la relación con el mundo en la que parece entrar el hombre a través de su vida de representaciones, no podremos dejar esta forma de pensar. Por otra parte, tampoco podemos quedarnos en el punto de vista ingenuo, si no queremos cerrarnos artificialmente al impulso de conocer. El hecho de que existe esta necesidad de conocer la relación entre el hombre y el mundo, muestra que hay que abandonar el punto de vista ingenuo. Si este punto de vista nos ofreciese algo que pudiéramos reconocer como verdad, no sentiríamos esta necesidad.

Pero no se llega a nada que pueda considerarse como verdad, abandonando simplemente el punto de vista ingenuo, pues — sin advertirlo — se mantiene el modo de pensar que conlleva. Uno cae en ese error, si se dice: sólo vivencio mis representaciones, y mientras creo que estoy en contacto con la realidad; por lo tanto, he de suponer que solamente fuera de mi conciencia se hallan realidades verdaderas, “cosas en sí”, de las que directamente no sé nada, que me llegan de alguna manera, y me influyen de tal modo, que el mundo de las representaciones surge en mí. El que así piensa, añade al mundo que tiene ante sí, otro de pensamientos. Pero en relación a éste, tendría en realidad que volver a empezar su actividad mental desde el principio. Pues la desconocida “cosa en sí”, en relación con la propia naturaleza del hombre, se concibe de la misma manera que la ya conocida del punto de vista del realismo ingenuo.

Sólo se puede evitar la confusión a la que lleva la reflexión crítica sobre este punto de vista, si se advierte que dentro de todo lo que uno puede vivenciar en el propio interior, o percibir fuera en el mundo, existe algo que no puede estar sujeto a la fatalidad de que entre el suceso y el hombre que lo observa, se interponga la representación. Y esto es el pensar. En cuanto al pensar, el hombre puede realmente mantener el punto de vista realista-ingenuo. Si no lo hace, únicamente será porque se da cuenta de que tiene que abandonar ese punto de vista por otro, pero sin notar que la comprensión así alcanzada no es adecuada al pensar. Cuando se da cuenta de esto, se le abre el acceso a la comprensión de que en el pensar y a través del pensar, hay que reconocer aquello para lo que parece estar ciego al tener que interponer las representaciones entre el mundo y sí mismo.

Al autor de este libro le ha reprochado alguien a quien tiene en gran estima, que lo expuesto sobre el pensar queda dentro del realismo ingenuo, como efectivamente sería si se considera idénticos el mundo real y el representado. Sin embargo, el autor cree haber demostrado en estas consideraciones, que la validez de este “realismo ingenuo” para el pensar resulta necesariamente de una observación libre de prejuicio sobre el mismo; y que en cuanto a lo que no es válido para el realismo ingenuo, la comprensión de la verdadera naturaleza del pensar puede superarlo.





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