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La Filosofia de La Libertad

Puesto on-line: 25th octubre 2006

IX

LA IDEA DE LA LIBERTAD

Para el conocimiento, el concepto de árbol está condicionado por la percepción del árbol. Ante una percepción determinada sólo puedo seleccionar un concepto específico del sistema general de conceptos. La relación entre concepto y percepción es determinada por el pensar, indirecta y objetivamente, en la percepción; pero la unidad de ambos está determinada por la cosa en sí.

Este proceso se presenta de modo distinto cuando consideramos el conocimiento y la relación entre el hombre y el mundo que surge en el conocimiento.

En las consideraciones precedentes hemos tratado de mostrar que es posible explicar esta relación a través de una observación objetiva de la misma. Una comprensión correcta de esta observación lleva a la conclusión de que el pensar puede ser observado directamente como una entidad completa en sí misma. Quien considere necesario para explicar el pensar, aportar algo más, como procesos físicos del cerebro, o procesos mentales inconscientes detrás del pensar consciente observable, no valora justamente lo que la observación objetiva del pensar le ofrece. Quien observa el pensar vive, durante la observación, directamente dentro del tejer de una esencia espiritual basada en sí misma. Es más se puede decir que quien quiera captar la naturaleza de lo espiritual en la forma en que ésta se le presenta al hombre de manera más inmediata, puede encontrarla en la actividad del pensar basado en sí mismo.

En la observación del pensar mismo se encuentra unido lo que de otra manera siempre tiene que aparecer separado: concepto y percepción. Quien no llegue a entender esto sólo podrá ver en los conceptos formados en relación con las percepciones reproducciones vagas de estas percepciones y las percepciones le presentarán la verdadera realidad. Se construirá un mundo metafísico según el modelo del mundo que percibe, y lo llamará mundo de átomos, mundo de voluntad, mundo espiritual inconsciente, etc., cada cual según su representación. Y no se dará cuenta de que con todo ello solamente quede construido un mundo metafísico hipotético de acuerdo con su mundo de percepción. Sin embargo, quien comprenda lo que tiene lugar en el pensar, reconocerá que en la percepción sólo se nos presenta una parte de la realidad, y que la otra parte que la complementa, y que le permite aparecer como realidad completa, se vivencia en la penetración de la percepción con el pensar. En lo que surge como pensar en la conciencia no verá un reflejo vago de una realidad, sino una esencialidad espiritual basada en sí misma. Y de ella podrá decir que se presenta en la conciencia por intuición. La intuición es la experiencia consciente, a un nivel puramente espiritual, de un contenido espiritual puro. Sólo por medio de una intuición es posible captar la naturaleza del pensar.

Sólo si, a través de la observación imparcial, uno llega a conocer esta verdad sobre la esencia intuitiva del pensar, puede encontrar el camino libre para una contemplación de la organización psico-física del hombre. Se reconocerá que dicha organización no puede actuar sobre la esencia del pensar. Esto, a primera vista, parece estar en patente contradicción con hechos evidentes. Para la experiencia normal, el pensar humano aparece solamente en y a través de esta organización. Esta manera de surgir el pensar es tan fuerte que sólo podrá comprender su verdadero significado quien reconozca que esta organización no forma parte de la esencia del pensar. Y no escapará a su atención qué singular es la relación del pensar con la organización humana. Esta, de hecho, no influye en absoluto sobre la esencia del pensar; suspende su propia actividad y en su lugar aparece el pensar. La esencia que actúa en el pensar despliega una doble función: primero reprime la propia actividad de la organización humana, y segundo se instala en su lugar.

Pues, lo primero, la represión de la organización corporal, es también consecuencia de la actividad del pensar, y más específicamente, de aquella parte que prepara la aparición del pensar. Con esto se comprueba en qué sentido el pensar encuentra su contraimagen en la organización corporal. Y cuando se comprende ya no se puede despreciar la importancia de esta contraimagen para el pensar mismo. Si alguien camina sobre un terreno blando, deja sus huellas marcadas en el suelo, y a nadie se le ocurrirá decir que las huellas han sido formadas por fuerzas del suelo desde abajo. No se les atribuirá a estas fuerzas participación alguna en la formación de las huellas. De la misma manera, quien observe sin prejuicios la naturaleza del pensar, no le atribuirá a ella ninguna participación en la aparición de las huellas que se producen en el organismo corporal debido a que el pensar prepara su manifestación por medio del cuerpo.1

Pero ahora surge una pregunta importante. Si la organización humana no participa en la esencia del pensar, ¿qué significado tiene esta organización dentro de la entidad total del ser humano?. Pues bien, lo que ocurre en esa organización por el pensar no tiene nada que ver con la esencia del pensar, pero sí con la formación de la conciencia del Yo a partir de ese pensar. Dentro de la propia esencia del pensar se halla ciertamente el “Yo” real, pero no la conciencia del Yo. Esto lo comprende quien observe el pensar objetivamente. El “Yo” se halla dentro del pensar; la “conciencia del Yo” surge porque las huellas de la actividad pensante se imprimen en la conciencia general, en el sentido antes descrito. (La conciencia del Yo se genera por la organización corporal; lo que no se debe confundir, en absoluto, con la afirmación de que, una vez producida la conciencia del Yo, éste haya de quedar dependiente de la organización corporal. Una vez generada, es acogida en el pensar y, a partir de ahí, forma parte de su esencia espiritual).

La “conciencia del Yo” se basa en la organización humana. De ésta fluyen los actos volitivos. En la línea de lo expuesto anteriormente, sólo será posible comprender la relación entre el pensar, el Yo consciente y el acto volitivo, si se observa en primer lugar cómo el acto volitivo procede de la organización humana.2

En todo acto volitivo, se ha de considerar el motivo y el impulso. El motivo es un factor conceptual o imaginativo; el impulso es el factor de la voluntad, directamente condicionado por la organización humana. El factor conceptual, o motivo, es la causa determinante momentánea de la voluntad; el impulso es la causa determinante permanente del individuo. Motivo de la voluntad puede ser un concepto puro, o un concepto relacionado con alguna percepción, es decir, una representación. Conceptos generales y conceptos individuales (representaciones) llegan a ser motivos de la voluntad porque influyen sobre el individuo humano y le determinan a actuar de una manera específica. Un mismo concepto o bien, una misma representación, influyen sin embargo de distinta manera sobre distintos individuos. Inducen a distintas personas a acciones diferentes. La voluntad, por lo tanto, no es solamente resultado del concepto o de la representación, sino también de la naturaleza individual del hombre. Llamaremos a esta naturaleza individual — siguiendo la terminología de Eduard von Hartmann — la disposición caracterológica.

La manera en la que concepto y representación influyen sobre la disposición caracterológica de una persona, da a su vida un sello moral o ético determinado.

La disposición caracterológica se forma por el contenido más o menos permanente de nuestra vida subjetiva, esto es, por el contenido de nuestras representaciones y de nuestros sentimientos. El que una representación momentánea que surge en mí, me incite o no a un acto volitivo, depende de cómo influya sobre el contenido de mis demás representaciones y sobre mis sentimientos personales. El contenido de mis representaciones, sin embargo, se halla a su vez condicionado por la suma de aquellos conceptos que en el curso de mi vida individual se hayan formado en relación con percepciones, esto es, que hayan llegado a hacerse representaciones. Esto, una vez más, depende de mi mayor o menor capacidad de intuición y del alcance de mis observaciones, esto es, de los factores subjetivos y objetivos de mis experiencias, de mi determinación interior y de las condiciones de mi vida. Mi disposición caracterológica se halla determinada muy especialmente por mis sentimientos. De que yo vivencie una determinada representación o un concepto como alegría o dolor dependerá el que lo haga motivo de mi actuar o no.

Estos son los elementos que entran en consideración en un acto volitivo. La representación directamente presente o el concepto que convierte en motivo, determinan la finalidad, el objetivo de mi voluntad; mi disposición caracterológica me determina a dirigir mi actividad hacia ese fin. La idea de dar un paseo dentro de media hora, determina la finalidad de mi acción. Pero esta idea sólo será elevada a motivo de la voluntad si encuentra una disposición caracterológica adecuada, es decir, si por las experiencias anteriores de mi vida me he formado una representación del sentido que tiene dar un paseo, del valor de la salud y, además, si la idea de dar un paseo está unida en mí con el sentimiento del placer.

Por consiguiente, hemos de distinguir: 1. Las posibles disposiciones subjetivas capaces de convertir en motivos ciertas representaciones y conceptos; y 2. Las posibles representaciones y conceptos que pueden influir sobre mi disposición caracterológica de tal manera que se produzca un acto de voluntad. Las primeras representan los impulsos, las segundas los fines de la moral.

Los impulsos morales los podemos encontrar si examinamos de qué elementos se compone la vida individual.

El primer nivel de la vida individual es la percepción, y más exactamente, la percepción a través de los sentidos. Aquí nos encontramos en esa esfera de nuestra vida individual en la que la percepción se traduce directamente en voluntad, sin intervención de ningún sentimiento o concepto. Este impulso humano se denominará sencillamente instinto. La satisfacción de nuestras necesidades más elementales, puramente animales (el hambre, la relación sexual, etc.), se forman de esta manera. La característica de la vida instintiva reside en la espontaneidad con que la percepción específica libera la voluntad. Esta manera de determinar la voluntad, que originariamente sólo es propia de la vida sensual inferior, puede también extenderse a las percepciones de los sentidos superiores. Ante la percepción de un suceso en el mundo exterior reaccionamos sin reflexionar y sin relacionarla con ningún sentimiento especial, como ocurre en nuestro trato social convencional. El impulso de esta manera de actuar se llama tacto, o buen gusto moral. Cuanto más a menudo suceda que una percepción suscite esta clase de acción espontánea, más capaz será la persona para actuar simplemente impulsada por el tacto; el tacto se convierte en su disposición caracterológica.

El segundo nivel de la vida humana es el sentimiento. Las percepciones del mundo exterior van acompañadas de sentimientos específicos. Estos sentimientos pueden traducirse en impulsos para actuar. Si veo un hombre hambriento, mi compasión hacia él puede suscitar el impulso de mi acción. Algunos de estos sentimientos son: el pudor, el orgullo, la honra, la humildad, el arrepentimiento, la compasión, la venganza, la gratitud, la piedad, la lealtad, los sentimientos de amor y del deber.3

El tercer nivel de la vida es, finalmente, el del pensamiento y el de las representaciones. Por la mera reflexión puede traducirse una representación o un concepto en motivo para actuar. Las representaciones se convierten en motivos debido a que a lo largo de la vida unimos constantemente determinados objetivos de la voluntad con percepciones que se repiten siempre de forma más o menos modificada. A esto se debe el que en personas con un grado de experiencia aún no muy desarrollado, resulta que determinadas percepciones están siempre acompañadas por la aparición en su conciencia de representaciones de acciones que ellos mismos ejecutaron en un caso similar o vieron a otros ejecutarlo. Estas representaciones se les presentan como modelos que determinan todas las decisiones y llegan a formar parte de su disposición caracterológica. Podemos llamar experiencia práctica a este impulso de la voluntad. La experiencia práctica se convierte poco a poco en actos dictados por el tacto. Esto sucede cuando determinadas imágenes de formas de actuar típicas se han unido tan fuertemente en nuestra conciencia con representaciones de ciertas situaciones de la vida, en un caso dado, que pasamos directamente de la percepción al acto volitivo, prescindiendo de toda reflexión basada en la experiencia.

El grado superior de la vida individual lo constituye el pensar conceptual sin referencia a un contenido determinado de nuestras percepciones. Determinamos el contenido de un concepto por intuición pura extrayéndolo de la esfera de las ideas. Un concepto así no contiene, por de pronto, relación alguna con percepciones determinadas. Cuando ejecutamos un acto volitivo bajo la influencia de un concepto ligado a una percepción, esto es, de una representación, entonces es esta percepción la que nos determina indirectamente a través del pensar conceptual. Pero si actuamos bajo la influencia de intuiciones, el impulso de nuestro actuar es el pensar puro. Puesto que en la filosofía se acostumbra a llamar razón a la facultad del pensar puro, queda justificado llamar razón práctica, al impulso moral que corresponde a este nivel. La aportación más clara con respecto a este impulso de la voluntad es la de Kreyenbühl (Philosophische Monatshefte, Vol. XVIII, nº3). [Ethical-Spiritual Activity in Kant — e.Ed.] Considero su trabajo sobre este tema una de las contribuciones más importantes de la filosofía actual, principalmente de la ética. Kreyenbühl llama a este impulso a priori práctico, es decir, un impulso volitivo que surge directamente de mi intuición.

Es evidente que un impulso de este tipo no puede considerarse en sentido estricto que forme parte de la disposición caracterológica, puesto que lo que actúa como impulso ya no es algo meramente individual, sino el contenido ideal y, por tanto, universal de mi intuición. Tan pronto como yo considero justificado este contenido como base y punto de partida de una acción, paso al acto volitivo independientemente de si ya antes poseía el concepto, o de si sólo ha llegado a mi conciencia justo antes de mi acción; independientemente de que yo poseyera o no ese concepto en mí como disposición.

Sólo se produce un acto volitivo verdadero si un impulso momentáneo de la voluntad, en forma de un concepto o de una representación, actúa sobre la disposición caracterológica. Tal impulso se convierte entonces en motivo de actuación.

Los motivos de la moral son las representaciones y los conceptos. Hay moralistas que también consideran el sentimiento un motivo de la moral; afirman, por ejemplo, que la finalidad de la acción moral es la obtención del mayor placer posible para el individuo que actúa. Pero el placer mismo no puede ser motivo, sino únicamente la representación del placer. La representación de un sentimiento futuro, no el sentimiento mismo, puede influenciar mi disposición caracterológica. Pues el sentimiento mismo no existe en el momento de la acción, sino que ha de producirse por ella.

Tanto la representación del bienestar propio, como la del ajeno se consideran, con razón, motivo de la voluntad. El principio de conseguir por medio de la acción la mayor cantidad de placer, es decir, de alcanzar la felicidad individual, se llama egoísmo. Se intenta alcanzar esta felicidad individual buscando sólo el propio bien de forma implacable, incluso a costa de la felicidad de otros individuos (egoísmo puro), o bien promoviendo el bien de otros porque se espera indirectamente de la felicidad ajena una influencia sobre uno mismo, o porque causar perjuicio a otros podría poner en peligro los intereses propios (moral de prudencia). El contenido específico de los principio éticos egoístas dependerá de la idea que el hombre se haga de la propia felicidad o de la felicidad ajena. Cada uno determinará el contenido de sus aspiraciones egoístas según lo que considere como bien (bienestar, esperanza de felicidad, liberación de ciertos males, etc.).

Como otro motivo ha de considerarse el contenido puramente conceptual de una acción. Este contenido no se refiere solamente a la acción particular, como la representación del propio placer, sino a la motivación de una acción basada en un sistema de principios éticos. Estos principios morales pueden regular la vida moral en forma de conceptos abstractos, sin que al sujeto le preocupe el origen de los conceptos. Consideramos entonces simplemente necesidad moral el sometimiento al concepto moral que actúa como mandamiento en nuestro actuar. La justificación de esta necesidad la dejamos a quien exige la sumisión moral, esto es, a la autoridad moral que reconocemos (cabeza de familia, Estado, costumbre social, autoridad eclesiástica, revelación divina). Nos encontramos ante una clase especial de estos principios morales cuando el mandamiento se manifiesta, no a través de una autoridad externa, sino desde nuestro propio interior (autonomía moral). Percibimos entonces en nuestro propio interior la voz a la que debemos someternos. La expresión de esta voz es la conciencia.

Significa ya un progreso moral el que el hombre no haga simplemente motivo de su actuar el mandamiento de una autoridad exterior o interior, sino que se esfuerce por comprender la causa por la que un precepto dado de comportamiento debe actuar como motivo. Este es el progreso que va de la moral basada en la autoridad al actuar a partir de la comprensión moral. En este nivel moral el hombre tratará de conocer las necesidades de la vida moral, y dejará que este conocimiento determine sus actos. Tales necesidades son: 1.El bien máximo para la humanidad, como un fin en sí mismo; 2.El progreso cultural, o la evolución moral de la humanidad hacia una perfección cada vez mayor; 3.La realización de los objetivos de la moral individual, concebidos por la intuición pura.

El bien máximo para toda la humanidad será entendido, naturalmente, de diferente manera por distintas personas. La citada máxima no se refiere a una idea determinada de este “bien”, sino a que todo el que reconozca este principio se esfuerce en hacer lo que en su opinión más favorece al bienestar de la humanidad en general.

El progreso cultural es un caso especial del principio moral ya mencionado para todo aquél a quien los avances positivos de la cultura le producen un sentimiento de placer. Naturalmente tendrá que aceptar la pérdida y destrucción de algunas cosas que también contribuyen al bien de la humanidad. Pero también es posible que alguien vea en el progreso cultural una necesidad moral, independientemente del sentimiento de placer que lleva consigo. En ese caso, este progreso será para él otro principio especial además del mencionado.

Tanto el principio del bien general, como el del progreso cultural están basados en la representación, esto es, en cómo relacionamos el contenido de las ideas morales con determinadas experiencias (percepciones). Sin embargo, el principio moral más elevado que podemos imaginarnos, es aquél que no tiene este tipo de relación establecida de antemano, sino que surge de la intuición pura, y que sólo después busca algún vínculo con la percepción (con la vida). En este caso, la determinación sobre lo que se debe querer procede de otro criterio distinto que los casos precedentes. Quien se adhiere al principio moral del bien general, lo primero que se preguntará en todas sus actuaciones será cómo contribuyen sus ideales a ese fin.

Quien sigue el principio moral del progreso cultural actuará de manera similar. Pero existe una forma aún más elevada, aquélla que no parte de una finalidad moral preestablecida en cada caso, sino que da un determinado valor a todos los principios morales y que, ante cada caso, siempre se pregunta cuál es el principio moral que tiene más importancia. Puede suceder que dependiendo de las circunstancias, alguien estime correcto, y por lo tanto motivo de su actuar, el estímulo del progreso cultural, en otras, el del bien general, o en un tercer caso, el del bien propio. Pero sólo cuando todas las demás razones determinantes pasan a segundo término entra en consideración y en primer lugar la intuición conceptual misma. Con ello, los demás motivos dejan su posición dominante, y sólo el contenido ideal de la acción actúa como motivo de la misma.

Entre los diversos niveles de la disposición caracterológica hemos visto que el más elevado es el pensar puro o razón práctica. Entre los motivos hemos señalado la intuición conceptual como el más elevado. Si lo consideramos más detenidamente, salta a la vista que en este nivel de moral el impulso y el motivo coinciden, es decir, que ni una disposición caracterológica determinada, ni la norma de un principio ético exterior, influyen sobre nuestra conducta. La acción, por lo tanto, no se ejecuta de forma rutinaria siguiendo alguna regla, ni de manera automática como respuesta a un impulso externo, sino que está determinada únicamente por su contenido ideal.

Tales actos presuponen la facultad de la intuición moral. Quien carece de la capacidad de vivenciar en sí el principio moral que se ajusta a cada caso, nunca llegará a realizar un acto volitivo verdaderamente individual.

El principio ético justamente opuesto a éste es el de Kant: “Actúa de tal manera que los principio de tu acción puedan ser válidos para todos los hombres”. Este precepto significa la muerte de todo impulso individual. La norma para mí no puede ser cómo actuarían todos los hombres, sino qué es lo que yo debo hacer en cada caso particular.

Un examen superficial podría quizás objetar a estas consideraciones: ¿Cómo puede la acción individual amoldarse al caso y a la situación específicos y, sin embargo, estar a la vez determinada de forma puramente ideal por la intuición? Esta objeción se basa en una confusión del motivo moral con el contenido perceptual de la acción. Este último puede ser motivo, y lo es de hecho, por ejemplo, en el caso del progreso cultural, de la acción por egoísmo, etc., pero cuando se actúa sobre la base de la intuición moral pura, no lo es. Mi yo, naturalmente, dirige su mirada hacia el contenido de la percepción, pero no se deja determinar por el mismo. Sólo utiliza este contenido para formarse un concepto cognoscitivo, pero el concepto moral correspondiente no lo toma el Yo del objeto. El concepto cognoscitivo de una situación determinada que se me presenta es a la vez un concepto moral sólo si yo parto del punto de vista de un principio moral determinado. Si únicamente quisiera basarme en el principio moral de la evolución cultural general, recorrería el mundo por un camino prefijado de antemano. De todo suceso que percibo y que me puede concernir, surge a la vez un deber moral, a saber: contribuir en lo que yo pueda para que ese suceso sirva para la evolución cultural. Aparte del concepto que me revelan las relaciones naturales de un suceso o de una cosa, éstos llevan también una etiqueta moral que, para mí, como ser moral, contiene un precepto ético que me indica cómo debo comportarme. Esta etiqueta moral está justificada dentro de su campo, pero a un nivel superior coincide con la idea que se me presenta en el caso concreto.

Los hombres son muy distintos en cuanto a su facultad intuitiva. En uno brotan las ideas con toda facilidad, otro las adquiere con esfuerzo. Las situaciones en las que viven los hombres y en donde desarrollan su actividad no son menos diferentes. Cómo actúa un hombre dependerá, por tanto, de cómo funciona su facultad intuitiva ante una situación determinada. La suma de las ideas activas, el contenido real de nuestras intuiciones, es lo que constituye lo individual de cada persona, dentro de lo universal del mundo de las ideas. En tanto este contenido intuitivo influye en nuestro actuar, constituye el contenido moral del individuo. Permitir la expresión vital de este contenido es el impulso moral más elevado y, al mismo tiempo, el motivo más alto del hombre que comprende que en último término todos los demás principios morales se reúnen en este contenido. Este punto de vista puede llamarse el individualismo ético.

El factor decisivo de una acción determinada intuitivamente en un caso concreto es descubrir la intuición totalmente individual que le corresponde. En este nivel de la moral podemos hablar de conceptos éticos generales (normas, leyes) únicamente en tanto que éstos resultan de la generalización de los impulsos individuales. Las normas generales presuponen siempre hechos concretos de los que pueden derivarse. Pero los hechos son producidos primero por el actuar humano.

Si buscamos los preceptos (lo conceptual de las acciones de los individuos, de los pueblos, y de las épocas) obtenemos una ética, pero no como ciencia de normas morales, sino como historia natural de la moral. Sólo las leyes así obtenidas se relacionan con el actuar humano, lo mismo que las leyes naturales se relacionan con un fenómeno particular. Si se quiere comprender cómo se origina la acción del hombre en su voluntad moral, hay que estudiar en primer lugar la relación entre esa voluntad y la acción. Primero tenemos que prestar atención a acciones en las que dicha relación es el factor determinante. Si yo u otra persona reflexionamos más tarde sobre esa acción, podremos descubrir qué principios morales han sido tenidos en cuenta. Mientras yo actúo me impulsa el principio moral en la medida en que éste vive intuitivamente en mí. Está unido a mi amor hacia el objetivo que quiero realizar con mi acción. No pregunto a nadie si debo ejecutar esa acción, ni tomo norma alguna como referencia, sino que la llevo a cabo en cuanto he aprehendido la idea. Sólo de esta manera es mi acción. Quien sólo actúe de acuerdo a determinadas normas morales su acción será el resultado de los principios de su código moral. El es mero ejecutor. Es un autómata superior. Introducid en su conciencia un estímulo, e inmediatamente el mecanismo de sus principios morales se pone en movimiento, siguiendo su curso establecido para realizar una acción cristiana o humana que considere desinteresada, o una acción para el progreso cultural. Sólo cuando me guío por mi amor hacia el objeto, sólo entonces soy yo mismo el que actúa. En este nivel de la moral no actúo porque me someto a un superior, ni a una autoridad externa, ni a la llamada voz interior. No reconozco ningún principio externo para mis actos, porque he encontrado en mí mismo la razón de mi actuar, el amor a la acción. No examino intelectualmente si mi acción es buena o mala; la llevo a cabo porque la amo. Será “buena”, si mi intuición impregnada de amor se sitúa correctamente en el todo universal vivenciado intuitivamente; “mala”, si no es así. Tampoco me pregunto: ¿cómo actuaría otra persona en mi caso? sino que actúo tal como yo, como individualidad particular, me veo inducido a querer. No me guía de manera directa, ni la costumbre general, ni la moral general, ni los preceptos humanos generales, ni la norma moral, sino mi amor por la acción. No siento ninguna presión, ni la presión de la naturaleza que me guía en mis instintos, ni la presión de los mandamientos morales, sino que sencillamente quiero llevar a cabo lo que llevo dentro.

Los defensores de las normas morales generales podrían quizás objetar a estas conclusiones: “Si cada uno sólo se dedica a gozar de la vida y hacer lo que quiere, no habrá ninguna diferencia entre la buena acción y el crimen; cada fechoría que se me ocurra tendrá el mismo derecho a realizarse que la intención de servir al bien general. Para mí, como hombre moral, no puede ser determinante el hecho de haber concebido la idea de una acción, sino la comprobación de si es buena o mala. Solamente en el primero de los casos he de llevarla a cabo.

Mi respuesta a esta objeción evidente, pero que proviene de una interpretación errónea de lo expuesto, es la siguiente: quien desee conocer la naturaleza de la voluntad humana deberá distinguir entre el camino por el que esta voluntad se desarrolla hasta cierto grado, y la característica propia que la voluntad adopta al aproximarse al objetivo. En el camino hacia este objetivo las normas desempeñan un papel justificado. La meta consiste en la realización de los fines morales aprehendidos por pura intuición. El hombre logra tales fines en la medida en que posee la capacidad de elevarse realmente al contenido intuitivo del contenido ideal del mundo. En la acción volitiva particular, la mayor parte de las veces se mezclan otros elementos como impulso o motivo de su fin. Pero a pesar de ello, la intuición puede ser en todo o en parte, factor determinante de la voluntad humana. Lo que se debe hacer se hace; se aporta el medio en donde lo que debe hacerse se convierte en acción; la acción propia es la que el sujeto hace surgir de sí mismo. El impulso sólo puede ser enteramente individual. Y en verdad sólo puede ser una acción volitiva individual la que proviene de la intuición. Sólo es posible considerar la acción criminal, el mal, como expresión de la individualidad en el mismo sentido que la realización de la intuición pura, si se consideran los instintos ciegos parte de la individualidad humana. Lo que se debe hacer se hace; se aporta el medio en donde lo que debe hacerse se convierte en acción; la acción propia es la que el sujeto hace surgir de sí mismo. El impulso sólo puede ser enteramente individual. Y en verdad sólo puede ser una acción volitiva individual la que proviene de la intuición. Sólo es posible considerar la acción criminal, el mal, como expresión de la individualidad en el mismo sentido que la realización de la intuición pura, si se consideran los instintos ciegos parte de la individualidad humana. Pero el instinto ciego que mueve al crimen no procede de la intuición y no pertenece a lo individual del ser humano, sino a lo más general en él, a aquello que todos los individuos tienen por igual, y que el hombre supera con su individualidad. Lo individual en mí no es mi organismo con sus instintos y sentimientos, sino el mundo coherente de las ideas que resplandecen en este organismo. Mis impulsos, instintos y pasiones no prueban sino que pertenezco al género humano; el hecho de que en esos instintos, pasiones y sentimientos se expresa de manera especial un elemento ideal, prueba el hecho de mi individualidad. Por mis instintos y pasiones soy un hombre común impersonal; por la forma particular de las ideas por las cuales me distingo como Yo dentro de lo común, soy individuo. La diferenciación de mi naturaleza animal, sólo podría distinguirla de la de otros un ser ajeno a mí; pero por mi pensamiento, esto es, por la aprehensión activa de lo que se expresa como lo ideal a través de mi organismo, me diferencio yo mismo de otros. Por consiguiente, no se puede decir que la acción del criminal provenga de la idea. De hecho, precisamente lo característico de los actos criminales es que provienen de elementos no-ideales del hombre.

Una acción se considera libre en tanto que su razón proceda del aspecto ideal de mi ser individual; cualquier otro aspecto de una acción, tanto si se lleva a acabo forzado por la naturaleza, como por la necesidad de una forma ética, se considera como no libre.

Sólo es libre el hombre que en todo momento de su vida es capaz de obedecerse a sí mismo. Un acto moral es únicamente mi acto, si puede considerarse libre en este sentido. Aquí se trata en primer lugar de saber bajo qué condiciones puede un acto volitivo ser considerado libre; cómo se realiza en el ser humano esta idea de la libertad concebida en sentido puramente ético, se describe a continuación.

La acción a partir de la libertad no excluye las leyes morales, sino que las incluye; sólo que esta acción aparece a un nivel superior, en comparación con la que sólo es dictada por esas leyes. ¿Por qué ha de servir menos al bien general la acción que yo ejecuto por amor, que aquella que sólo llevo a cabo porque siento el deber de servir al bien de la humanidad? El simple concepto del deber excluye la libertad, porque no quiere reconocer lo individual, sino que exige la sumisión de esto último a la norma general. La libertad del actuar sólo es concebible desde el punto de vista del individualismo ético.

¿Cómo es posible la convivencia de los hombres, si cada uno sólo se esfuerza por hacer valer su propia individualidad? Esta objeción caracteriza una moral mal entendida. Esta cree que una comunidad humana sólo es posible si todos están unidos por un ordenamiento moral común establecido. Esta moralidad no entiende, precisamente, la unidad del mundo de las ideas. No comprende que el mundo de las ideas que actúa en mí es el mismo que actúa en los demás. Esta unidad es, sin embargo, sólo un resultado de la experiencia de la vida. Pero tiene que ser así. Pues si pudiera conocerse por algún otro medio que por la observación, esa esfera estaría regida no por la vivencia individual, sino por la norma general. La individualidad únicamente es posible si cada ser individual sabe del otro solamente a través de la observación individual. La diferencia entre yo y los otros hombres no está en absoluto en que vivamos en dos mundos espirituales totalmente distintos, sino en que el otro recibe del mundo común de las ideas otras intuiciones que yo. El quiere vivenciar sus intuiciones, yo las mías. Si ambos nos inspiramos en la idea y no obedecemos a ningún impulso externo (físico o espiritual) no podemos sino encontrarnos en las mismas aspiraciones, en las mismas intenciones. El malentendido moral, el desacuerdo, queda totalmente excluido en hombres moralmente libres. Sólo el hombre no libre, el que obedece al instinto natural o a un precepto de deber, rechaza al prójimo si éste no sigue el mismo instinto y el mismo precepto. Vivir en el amor por la acción y dejar vivir por la comprensión de la voluntad ajena, ésta es la máxima fundamental del hombre libre. No conocen otro deber que el que concuerda intuitivamente con su voluntad; como querrán actuar en un caso determinado, se lo indicará su capacidad para percibir las ideas.

¡Si la sociabilidad no fuera una cualidad inherente a la naturaleza humana, no sería posible inculcársela por leyes externas! Solamente porque los individuos humanos son uno en espíritu, pueden desarrollarse uno al lado de los otros. El hombre libre no exige unanimidad alguna a su prójimo, pero la espera porque es parte de la naturaleza humana. Con ello no me refiero a las necesidades de ésta o aquella institución externa, sino a la actitud interior y al estado del alma a través de los cuales el hombre que se vivencia a sí mismo entre semejantes a los que aprecia, hace justicia sobre todo a la dignidad humana.

Habrá muchos que mantengan que el concepto de hombre libre que presento es una quimera, que no existe en la realidad; que tratamos con hombres de carne y hueso, de los que sólo podemos esperar un comportamiento moral si obedecen una ley moral, si consideran su misión moral como deber, y si no siguen libremente sus inclinaciones y sus gustos. Esto no lo pongo en duda. Sólo un ciego podría negarlo. Pero si esta es la conclusión definitiva, debemos entonces desechar toda la hipocresía de la moral y decir simplemente: la naturaleza humana tiene que ser forzada a actuar, mientras no sea libre. El que esta falta de libertad venga impuesta por medios físicos o por leyes morales, el que el hombre no sea libre porque obedece a su ilimitado instinto sexual, o porque esté sometido a las normas de la moral convencional es, desde cierto punto de vista, indiferente. Pero entonces no puede afirmarse que una persona justifique como suya una acción, cuando ha sido forzada a ella por una fuerza externa. Sin embargo, en medio de este orden de fuerzas coactivas se elevan los espíritus libres, hombres que se encuentran a sí mismos, dentro de la confusión de costumbres, leyes, preceptos religiosos, etc. Son libres en cuanto que sólo se obedecen a sí mismos, no libres, en cuanto que se someten. ¿Quién de nosotros puede afirmar que es realmente libre en todas sus acciones? Sin embargo, en cada uno de nosotros mora un ente más profundo, en el que el hombre libre se manifiesta.

Nuestra vida se compone de acciones libres y no libres. Pero no podemos llegar a un concepto completo del hombre, sin pensar en el espíritu libre como la expresión más pura de la naturaleza humana. De hecho, sólo somos verdaderamente hombres en cuanto que somos libres.

Muchos dirán que esto es un ideal. Sin duda, pero un ideal que como elemento real en nuestro ser se abre paso hacia la superficie. No es un ideal meramente inventado o soñado, sino uno que tiene vida y que se anuncia claramente incluso en la forma más imperfecta de su existencia. Si el hombre sólo fuera una criatura natural, sería absurda la búsqueda de ideales, esto es, de ideas por el momento no actualizables, pero cuya realización, sin embargo, exigimos. En relación a los objetos del mundo exterior, la idea se halla determinada por la percepción; cumplimos nuestro cometido cuando descubrimos la relación entre idea y percepción. Pero en el ser humano no es así. La suma de su existencia no queda determinada sin su participación; su verdadero concepto como hombre moral (espíritu libre) no está unido de antemano en forma objetiva con la imagen perceptual “hombre”. En este caso, concepto y percepción sólo se corresponden, si el hombre los hace coincidir. Pero sólo lo logra cuando ha encontrado el concepto de espíritu libre, esto es, el concepto de sí mismo. En el mundo objetivo nuestra organización traza una línea divisoria entre percepción y concepto; el conocimiento supera esta división. En la naturaleza subjetiva esta división es menor; el hombre la supera en el curso de su evolución en la medida en que da expresión en su manifestación externa al concepto de sí mismo. Por lo tanto, no sólo la vida intelectual del hombre, sino también la ética nos muestra su doble naturaleza: el percibir (vivencia inmediata) y el pensar. La vida intelectual supera esta doble naturaleza a través del conocimiento; la vida moral, a través de la actualización real del espíritu libre. Todo ser tiene su propio concepto inherente (la ley de su ser y de su actividad); pero en las cosas del mundo externo, el concepto está unido a la percepción inseparablemente, y sólo separado de ella dentro de nuestro organismo espiritual. En principio, en el ser humano concepto y percepción se hallan de hecho separados, precisamente para que sea él mismo quien los una. Se puede objetar: “a nuestra percepción del ser humano le corresponde, en cada momento de su vida, un concepto determinado, lo mismo que a cualquier otro objeto. Yo puedo formarme el concepto de un hombre corriente, e incluso encontrarlo como percepción; y si a este concepto le añado también el del espíritu libre, tengo entonces dos conceptos del mismo objeto”.

Esto es una forma de pensar unilateral. Yo, como objeto de percepción, me encuentro en continua transformación. De niño era de una manera, de adolescente y de adulto de otra. Es más, mi imagen perceptual cambia a cada momento con respecto a la anterior. Estos cambios pueden realizarse de manera que en ello siempre se exprese el mismo hombre (el hombre masa), o bien, que presentan la expresión del espíritu libre. El objeto perceptual de mi acción, está sujeto a estos cambios.

El objeto perceptual “hombre” tiene la posibilidad de transformarse, lo mismo que la semilla de la planta lleva en sí la posibilidad de convertirse en planta entera. La planta se transforma debido a la ley objetiva que le es inherente; el hombre permanece en su estado imperfecto a no ser que tome la substancia de transformación que lleva en sí, y la de transformarse por su propia fuerza. La naturaleza hace del hombre simplemente un ser natural; la sociedad, hace de él un ser que actúa de acuerdo con las leyes; pero sólo él mismo puede hacer de sí un ser libre. La naturaleza deja libre de ataduras al hombre a cierto nivel de su desarrollo; la sociedad lleva este desarrollo un paso más hacia adelante; el último perfeccionamiento sólo puede dárselo el hombre a sí mismo.

Por lo tanto, el punto de vista de la moral libre no sostiene que el espíritu libre sea la única forma en la que el hombre puede existir. Ve en la espiritualidad libre el último estado evolutivo del hombre. Con esto no se niega que las normas de actuación no estén justificadas como niveles de evolución. Pero no pueden reconocerse como criterio moral absoluto. Sin embargo, el espíritu libre trasciende las normas en el sentido de que no vivencia las leyes como motivos, sino que ordena sus actos de acuerdo con sus impulsos (intuiciones).

Kant dice del deber: “¡Deber! sublime y grandioso nombre, que no admites ni preferencias ni alabanzas, sino que exiges sumisión”, que “estableces la ley... que hace enmudecer todas las inclinaciones, aunque en secreto se le opongan”, a lo cual replica el hombre desde la conciencia del espíritu libre: “¡Libertad! nombre amable y humano, que llevas en ti todo lo moralmente más querido; que más me dignificas como ser humano, y que no me haces servidor de nadie, pues no estableces simplemente una ley, sino que esperas a lo que mi amor moral reconozca por sí mismo como ley, porque ante toda ley impuesta por al fuerza se siente no libre”.

Esta es la contraposición entre la moral basada meramente en la ley, y la libre.

El hombre de mente estrecha, que ve la moral personificada en algo establecido externamente, verá quizás al espíritu libre como un hombre incluso peligroso. Pero es así sólo porque su mirada está limitada a una época determinada. Si pudiera ver más allá de ésta, pronto encontraría que el espíritu libre no tiene necesidad ni de dejar de acatar las leyes del Estado, ni de oponerse nunca a ellas. Pues las leyes del Estado provienen en su totalidad de intuiciones de espíritus libres, lo mismo que todas las demás leyes objetivas de la moral. No existe ley observada por la autoridad familiar, que no fuera en su momento concebida intuitivamente y establecida por un antepasado; incluso las leyes convencionales de la moral son creadas en primer lugar por hombres determinados; y las leyes estatales se generan siempre en la mente de un hombre de Estado. Estos espíritus dirigentes crearon las leyes para los demás hombres, y sólo será no libre quien olvide este origen y las convierta en mandamientos sobrehumanos, en conceptos de deber moral objetivos independientes del hombre, o en voz imperativa interior que le fuerza debido a su falso misticismo. Pero quien no pasa por alto dicho origen, sino que lo busca en el hombre, lo tendrá en cuenta como parte del mismo mundo de las ideas, del cual él también extrae sus intuiciones morales. El que cree que él las tiene mejores, intentará sustituir las que ya existen; pero si considera que las existentes están justificadas, actuará de acuerdo con ellas, como si fueran suyas.

No debe consagrarse la fórmula de que el hombre existe para llevar a cabo en el mundo un orden moral independiente de él. Quien lo afirmara se encontraría, con respecto a la antropología, en la misma situación en la que estaba la ciencia natural que creía que el toro tiene cuernos para poder dar cornadas. Afortunadamente, los naturalistas han desechado este concepto de finalidad. La ética tiene más dificultad para librarse de él. Pero así como los cuernos no existen con la finalidad de dar cornadas, sino que éstas son posibles gracias a los cuernos; del mismo modo el hombre no existe para la moral, sino que ésta existe gracias al hombre. El hombre libre actúa moralmente porque tiene una idea moral; pero no actúa para que haya moral. Los hombres, como individuos con las ideas morales que son inherentes a su naturaleza, son la condición previa del orden moral del mundo.

El individuo humano es la fuente de toda moral y el centro de la vida de la Tierra. El Estado, la sociedad, han surgido como consecuencia necesaria de la vida individual. Que luego el Estado y la sociedad a su vez, influyan sobre la vida individual, es tan comprensible como lo es el hecho de que el uso de los cuernos para dar cornadas influya sobre el desarrollo posterior de los cuernos del toro, que de no ser usados durante mucho tiempo se atrofiarían. Así también se atrofiaría el desarrollo del individuo si llevara una existencia aislada, fuera de la comunidad humana. Esta es precisamente la finalidad del orden social, que influya a su vez favorablemente sobre el individuo.





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