La principal dificultad que encuentran los filósofos para explicar lo
que son las representaciones, se basa en que nosotros mismos no somos
las cosas externas, pero, que, a pesar de ello, nuestras
representaciones tienen que tener una forma que corresponda a las
cosas. Sin embargo, si lo examinamos mejor resulta que tal dificultad
no existe en absoluto. Es evidente que nosotros no somos las cosas
externas, pero sí pertenecemos, junto con ellas, al mismo mundo. El
sector del mundo que yo percibo como mi sujeto está permeado por la
corriente de todo el acontecer universal. Para mi percepción me
encuentro, en primer lugar, encerrado dentro de los límites de mi
epidermis. Pero lo que se halla dentro de ésta, pertenece al cosmos
como un todo. De ahí, que para que exista una relación entre el
organismo y el objeto externo a mí, no es necesario en absoluto que
algo del objeto penetre en mí, o que impresione mi mente, como un
sello la cera. La pregunta de ¿cómo adquiero conocimiento del árbol
que está a diez pasos de mí? está mal formulada. Surge de la creencia
de que la periferia de mi cuerpo es una barrera divisoria absoluta, a
través de la cual se introduce en mí la información de las cosas. Las
fuerzas que actúan dentro de mi piel son las mismas que las que
existen en el exterior. En este sentido, realmente yo mismo soy las
cosas; naturalmente, no yo, en cuanto que soy mi propio sujeto de
percepción, sino yo, en cuanto que soy una parte dentro del acontecer
total del mundo. La percepción del árbol pertenece a esta totalidad
junto con mi Yo. Este proceso universal produce tanto la percepción
del árbol allí, como la percepción de mi Yo aquí. Si no fuera yo el
que conoce el mundo, sino el creador del mundo, el objeto y el sujeto
(percepción y Yo) se producirían en un solo acto. Pues el uno implica
el otro. Sólo a través del pensar puedo, como conocedor del mundo,
descubrir lo que estas entidades tienen en común y que forman un
conjunto, pues los conceptos las relacionan entre sí.
Lo más difícil de refutar en este campo son las llamadas pruebas
fisiológicas de la subjetividad de nuestras percepciones. Si ejerzo
una presión en mi piel, la experimento como sensación de presión. Esta
misma presión la sentiré como luz con el ojo; como sonido en el oído.
Una descarga eléctrica la percibo como luz con el ojo; como sonido con
el oído; como golpe por los nervios cutáneos; como olor a fósforo con
el olfato. ¿Qué se deduce de este hecho? Sólo que recibo una descarga
eléctrica (o una presión) seguidas de una impresión luminosa, o un
sonido, o quizá cierto olor, etc. Si no tuviera ojos, la percepción de
la vibración mecánica no iría acompañada de la percepción luminosa;
sin el órgano auditivo, no habría percepción acústica, etc. ¿Con qué
derecho puede decirse que sin órganos de percepción no existiría todo
ese proceso? Quien del hecho de que el proceso eléctrico produce en el
ojo la sensación de luz, deduce que lo que experimentamos como luz no
es más que un movimiento mecánico fuera de nuestro organismo, olvida
que él sólo pasa de una percepción a otra, pero en absoluto a algo más
allá de la percepción. Lo mismo que se puede decir que el ojo percibe
un movimiento de su entorno como luz, también se puede afirmar que el
cambio sistemático de un objeto lo percibimos como movimiento. Si
dibujo un caballo doce veces en un disco giratorio, exactamente en las
posiciones sucesivas que va tomando su cuerpo en movimiento, puedo
producir, mediante la rotación del disco, la impresión del galopar.
Sólo tengo que mirar por un orificio de manera que vaya percibiendo,
una tras otra, las sucesivas posiciones del caballo. No veo entonces
doce figuras del caballo, sino la imagen de un caballo al galope.
Este hecho fisiológico que hemos mencionado no puede aclarar en
absoluto la relación entre la percepción y la representación. Tenemos
que buscarla por otros medios.
En el momento en que aparece una percepción en mi campo de
observación, también mi pensar entra en actividad. Un elemento de mi
sistema de pensamiento, una intuición específica, un concepto, se une
a la percepción. Pero cuando la percepción desaparece de mi campo
visual, ¿qué me queda? : mi intuición unida a la percepción específica
que se ha formado en el momento de la percepción. La viveza con la que
más tarde pueda volver a representarme esa relación, depende del
funcionamiento de mi organismo mental y corporal. La
representación no es otra cosa que una intuición relacionada a
una determinada percepción; un concepto que en su momento estuvo
vinculado a una percepción y cuya relación con dicha percepción ha
conservado. Mi concepto de león no se ha formado por mis percepciones
de leones; pero mi representación del león sí se ha formado por la
percepción. Puedo hacer captar el concepto de león a una persona que
jamás ha visto uno; pero no me es posible darle una representación
viva sin su propia percepción.
La representación es, por lo tanto, un concepto
individualizado, y ahora nos resulta comprensible el poder
representarnos los objetos de la realidad por medio de la
representación. La plena realidad de un objeto nos es dada en el
instante de la observación por la unión del concepto y la percepción.
El concepto adquiere por la percepción una configuración individual,
un vínculo con esa percepción específica. En esta forma individual que
lleva en sí como característica la referencia con la percepción, el
concepto sigue viviendo con nosotros y formando la representación del
objeto en cuestión. Cuando encontramos otro objeto con el cual se
vincula el mismo concepto, lo reconocemos como perteneciente a la
misma especie que el primero; si vuelve a presentársenos el mismo
objeto, encontramos en nuestro sistema conceptual, no solamente el
concepto correspondiente, sino el concepto individualizado con la
referencia específica a ese objeto particular, que reconocemos de
nuevo.
La representación se sitúa por tanto entre la percepción y el
concepto. Es el concepto específico el que hace referencia a la
percepción.
La suma de todo aquello sobre lo que puedo formarme representaciones,
puedo llamarlo mi experiencia. El hombre tendrá una experiencia tanto
más rica, cuanto mayor número de conceptos individualizados posea. Al
hombre a quien le falte la capacidad de intuición no será capaz de
adquirir experiencia. Vuelve a perder los objetos de su esfera visual,
porque le faltan los conceptos que debería vincular a ellos. Una
persona con una capacidad de pensar bien desarrollada, pero con una
percepción mala debido a órganos sensorios deficientes, tampoco podrá
adquirir experiencia. Podrá formarse conceptos de alguna manera, pero
a sus intuiciones les faltará el vínculo vivo con los objetos
específicos. Tanto el viajero inconsciente como el erudito metido en
un sistema de conceptos abstractos, son igualmente incapaces de
adquirir una experiencia rica.
Como percepción y concepto se nos presenta la realidad, como
representación, la imagen subjetiva de esta realidad.
Si nuestra personalidad se expresara solamente a través de la
cognición, la suma de todo lo objetivo vendría dada por la percepción,
el concepto y la representación.
Pero nosotros no nos contentamos con relacionar la percepción con el
concepto mediante el pensar, sino que la vinculamos también con
nuestra subjetividad específica, con nuestro Yo individual. La
expresión de esta vinculación individual es el sentimiento, que se
manifiesta como placer o displacer.
El pensar y el sentir corresponden a la dualidad de
nuestro ser, a la que ya nos hemos referido. El pensar es el
elemento por el cual participamos del proceso cósmico universal; por
el sentir podemos recogernos dentro de la intimidad de nuestro
ser.
Nuestro pensar nos une con el mundo; nuestro sentir nos vuelve sobre
nosotros mismos, nos convierte en individuos. Si fuésemos solamente
seres pensantes y perceptivos, toda nuestra vida tendría que
transcurrir en uniformidad indiferente. Si únicamente pudiésemos
reconocernos a nosotros mismos, nuestro propio ser nos sería
totalmente indiferente. Sólo por el hecho de que con el
autoconocimiento experimentamos el sentimiento de nosotros mismos, y
con la percepción de las cosas placer y dolor, vivimos como seres
individuales, cuya existencia no se limita a la relación conceptual
entre nosotros y el resto del mundo, sino que además tienen un valor
por sí mismos.
Se podría estar tentado a ver en la vida del sentimiento un elemento
más saturado de realidad y más rico que el de la contemplación del
mundo por medio del pensar. A esto hay que responder que la vida del
sentimiento sólo tiene un significado más rico para mí como individuo.
Para el mundo todo, mi vida de sentimientos sólo puede adquirir valor,
si el sentir, como percepción de mí mismo, se une a un concepto, y de
esta manera se incorpora al cosmos.
Nuestra vida es una oscilación constante entre nuestra participación
en los acontecimientos del mundo y nuestro ser individual. Cuanto más
ascendamos hacia la naturaleza universal del pensar, donde al fin lo
individual solamente nos interesa como ejemplo o forma específica del
concepto, tanto más se pierde en nosotros el carácter del ser
individual, de la sola personalidad específica. Cuanto más descendamos
hacia la profundidad de nuestra vida propia, y dejemos que nuestros
sentimientos vibren con las experiencias del mundo externo, tanto más
nos separamos de la existencia universal. Será una verdadera
individualidad quien llegue con sus sentimientos lo más alto posible a
la región de lo ideal, hay hombres en los que incluso las ideas más
generales que entran en sus cabezas, llevan esa coloración especial
que muestra inequívocamente la vinculación de esas ideas con su autor.
Existen otros, cuyos conceptos se nos presentan sin rasgo de
personalismo alguno, como si no vinieran de un hombre de carne y
hueso.
La representación ya aporta a nuestra vida conceptual un sello
individual. Ciertamente cada uno observa el mundo desde su propio
punto de vista. A sus percepciones se le unen sus conceptos. Pensará
los conceptos generales a su manera. Esta determinación específica es
el resultado de nuestra posición en el mundo, de la esfera de
percepción relacionada con el lugar en que vivimos.
Frente a esta determinación existe otra que depende de nuestra
organización personal. Nuestra organización es una unidad especial y
totalmente determinada. Cada uno de nosotros une sentimientos
específicos, y con la mayor diversidad de intensidad, con nuestras
percepciones. Esto es lo individual de nuestra propia personalidad. Es
lo que nos queda como resto después de considerar todos los factores
determinantes de nuestro medio.
Una vida de sentimiento, totalmente vacía de pensamiento, llegaría
poco a poco a perder toda relación con el mundo. Para el hombre que
busca la totalidad, el conocimiento de las cosas ha de ir de la mano
con la formación y el desarrollo de los sentimientos.
El sentir es el medio por el cual los conceptos, ante todo, adquieren
vida concreta.
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