LA REALIDAD DE LA LIBERTAD
Recapitulemos los resultados de lo expuesto en los capítulos
precedentes. El mundo se presenta al hombre como una multiplicidad,
como una suma de objetos aislados. El hombre mismo es uno de ellos, un
ser entre otros seres. Esta configuración del mundo la designamos
sencillamente como lo dado y como percepción, en tanto
que no la desarrollamos a través de una actividad consciente sino que
simplemente la encontramos. Dentro del mundo de las percepciones nos
percibimos a nosotros mismos. Esta autopercepción figuraría
simplemente como una entre todas las demás, si del centro de ella no
surgiera algo que se muestra capaz de relacionar las percepciones en
general, por tanto también la suma de todas las demás percepciones,
con la de nuestro propio ser. Este algo que surge ya no es meramente
percepción; ni tampoco aparece como lo hacen las percepciones. Se
produce por la actividad.
Aparece, en primer lugar vinculado a lo que percibimos como nuestro
propio ser. Sin embargo, por su significado interior trasciende al
propio ser. Agrega a las percepciones individuales determinaciones
ideales que están, sin embargo, relacionadas recíprocamente, que están
basadas en un todo. Lo que obtiene por la percepción de sí mismo lo
determina idéicamente de la misma manera que a todas las demás
percepciones y lo sitúa como sujeto, o como Yo, frente a
los objetos. Este algo es el pensar, y las determinaciones ideales son
los conceptos y las ideas. El pensar, por tanto, se manifiesta en
primer lugar en la percepción del Yo; pero no es meramente subjetivo,
puesto que el Yo se designa a sí mismo como sujeto solamente por el
pensar. Esta relación mental con uno mismo es una determinación vital
de nuestra personalidad. Por ella llevamos una existencia puramente
ideal. Por ella nos vivenciamos como seres pensantes. Esta
determinación vital quedará como puramente conceptual (lógica), si no
se presentaran otras determinaciones de nuestro Yo. Seríamos seres
cuya vida se limitaría a establecer relaciones puramente ideales entre
las diversas percepciones, y entre éstas y nosotros mismos. Si a la
elaboración de estas relaciones mentales la llamamos conocimiento, y
al estado que nuestro Yo logra a través de él lo llamamos saber,
tendríamos que considerarnos, de acuerdo con la suposición anterior,
como seres que meramente conocen o saben.
Este supuesto, sin embargo, no viene al caso. Relacionamos las
percepciones con nosotros mismos; no sólo de forma ideal, por medio de
conceptos, sino también por el sentir, como ya hemos visto. No somos,
por lo tanto, seres con un contenido vital meramente conceptual. El
realista ingenuo ve incluso en la vida del sentir un elemento de la
personalidad más real que el puramente ideal del saber. Y desde su
punto de vista tiene razón cuando interpreta la cuestión de esta
manera. En principio, el sentimiento corresponde a lo subjetivo,
exactamente lo mismo que la percepción a lo objetivo. De acuerdo con
el principio del realismo ingenuo, de que todo lo que se puede
percibir es real, se deduce que el sentimiento es la garantía de la
realidad de la propia personalidad. No obstante, el monismo, tal como
aquí se entiende, tiene que otorgar al sentimiento el mismo
complemento que estima necesario para la percepción si quiere
presentarlo como realidad total. Para este monismo el sentimiento es
una realidad incompleta que, en la forma original en que se nos
presenta, todavía no contiene su segundo factor, el concepto o idea.
Por esta razón el sentir aparece siempre en la vida, al igual que la
percepción, antes que el conocimiento. Nos sentimos primero
como seres que existen, y sólo en el curso de nuestro paulatino
desarrollo logramos llegar al punto en el que, desde el sentir
impreciso de nuestra propia existencia, surge el concepto de nuestro
Yo. Lo que para nosotros sólo aparece más tarde, se halla
originalmente unido de forma inseparable con el sentir. Debido a esta
circunstancia, el hombre ingenuo llega a creer que en el sentir se le
presenta la existencia de manera directa, mientras que en el saber
sólo indirectamente. Por lo tanto, el desarrollo de la vida afectiva
le parecerá lo más importante. Sólo creerá haber aprehendido la
cohesión del mundo, cuando la haya captado con el sentir. Tratará de
hacer del sentir, no del saber, instrumento del conocimiento. Como el
sentir es algo enteramente individual, algo equivalente a la
percepción, el filósofo del sentimiento eleva a principio universal un
principio que sólo tienen significado dentro de su personalidad.
Intenta impregnar al mundo entero con su propio ser. Lo que, el
monismo al que nos referimos, aspira a captar en concepto, el filósofo
del sentimiento trata de alcanzarlo con el sentir y considera que su
vinculación con los objetos es la más directa.
La tendencia aquí descrita, la filosofía del sentimiento, se suele
llamar misticismo. El error de una concepción mística basada
únicamente en el sentir consiste en que quiere vivir lo que
debería saber, y que quiere dar al sentir, que es individual, carácter
universal.
El sentir es un acto puramente individual, el vínculo del mundo
exterior con nuestro sujeto, en tanto que esta vinculación encuentra
su expresión en una experiencia puramente subjetiva.
Existe todavía otra manifestación de la personalidad humana. El Yo, a
través de su pensar, participa de la vida del mundo en general. Por
medio de éste relaciona, de manera puramente ideal, las percepciones
del mundo consigo mismo y a sí mismo con ellas. Por el sentir el Yo
experimenta la relación de los objetos con su sujeto; en la
voluntad sucede lo contrario. En la volición nos
encontramos igualmente con una percepción, a saber, la de la relación
individual de nuestro Yo con lo que es objetivo. Todo lo que en la
volición no es un factor puramente ideal, es mero objeto de
percepción, como sucede con cualquier objeto del mundo exterior.
Sin embargo, el realismo ingenuo creerá tener ante sí algo mucho más
real que lo que se puede alcanzar con el pensar. Verá en la voluntad
un elemento en el que percibe de manera inmediata un proceso, un
principio, en contraste con el pensar que sólo capta el suceso en
conceptos. Lo que el Yo realiza mediante su voluntad constituye para
esta concepción un proceso que se experimenta de forma inmediata. El
seguidor de esta filosofía cree que por la volición alcanza un punto
de apoyo en el del devenir del mundo. Mientras que por la percepción
sólo puede seguir los demás sucesos desde fuera, cree poder
experimentar en su voluntad un hecho real de forma inmediata. La
manera en que la voluntad surge dentro del Yo se convierte para él en
un principio absoluto de la realidad. Su propia voluntad se le
presenta como un caso especial del devenir del mundo en general; y
éste, por lo tanto, como voluntad universal. La voluntad se eleva a
principio universal, lo mismo que en el misticismo del sentimiento
éste se convierte en principio del conocimiento. Esta concepción es la
filosofía de la voluntad (Telismus).
Convierte en factor constitutivo del mundo lo que sólo se experimenta
individualmente.
Ni el misticismo del sentimiento, ni la filosofía de la voluntad
pueden llamarse ciencia, pues ambas afirman que la comprensión
conceptual del mundo no es suficiente. Exigen, junto al principio
ideal del ser, un principio real. Y esto con cierto derecho. Pero como
para la aprehensión de los llamados principios reales solamente
tenemos la percepción, la afirmación, tanto del misticismo del
sentimiento, como de la filosofía de la voluntad, equivalen a la
siguiente opinión: tenemos dos fuentes de conocimiento, la del pensar
y la de la percepción, presentándose esta última como experiencia
individual en el sentir y en la voluntad. Y como lo que emana de una
de las fuentes, las experiencias, no puede ser asimilado directamente,
según esta concepción, por la otra, es decir, por el pensar, estas dos
formas de conocimiento, percepción y pensar, quedan una junto a la
otra sin mediación superior alguna. Se piensa que además del principio
ideal asequible al saber, ha de existir un principio real del mundo no
aprehensible por el pensar. Con otras palabras: el misticismo del
sentimiento y la filosofía de la voluntad son realismo ingenuo, puesto
que sostienen que lo que se percibe directamente es real. Incurren
además en la inconsistencia, frente al realismo ingenuo original, de
establecer una forma determinada de percepción (el sentir o el querer
respectivamente), como único medio de conocimiento del ser, lo que
sólo sería posible si en general mantuviese como principio que lo
percibido es real. Por lo tanto, deberían atribuir igual valor
cognoscitivo a la percepción externa.
La filosofía de la voluntad se convierte en realismo metafísico,
cuando traslada también a la voluntad aquellas esferas de la
existencia en las que no es posible una experiencia directa de ésta,
como lo es en el propio sujeto. Presupone, hipotéticamente, un
principio fuera del sujeto para el cual la experiencia subjetiva es el
único criterio de la realidad. Como realismo metafísico la filosofía
de la voluntad queda sujeta a la crítica mencionada en el capítulo
precedente, teniendo que superar el elemento contradictorio de todo
realismo metafísico, y reconocer que la voluntad es un devenir
universal, solamente en tanto que se relaciona de forma ideal con el
resto del mundo.
Suplemento a la nueva edición (1918)
La dificultad de captar la esencia del pensar por medio de la
observación estriba en que esta esencia escapa con demasiada facilidad
a la observación anímica cuando ésta intenta dirigir su atención hacia
aquélla.
Así le queda únicamente lo abstracto sin vida, los cadáveres del
pensar vivo. Si sólo vemos este elemento abstracto, nos veremos
fácilmente inducidos a entrar en el elemento lleno de vida
del misticismo del sentimiento, o incluso en el de la metafísica de la
voluntad.
Encontraremos entonces extraño que alguien intente aprehender la
esencia de la realidad con meros pensamientos. Pero si
logramos realmente alcanzar la vida del pensar, llegaremos a la
comprensión de que no se pueden comparar la riqueza interior y la
experiencia segura, tranquila y a la vez despierta de esta
vida, con el mecerse en meros sentimiento o con la contemplación del
elemento volitivo, ni mucho menos considerarlos superiores a aquéllos.
Precisamente se debe a esta riqueza y a esta plenitud de experiencia
interior, que la contraimagen que se presenta en el estado ordinario
del alma aparezca muerta, abstracta. Ninguna otra actividad del alma
humana se malinterpreta tan fácilmente como el pensar. El querer y el
sentir vuelven a dar calor al alma humana incluso cuando recuerda lo
ya vivido. El recuerdo del pensar nos deja fríos; parece secar la vida
del alma. Sin embargo, esto no es más que la intensa proyección de la
sombra de su realidad transida de luz, con que penetra cálidamente en
los fenómenos del mundo. Esta penetración se realiza con una fuerza
que fluye de la misma actividad del pensar, y que es la fuerza del
amor en forma espiritual. No puede objetarse que quien incluye el amor
en la actividad del pensar introduce en ella un sentimiento, el amor.
Pues en verdad esta objeción confirma lo que hemos expuesto. De hecho,
quien se entregue al pensar en su esencia, encontrará en él
tanto el sentimiento como la voluntad en su más profunda realidad;
quien se aparte del pensar y se incline solamente hacia el
mero sentir y querer, pierde, con ellos, la verdadera
realidad. Quien se proponga vivenciar el pensar
intuitivamente, experimentará correcta y justamente el sentir y
la voluntad; pero el misticismo del sentimiento y la metafísica de la
voluntad no pueden estar justificados frente a penetración de la
existencia por el pensar intuitivo. Estas concepciones juzgarán como
excesiva ligereza que son ellas las que se basan en la
realidad, y que el pensador intuitivo se forma, de manera insensible e
irreal, mediante pensamientos abstractos, una imagen fría
del mundo.
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