¿EXISTEN LIMITES DEL CONOCIMIENTO?
Hemos establecido que los elementos para explicar la realidad han de
tomarse de estas dos esferas: la percepción y el pensar. Debido a
nuestra organización, como hemos visto, la realidad total y completa,
incluidos nosotros mismos, se presenta, en primer lugar, como
dualidad. El conocimiento supera esta dualidad al fusionar los dos
elementos de la realidad, la percepción y el concepto elaborado por el
pensar, en el objeto completo. Podemos llamar mundo de apariencia la
manera en que se nos presenta el mundo antes de comprender por medio
del conocimiento su verdadera naturaleza, en contraste a la esencia
unificada compuesta por la percepción y el concepto. Podemos decir: el
mundo nos es dado como dualidad (dualismo), y el conocimiento lo
transforma en unidad (monismo). Una filosofía que parte de este
principio fundamental puede denominarse filosofía monista o
monismo. En contraposición a ella se halla la teoría de dos
mundos, o dualismo. Esta última no asume simplemente la
existencia de dos aspectos de una realidad única que distinguimos
debido a nuestra organización, sino la existencia de dos mundos
totalmente diferentes uno del otro. Luego, busca en uno los principios
que le permitan explicar el otro.
El dualismo se basa en una comprensión errónea de lo que llamamos
conocimiento. Divide toda la existencia en dos esferas, cada una con
sus propias leyes, y las deja enfrentadas, separadas una de la otra.
De un dualismo así procede la distinción entre el objeto de percepción
y la cosa en sí, introducida por Kant en la ciencia, y que
hasta hoy no ha podido ser erradicada. Según lo expuesto
anteriormente, debido a nuestra organización mental, una cosa
particular sólo nos puede ser dada como percepción. El pensar supera
esta particularidad, al asignar a cada percepción su lugar
correspondiente en el universo. En tanto que determinamos como
percepciones las partes separadas del universo, hacemos esta
separación simplemente de acuerdo a una ley de nuestra subjetividad.
Si consideramos la suma de todas las percepciones como una de las
partes, contraponiendo a ésta una segunda representada por los
entes en sí, filosofamos en el aire. Sólo hacemos un mero
juego de conceptos. Construimos un contraste artificial, y no podemos
darle a la otra parte un contenido, puesto que para todo objeto
particular este contenido sólo puede crearse por medio de la
percepción.
Toda forma de existencia que se admita fuera de la esfera de
percepción y concepto hay que rechazarla como hipótesis infundada. A
esta categoría pertenece la cosa en sí. Es completamente
natural que el pensador dualista no pueda encontrar la relación entre
el principio del mundo tomado hipotéticamente, y lo dado por la
experiencia. Sólo es posible obtener un contenido para dicho principio
hipotético, si se toma ese contenido del mundo de la experiencia, y
luego se niega haberlo hecho. De lo contrario queda como concepto sin
contenido, un no-concepto que sólo tiene forma de concepto. El
pensador dualista suele afirmar que el contenido de tal concepto es
inasequible para nuestro conocimiento; que sólo podemos saber que un
contenido realmente existe, no qué es lo que existe. En ambos
casos es imposible superar el dualismo. Si se añadieran algunos
elementos abstractos del mundo de la experiencia al concepto del ente
en sí, aún seguiría siendo imposible reducir la riqueza de la vida
concreta de la experiencia a unas pocas propiedades que son, a su vez,
tomadas de la percepción.
Du Bois Reymond1
cree que los átomos imperceptibles de la materia
generan, por su posición y movimiento, las sensaciones y los
sentimientos, y luego concluye:
Jamás llegaremos a explicar satisfactoriamente cómo la materia y
el movimiento generan la sensación y el sentimiento, puesto que es y
será siempre absolutamente incomprensible que a un número de átomos de
carbono, hidrógeno, nitrógeno, etc., no les sea indiferente cómo están
y se mueven, cómo estaban y se movían, como estarán y se moverán. No
se puede en absoluto comprender cómo puede producirse la conciencia a
partir de su actuar.
Esta conclusión es característica de este tipo de pensar. Del vasto
mundo de las percepciones se extraen la posición y el movimiento, y
ambos se transfieren al mundo imaginario de los átomos. Luego surge el
asombro de que de ese principio que ellos han hecho y que han tomado
del mundo de las percepciones, no sea posible desarrollar vida
concreta.
Que el dualista que trabaja con un concepto totalmente vacío, no pueda
llegar a la explicación del mundo, se deriva de la definición de su
principio, antes expuesto.
En cualquier caso, el dualista se ve forzado a poner límites
infranqueables a nuestra capacidad de conocimiento. El seguidor de una
concepción monista sabe que todo lo que necesita para explicar
cualquier fenómeno del mundo tiene que pertenecer al mundo mismo. Lo
que le impide alcanzarlo, pueden ser sólo limitaciones casuales
temporales o espaciales, o insuficiencias de su organización, no de la
organización humana en general, sino las particulares de su propia
individualidad.
Del concepto del acto de conocer, tal como lo hemos definido, resulta
que no puede haber límites del conocimiento. La cognición no es una
cuestión que concierne al mundo en general, sino un asunto que el
hombre tiene que resolver consigo mismo. Los objetos no exigen ninguna
explicación. Existen y actúan recíprocamente de acuerdo a las leyes
que el pensar puede descubrir. Existen en unidad inseparable con esas
leyes. Cuando nuestro Yo se pone frente a los objetos, sólo capta al
principio lo que hemos llamado la percepción. Pero en el interior de
este Yo se halla la fuerza para encontrar también la otra parte de la
realidad. Sólo cuando el Yo ha unido también en sí mismo ambos
elementos de la realidad, que en el mundo se encuentran
inseparablemente unidos, se satisface el deseo de conocer: el Yo
vuelve a alcanzar la realidad.
Las condiciones previas para que se produzca el acto de conocer se dan
a través del Yo y para el Yo. Este es quien se plantea
las preguntas sobre el conocimiento. Y lo hace, precisamente, mediante
el elemento en sí mismo absolutamente claro y transparente, del
pensar. Si nos hacemos preguntas que no podemos contestar es porque el
contenido de la pregunta no es claro o inteligible en todas sus
partes. No es el mundo quien nos plantea preguntas, sino nosotros
mismos.
Puedo imaginarme que no tengo posibilidad de contestar una pregunta
que encuentro escrita en algún sitio, si no conozco la esfera de la
que su contenido está tomado.
En cuanto a nuestro conocimiento, se trata de preguntas que se nos
presentan debido a que frente a una esfera de percepción, determinada
por los factores de lugar, tiempo y organización subjetiva, se
encuentra la esfera conceptual que muestra la totalidad del mundo. Mi
tarea consiste en la conciliación de estas dos esferas que me son bien
conocidas. Puede que en algún momento quede sin explicar, debido a que
nuestra situación en la vida nos impide ver los elementos que
intervienen. Pero lo que no se encuentra hoy, puede encontrarse
mañana. Los límites debidos a estas causas son transitorios, y pueden
ser superados con el progreso de la percepción y del pensar.
El dualismo cae en el error de trasladar la oposición entre objeto y
sujeto, que sólo tiene sentido dentro del campo de la percepción a
entidades puramente imaginarias, fuera de dicho campo. Pero puesto que
los objetos individuales dentro del campo de la percepción sólo
aparecen separados mientras el observador no emplea el pensar
que supera toda separación y lo revela como factor meramente subjetivo
el dualista aplica a entidades más allá de las percepciones,
factores determinantes que incluso para éstas no tienen un valor
absoluto, sino tan sólo relativo. Con ello divide los dos factores que
entran en juego en el proceso del conocimiento, en cuatro: 1, el
objeto en sí; 2, la percepción que el sujeto tiene del objeto; 3, el
sujeto; 4, el concepto que une la percepción con el objeto en sí. La
relación entre el objeto y el sujeto es real; el sujeto es
realmente fluido (dinámicamente) por el objeto. Este proceso real no
debe aparecer en nuestra conciencia. Pero se supone que provoca en el
sujeto una reacción al estímulo que proviene del objeto. El resultado
de esta reacción se dice que es la percepción. Sólo entonces aparece
ésta en la conciencia. El objeto tendría una realidad objetiva
(independientemente del sujeto), la percepción una realidad subjetiva.
Esta realidad subjetiva pone en relación al sujeto con el objeto. Esta
última sería una relación ideal. Con esto el dualismo divide el
proceso cognoscitivo en dos partes. Una, la elaboración del objeto de
percepción a partir de la cosa en sí, tiene lugar fuera
de la conciencia; la otra, la unión de la percepción
con el concepto, y la relación de éste con el objeto, tiene lugar
dentro de la conciencia. Sobre la base de estos presupuestos
está claro que el dualista cree captar en sus conceptos solamente
representantes subjetivos de lo que hay anterior a su
conciencia. El proceso objetivo-real dentro del sujeto a través
del cual tiene lugar la percepción y aún más las relaciones
objetivas de las cosas-en-sí, son para el dualista
inaccesibles al conocimiento directo; en su opinión el hombre sólo
puede obtener representantes conceptuales de lo real objetivo. El lazo
de unión de las cosas entre sí y objetivamente con nuestro espíritu
individual (como cosa en sí) queda más allá de la
conciencia en un ser en sí, del que sólo podemos tener en nuestra
conciencia, asimismo, un representante conceptual. El dualismo cree
que el mundo entero se volatilizaría dentro de un esquema conceptual
abstracto si, junto a las relaciones conceptuales de los objetos, no
estableciera conexiones reales. En otras palabras: al dualista, los
principios ideales que el pensar descubre, le parecen demasiado
tenues, y busca principios reales que los respalden.
Examinemos de cerca estos principios reales. El hombre ingenuo (el
realista ingenuo) considera reales los objetos de la experiencia
exterior. El hecho de que los puede coger con sus manos, que puede
mirarlos con sus ojos, le prueban su realidad. No existe nada,
si no se puede percibir, se considera justamente el axioma
principal del hombre ingenuo, que se reconoce igualmente a la inversa:
Todo lo que puede percibirse, existe. La mejor
demostración de esta afirmación es la creencia del hombre ingenuo en
la inmortalidad y en los espíritus. Se imagina el alma como una
materia sutil sensible que en determinadas condiciones puede llegar a
ser visible incluso para el hombre común (creencia ingenua en los
fantasmas).
En contraste a este mundo real suyo, para el realista ingenuo todo lo
demás, sobre todo el mundo de las ideas es irreal, meramente
ideal. Lo que con el pensar añadimos a los objetos, son
solamente pensamientos sobre los objetos. El pensar no añade
nada real a la percepción.
Pero el hombre ingenuo no sólo toma la percepción de los sentidos como
prueba de la realidad de la existencia de las cosas, sino también en
relación con los acontecimientos. En su opinión, una cosa puede actuar
sobre otra solamente si una fuerza perceptible para sus sentidos parte
de aquélla y ejerce su acción sobre ésta. La física antigua creía que
de los cuerpos fluyen sustancias muy finas y que penetran el alma a
través de nuestros órganos sensorios. La visión real de estas
sustancias era imposible solo por lo tosco de nuestros órganos
sensoriales en relación a la finura de tales substancias. En principio
se atribuía realidad a esas sustancias, por la misma razón que se le
atribuye al mundo de los sentidos, es decir, porque consideraba su
forma de existencia análoga a la de la realidad sensible *.
La conciencia ingenua no considera real, en el mismo sentido, la
esencia basada en sí misma que puede experimentarse a nivel ideal, que
lo que experimenta por los sentidos. Un objeto concebido
meramente en idea lo considera sólo como quimera, hasta
que la percepción sensoria le convenza de su realidad. En resumen: el
hombre ingenuo exige, además del testimonio ideal de su pensar, el
real de los sentidos. En esta necesidad del hombre ingenuo se
encuentra la causa del surgimiento de las formas primitivas de
creencia en la revelación. El Dios que nos es dado por el pensar, para
la conciencia ingenua es solamente un Dios
imaginado. La conciencia ingenua exige la
manifestación a través de medios accesibles a la percepción sensoria.
El Dios tiene que aparecer en persona: al testimonio del pensar se le
atribuye poco valor; sólo se le da algo a la demostración de la
divinidad por la transformación comprobable por los sentidos de agua
en vino.
Incluso el conocimiento mismo se lo imagina el hombre ingenuo como un
proceso análogo al de la percepción sensible. Las cosas producen una
impresión en el alma, transmiten imágenes que
penetran en el alma por los sentidos, etc.
El hombre ingenuo considera como real lo que puede percibir con los
sentidos, y lo que no se le presenta como percepción (Dios, el alma,
el conocimiento, etc.) se lo representa como algo análogo a lo que se
percibe.
Si el realismo ingenuo quiere fundar una ciencia, sólo puede
concebirla como una descripción exacta del contenido de la
percepción. Los conceptos le son solo medios para un fin. Existen para
crear imágenes reflejas de las percepciones. Carecen de sentido para
las cosas mismas. El realista ingenuo sólo considera reales los
tulipanes individuales que se ven, o que podrían verse; la idea misma
del tulipán la considera una abstracción, la imagen mental irreal que
el alma se ha formado de las características comunes a todos los
tulipanes.
Al realismo ingenuo con su principio fundamental de la realidad de
todo lo percibido, se le rebate con la experiencia que nos enseña que
el contenido de las percepciones es de naturaleza transitoria. El
tulipán que yo veo, es hoy realidad; dentro de un año, habrá
desaparecido en la nada. Lo que perdura es la especie. No
obstante, para el realismo ingenuo esa especie es únicamente
una idea, no una realidad. Así, esta teoría se encuentra en la
situación de que sus realidades aparecen y desaparecen, mientras que
lo que considera irreal perdura frente a lo real. Por consiguiente, el
realismo ingenuo se ve obligado a reconocer, junto a las percepciones,
también algo ideal. Debe aceptar la existencia de entidades que no
percibe mediante los sentidos y se justifica pensando que la
existencia de aquéllas es análoga a la de los objetos sensibles. Tales
realidades hipotéticas son las fuerzas invisibles por las que las
cosas perceptibles con los sentidos se influyen recíprocamente. A
estas fuerzas pertenece la herencia, que trasciende al individuo y que
es la causa por la que de un individuo se engendra otro nuevo, similar
a aquél, y con lo cual se perpetúa la especie. Otra de esas fuerzas es
el principio vital que impregna el cuerpo orgánico, el alma, para la
que la conciencia ingenua siempre encuentra un concepto análogo al de
las realidades sensorias, y que es para el hombre ingenuo, en último
término, el ser divino. Este ser divino se piensa que actúa de una
manera que corresponde exactamente con lo que puede
percibirse en el modo de actuar del hombre mismo:
esto es, antropomórfico.
La física moderna atribuye las sensaciones sensoriales a procesos de
las partículas más pequeñas de los cuerpos y a una sustancia
infinitamente fina, el éter, o algo similar. Lo que, por ejemplo,
sentimos como calor es, dentro del espacio ocupado por el cuerpo que
emite el calor, movimiento de sus partes. También en este caso se
considera lo imperceptible en analogía a lo perceptible. En este
sentido, lo sensible análogo al concepto cuerpo es,
aproximadamente, lo interior de un espacio cerrado por todas partes,
en el que se mueven bolas elásticas, en todas direcciones, chocando
unas con otras, contra las paredes, y rebotando en ellas, etc.
Sin este tipo de supuestos el mundo se presentaría para el realismo
ingenuo como un conjunto de percepciones incoherentes, sin relaciones
recíprocas, que no forman una unidad. Es sin embargo evidente que el
realismo ingenuo sólo llega a dichos supuestos debido a una
incongruencia. Si quiere atenerse fielmente a su principio fundamental
de que sólo es real lo que se percibe, no debería entonces admitir
realidades donde no percibe nada. Las fuerzas imperceptibles que
actúan a partir de las cosas perceptibles son, desde el punto de vista
del realismo ingenuo, en realidad, hipótesis infundadas. Y porque no
conoce otras realidades, confiere a sus fuerzas hipotéticas un
contenido de índole perceptible. Confiere una forma de existencia (la
existencia perceptible a una esfera en que carece del único medio por
el que puede hacer una afirmación sobre esa forma de existencia: la
percepción sensible.
Esta contradictoria concepción del mundo conduce al realismo
metafísico. Construye, junto a la realidad perceptible, una realidad
imperceptible, que piensa que es análoga a la primera. El realismo
metafísico es, por lo tanto, necesariamente dualismo.
Allí donde el realismo metafísico advierte una relación entre cosas
perceptibles (una aproximación debida a un movimiento, hacer
consciente algo objetivo, etc.) establece una realidad. Sin embargo,
esta relación sólo puede expresarla por medio del pensar, pero no
puede percibirla. Hace aparecer la relación ideal arbitrariamente
similar a lo perceptible. Así pues, para este modo de pensar el mundo
real se compone de los objetos de la percepción que se hallan en
eterno devenir, que aparecen y desaparecen, y de las fuerzas
imperceptibles que generan los objetos de percepción, y que son lo
permanente.
El realismo metafísico es una mezcla contradictoria del realismo
ingenuo y del idealismo. Sus fuerzas hipotéticas son entidades
imperceptibles, dotadas de cualidades de perceptibilidad. Ha decidido
reconocer, aparte de la esfera que puede conocer a través de la
percepción, otro dominio en el que este medio no es válido y que sólo
puede ser conocido por medio del pensar. Pero no puede decidirse a
reconocer, como factor de igual valor que la percepción, la forma de
existencia que el pensar le revela, esto es, el concepto (la idea). Si
se quiere evitar la contradicción de la percepción imperceptible, hay
que admitir que las relaciones entre las percepciones que establece el
pensar no tienen, para nosotros, ninguna otra forma de existencia que
la del concepto. Si se desecha del realismo metafísico la parte
infundada, el mundo se presenta como la suma de percepciones y sus
relaciones conceptuales (ideales). Así, el realismo metafísico se
convierte en una concepción del mundo que exige para la percepción el
principio de la perceptibilidad, y para las relaciones entre las
percepciones, la condición de ser concebibles. Esta concepción del
mundo no puede admitir junto a la esfera de los mundos de la
percepción y de los conceptos, una tercera, la de los dos principios,
el llamado principio real y el principio ideal simultáneamente.
Cuando el realismo metafísico afirma que además de la relación ideal
entre el objeto de la percepción y su sujeto ha de existir aún, una
relación real entre la cosa en sí de la percepción y la
cosa en sí del sujeto que percibe (el así llamado espíritu
individual), tal afirmación se basa en la suposición errónea de un
proceso de existencia imperceptible, análogo a los procesos del mundo
de los sentidos. Cuando además el realismo metafísico dice: con el
mundo de mi percepción puedo establecer una relación ideal-consciente,
pero con el mundo real sólo puedo establecer una relación dinámica (de
fuerzas), comete de igual manera el error ya criticado. Sólo se puede
hablar de una relación de fuerzas dentro del mundo de la percepción
(de la esfera del sentido del tacto), pero no fuera de éste.
Llamaremos monismo a la concepción del mundo descrita ya, la cual
abarca al realismo metafísico si elimina sus elementos
contradictorios, porque reúne en una unidad más elevada, al realismo
unilateral con el idealismo.
Para el realismo ingenuo el mundo real es una suma de objetos de
percepción; para el realismo metafísico, también son reales las
fuerzas imperceptibles, además de las percepciones; el monismo pone en
el lugar de las fuerzas, las relaciones ideales que obtiene mediante
el pensar. Pero esas relaciones son las leyes de la naturaleza.
Una ley natural no es otra cosa que la expresión conceptual para la
relación entre determinadas percepciones.
El monismo no encuentra necesario buscar otros principios para
explicar la realidad, aparte de la percepción y del concepto. Sabe que
en todo el ámbito de la realidad no hay motivo alguno para
ello. Ve en el mundo de la percepción que se presenta directamente a
la observación, la mitad de la realidad; y encuentra la realidad
completa en la unión de ésta con el mundo de los conceptos. El
realista metafísico puede objetar al seguidor del monismo: es posible
que tu conocimiento sea válido para tu organización que no le falte
ningún elemento; pero no sabes cómo se refleja el mundo en una
inteligencia con una organización distinta de la tuya. El monista
responderá: si existen otras inteligencias que las humanas, y si sus
percepciones tienen otra forma que las nuestras, para mí sólo tiene
importancia lo que me llega de ellas a través de percepción y
concepto. Por mi percepción, más aún, por esta percepción
específicamente humana, me encuentro como sujeto frente al objeto. Con
ello queda cortado el nexo entre las cosas. El sujeto vuelve a
establecer esta relación por medio del pensar y se coloca así de nuevo
en la unidad del mundo. Como es debido únicamente a nuestro sujeto el
que esta unidad aparezca cortada en el punto entre nuestra percepción
y nuestro concepto, en la unión de ambos alcanzamos el verdadero
conocimiento. Para seres con otras capacidades de percepción (por
ejemplo, con el doble número de órganos sensorios) el nexo aparecería
interrumpido en otro punto, y su restablecimiento también tendría que
adoptar la forma específica de esos seres. El problema de los límites
del conocimiento sólo existe para el realismo ingenuo y para el
metafísico, para los que el contenido del alma es solamente una
representación ideal del mundo. Lo que se halla fuera del sujeto es,
para ellos, algo absoluto, algo basado en sí mismo y el contenido del
sujeto es una imagen de este absoluto que, de todos modos, está fuera.
La perfección del conocimiento depende del mayor o menor grado de
similitud de la imagen con el objeto absoluto. Un ser cuyo número de
sentidos sea menor que el del hombre, percibirá menos, uno que tenga
más sentidos percibirá más del mundo. Por lo tanto, el conocimiento
del primero será menos perfecto que el del segundo ser.
Para el monismo, la cuestión es distinta. La manera en que aparece
cortada la unidad del mundo entre el sujeto y el objeto está
determinada por la organización del que percibe. El objeto no es algo
absoluto, sino relativo, en relación con el sujeto dado. Por lo tanto,
la superación de esta oposición sólo puede realizarse de manera
específica y adecuada al sujeto humano. Tan pronto como el Yo, que en
la percepción está separado del mundo, vuelve a colocarse por medio de
la contemplación dentro de la unidad, cesa toda pregunta, ya que sólo
era consecuencia de la separación.
Un ser con otra constitución llegaría a otra forma de conocimiento. El
nuestro es suficiente para contestar las preguntas formuladas por
nuestro propio ser.
El realismo metafísico tiene que preguntar: ¿Cómo nos es dado lo que
aparece como percepción? ¿Qué es lo que afecta al sujeto?
Para el monismo la percepción está determinada por el sujeto. Pero el
sujeto tiene a la vez en el pensar el medio que le permite suprimir el
condicionamiento que él mismo origina.
El realismo metafísico se encuentra ante otra dificultad cuando trata
de explicar la semejanza entre las imágenes del mundo de distintos
individuos humanos. Tiene que preguntarse: ¿a qué se debe que la
imagen del mundo que me construyo por mi percepción subjetivamente
determinada y por mis conceptos, sea igual que la que se forma otro
individuo humano mediante factores subjetivos similares?, ¿cómo puedo,
a partir de mi concepto subjetivo del mundo juzgar el de otro hombre?
Del hecho de que los hombres en la práctica se entienden entre sí,
cree el realista metafísico poder deducir que las imágenes subjetivas
del mundo son similares. De esta semejanza infiere después la
similitud entre los espíritus individuales, base de los seres humanos
individuales que perciben, o bien, entre los yoes en sí
que forman la base de los sujetos.
Esta conclusión, por lo tanto, deduce de una suma de efectos, el
carácter de las causas que los originan. Creemos conocer el estado de
las cosas a partir de la observación de un número suficientemente
grande de casos, de manera que sabremos cómo actuarán en otros casos
las causas que inferimos. A este tipo de conclusión se la llama
inducción. Nos veremos obligados a modificar los resultados de la
misma, si en una observación posterior sucede algo inesperado, ya que
el carácter del resultado sólo queda determinado por la forma
específica de las observaciones llevadas a cabo. Pero el realista
metafísico afirma que este conocimiento condicionado de las causas es
totalmente suficiente para la vida práctica.
La inducción es la base metódica del realismo metafísico moderno. Hubo
un tiempo en que se creía que de un concepto se podía desarrollar algo
que ya no era concepto. Se creía que se podía llegar a conocer a
través de los conceptos los seres metafísicos reales que, en cualquier
caso, le son indispensables al realismo metafísico. Este método
filosófico se considera hoy superado. Pero en lugar de esto se cree
que de un número suficiente de hechos percibidos es posible deducir el
carácter del ente en sí sobre el que se basan esos hechos. Lo mismo
que antes se hacía a partir del concepto, hoy se cree que se puede
desarrollar lo metafísico a partir de las observaciones. Como los
conceptos se nos presentan con total claridad, se cree que también de
ellos es posible deducir lo metafísico con absoluta certeza. Las
percepciones no se presentan con la misma claridad transparente. Cada
una es algo distinta de las similares anteriores. Por lo tanto, de
hecho, en cada nueva percepción lo deducido de las anteriores se
modifica un poco. El carácter de lo metafísico que se obtiene de esta
manera, sólo puede considerarse por lo tanto como relativamente
verdadero; es susceptible de corrección por casos posteriores. El
carácter de la metafísica de Eduard von Hartmann está determinado en
cuanto a su método por dicho principio, que expresó en el lema escrito
bajo el título de su primera obra fundamental: Resultados
especulativos según el método inductivo de las
ciencias naturales
La forma que el realista metafísico da hoy en día a sus cosas en sí,
se obtiene por inducción. Por sus reflexiones sobre el proceso del
conocimiento está convencido de la existencia de un nexo real-objetivo
del mundo, además del subjetivo, que conocemos por la
percepción y el concepto. Cree poder determinar por inducción, a
partir de sus percepciones, la naturaleza de esta realidad objetiva.
Suplemento para la nueva edición (1918)
Para la observación imparcial de lo que experimenta por la percepción
y el concepto, como se ha intentado describirlos en las exposiciones
anteriores, ciertas representaciones procedentes del campo de la
ciencia natural aparecen repetidamente de forma conflictiva. Así se
dice que en el espectro luminoso, el ojo percibe los colores del rojo
hasta el violeta, pero que más allá del violeta existen fuerzas en
dicho espectro que producen, no una percepción de color en el ojo,
sino un efecto químico; de igual manera, que más allá del rojo existen
radiaciones de efectos térmicos solamente. Tomando en consideración
estos fenómenos y otros parecidos se llega a la opinión de que el
alcance de la percepción humana está condicionado por la capacidad de
los sentidos del hombre, y que éste tendría ante sí un mundo muy
distinto si tuviese más sentidos o si éstos fueran de otra índole.
Quien se entregara a las extravagantes fantasías, para las que los
brillantes descubrimientos de la investigación científica moderna
ofrecen tentadoras ocasiones, bien podría llegar a decirse que en la
esfera de la observación humana únicamente entra lo que puede actuar
sobre los sentidos que su organización ha desarrollado. No tiene
derecho a considerar lo percibido a través de su organización
limitada, como determinante de la realidad. Cualquier sentido nuevo le
presentaría otro aspecto de la realidad. Todo esto es, dentro de sus
propios límites, una opinión totalmente justificada. Sin embargo, si
alguien se deja desviar por esta opinión de una observación imparcial
entre percepción y concepto, tal como aquí se ha expuesto, se corta el
acceso al conocimiento del mundo y del hombre, radicado en la
realidad. Experimentar la esencia del pensar, es decir, la elaboración
activa del mundo de los conceptos, es algo totalmente distinto del
experimentar algo perceptible por los sentidos. Por más sentidos que
el hombre tuviera, ninguno le daría la realidad, si él pensando no
impregnase con conceptos lo percibido por medio de dicho sentido; y
cualquier clase de sentido impregnado de esa manera, le da al hombre
la posibilidad de vivir dentro de la realidad. La cuestión de cómo se
sitúa el hombre en el mundo de la realidad no tiene nada que ver con
la especulación de la posibilidad de que si tuviera otros sentidos,
obtendría otra imagen perceptual. Hay que comprender claramente que
toda imagen perceptual obtiene su carácter de la organización
del ser que percibe, pero que toda imagen perceptual penetrada por la
contemplación pensante viva conduce al hombre a la realidad. No son
las especulaciones fantásticas sobre cuán distinto sería el mundo para
otros sentidos diferentes de los humanos lo que puede motivar al
hombre a buscar el conocimiento sobre su relación con el mundo, sino
la comprensión de que toda percepción ofrece solamente una
parte de la realidad que se esconde en ella, es decir, que nos aparta
de su propia realidad. A esto se añade el que el pensar nos
conduce a aquella parte de la realidad que la percepción esconde en
sí. Otra dificultad para la consideración objetiva de la relación
entre la percepción y el concepto elaborado por el pensar, tal como lo
hemos descrito aquí, puede surgir cuando en el campo de la física
experimental se hace necesario hablar no de elementos perceptibles de
forma inmediata, sino de magnitudes imperceptibles tales como líneas
de fuerza eléctrica o magnética, etc. Puede parecer como si los
elementos de la realidad de los que habla la física no tuvieran nada
que ver, ni con lo perceptible, ni con el concepto elaborado por la
actividad del pensar. Sin embargo, tal punto de vista estaría basado
en un autoengaño. Lo que importa es que todo lo conseguido por
la física, siempre que no se trate de hipótesis infundadas que deben
descartarse, ha sido obtenido por la percepción y el concepto. Lo que
parece ser contenido imperceptible, el buen sentido científico del
físico lo coloca en el campo en el que se encuentran las percepciones,
y lo piensa con conceptos que se emplean en este mismo campo. Las
intensidades de fuerza en campos eléctricos y magnéticos, etc., se
obtienen en cuanto a su esencia, por el mismo proceso
cognoscitivo que tiene lugar entre percepción y concepto *.
Un aumento u otra modificación de los sentidos humanos produciría una
imagen perceptual distinta, un enriquecimiento o modificación de la
experiencia humana; pero aún frente a esta experiencia, el
verdadero conocimiento tendría que adquirirse por la relación
recíproca de concepto y percepción. La profundización del
conocimiento depende de las fuerzas de la intuición (véase cap. V) que
se despliegan en el pensar. Esta intuición puede, en aquella vivencia
que se forma en el pensar, penetrar más o menos profundamente en la
realidad. Una ampliación de la imagen perceptual puede ser un estímulo
para dicha penetración y de este modo favorecerla indirectamente. Pero
este ahondamiento en lo más profundo para alcanzar la realidad no
debería confundirse nunca con la imagen perceptual más o menos
amplia que se presenta y en la que siempre se halla solamente
una mitad de la realidad, como lo condiciona la organización del
sujeto cognoscitivo. Quien no se pierda en
abstracciones, comprenderá que para el conocimiento
del ser humano también hay que tomar en cuenta el hecho de que para la
física es necesario inferir, dentro del campo de la percepción
elementos para los cuales no existe un órgano sensorio específicamente
adaptado, como los del color o el sonido. La naturaleza
concreta del ser humano está determinada no solamente por lo
que, debido a su organización se le presenta directamente a la
percepción, sino también por el hecho de que excluye a otros elementos
de esta percepción directa. Así como junto al estado de vigilia
consciente es necesario el estado de sueño inconsciente, del mismo
modo, para la experiencia de sí mismo el hombre necesita, junto a la
esfera de sus percepciones sensorias, otra mucho mayor incluso
de elementos no perceptibles sensorialmente que provienen del
campo de las percepciones sensorias. Todo esto ya fue expuesto
implícitamente en la edición original de este libro. El autor amplía
aquí el contenido, porque ha comprobado que algunos lectores no lo han
leído con suficiente exactitud.
También habría que tener presente que la idea de la percepción,
tal como ha sido desarrollada en este libro, no se debe confundir con
la percepción sensorial externa, que es tan sólo un caso particular de
ella. De lo ya expuesto, y más aún de lo que se expondrá más adelante,
se verá que aquí se considera como percepción todo lo que se le
presenta al hombre a través de los sentidos y espiritualmente,
antes de ser aprehendido por la elaboración activa del concepto. Para
tener percepciones de índole anímica o espiritual no son necesarios
los sentidos considerados ordinarios. Podría decirse que semejante
ampliación del uso corriente del lenguaje no es admisible. Sin
embargo, es absolutamente necesario, si no queremos dejar que
se nos limite el conocimiento en ciertos campos, precisamente por el
lenguaje. Quien hable de la percepción únicamente en sentido de
percepción sensoria, no llegará a partir de esta percepción
sensoria a un concepto útil para el conocimiento. A veces es
necesario ampliar un concepto para darle el
sentido adecuado en un campo específico. También hay veces en que el
sentido original de un concepto se le debe añadir algo más, para
justificar o quizá matizar lo que se piensa. Así, por ejemplo, en el
capítulo VI de este libro se dice: La representación es, por lo
tanto, un concepto individualizado. A ello se me ha objetado
que esto es un uso poco común del idioma. Pero esta expresión es
necesaria para comprender lo que es realmente la representación. Qué
sería del progreso del conocimiento si a quien considerara necesario
dar a un concepto el sentido adecuado, se le objetara: eso es
un uso poco común del idioma.
*Cuando Rudolf Steiner escribió la Filosofía de la libertad, la
Física pasaba por una de sus crisis históricas más grandes, solamente
comparable a la revolución copernicana, ésta, fue entre otras cosas,
originada a finales del S.XIX por la teoría atómica y por la de la
doble naturaleza de la radiación. El desacuerdo entre hechos
experimentales realmente sutiles y la teoría dio lugar a principios
del S.XX a la teoría de la relatividad. A finales del XIX las
explicaciones aportadas por algunos científicos sobre la interacción
materia-energía (entre las que se incluyen algunas tanto de
partidarios como de enemigos del éter, arguyendo razones ambos
colectivos verdaderamente fantásticas como propiedades ultra rígidas e
infinitamente elásticas del mismo para explicar la transmisión de la
luz o vacíos metafísicos sin explicación, siempre apoyados en la forma
de pensar de la mecánica clásica que a la sazón ya era totalmente
insostenible) hoy las vemos como las vieron Steiner y otros en su
tiempo como espectáculos llenos de patetismo. Un año después de la
publicación de la edición de 1918, en 1919, recién terminada la gran
guerra, un grupo de científicos ingleses, corroboró las tesis teóricas
de un joven físico alemán (Albert Einstein) con la observación de un
eclipse desde África, ello, vino a enriquecer con su ampliación
fenomenológica los planteamientos gnoseológicos que Rudolf Steiner nos
legó en esta obra (N. del T.).
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