LA FILOSOFÍA DE LA LIBERTAD Y EL MONISMO
El hombre ingenuo que sólo considera real lo que puede ver con los
ojos y tocar con las manos, exige también para su vida moral móviles
perceptibles con los sentidos. Exige algo o alguien que le comunique
dichos móviles de manera comprensible para los sentidos. Dejará que
estos móviles se los dicte, como mandatos, un hombre a quien considere
más sabio y más poderoso que él, o a quien, por cualquier otra razón,
reconozca como superior. De esta manera surgen como principios
morales, los ya mencionados de la familia, del Estado, de la sociedad,
de la Iglesia y de Dios. El hombre más apocado acepta aún la autoridad
de otra persona; el que se encuentra algo más desarrollado, deja que
su conducta moral sea dictada por una mayoría (el Estado, la
sociedad). Siempre se apoya en poderes perceptibles. Quien finalmente
llega a la convicción de que, en el fondo, estos hombres son tan
débiles como él, busca orientación en un poder superior, en un ser
divino, a quien atribuye características perceptibles sensorialmente.
Deja que ese ser le transmita, también de manera perceptible, el
contenido conceptual de su vida moral, ya sea que se le
aparezca el Dios en la zarza ardiendo, ya sea que viva en forma
humana entre los hombres y les comunique de manera que le puedan oír,
lo que deben y lo que no deben hacer.
El grado evolutivo más elevado del realismo ingenuo en el campo de la
moral es aquél en el que el mandamiento moral (la idea moral) es
separado de toda entidad ajena a uno mismo y se considera
hipotéticamente como fuerza abstracta en el mundo interior propio. Lo
que el hombre había percibido primero como voz divina externa, lo
percibe ahora como potencia independientemente en su interior, y habla
de esta voz interior de tal manera, que la identifica con la
conciencia.
Con ello, sin embargo, queda superado el nivel de la conciencia
ingenua, y entramos en una esfera en la que las leyes morales pasan a
ser normas independientes. Dejan entonces de tener portador y se
convierten en entidades metafísicas que existen por sí mismas. Son
análogas a las fuerzas invisibles-visibles del realismo metafísico,
que no busca la realidad por medio de la participación que la entidad
humana tiene en ésta por el pensar, sino que añade estas leyes
morales, hipotéticamente, a lo que se vivencia. Asimismo, las normas
morales extrahumanas siempre aparecen como fenómeno acompañante de
este realismo metafísico. Este tiene que buscar también el origen de
la moral en la esfera de la realidad extrahumana. Aquí existen
diversas posibilidades. Si se concibe la supuesta entidad como ser sin
pensamiento regido por leyes puramente mecánicas, tal como hace el
materialismo, entonces también ha de producir a partir de sí mismo al
individuo humano con cuanto le es inherente, por necesidad puramente
mecánica. En este caso, la conciencia de la libertad sólo puede ser
ilusión. Pues, mientras yo me considero autor de mis actos, es la
materia de la que estoy compuesto y sus procesos de movimiento lo que
actúa en mí. Me creo libre; pero todos mis actos son, de hecho,
resultado de los procesos en los que se basa mi organismo corporal y
espiritual. Según esta tesis, nuestro sentimiento de libertad se debe
a que desconocemos los motivos que nos fuerzan. Esta tesis sostiene:
Tenemos que... poner de relieve que el sentimiento de libertad
se basa en la ausencia de motivos de coacción externos.
Nuestro actuar, lo mismo que nuestro pensar está sujeto a la
necesidad.
Otra posibilidad es que alguien vea lo Absoluto extrahumano en un ser
espiritual oculto tras los fenómenos. En este caso también ha de
buscar el impulso de sus actos en esta fuerza espiritual. Considerará
los principios morales que encuentra en su razón como un efluvio de
ese ser, que tiene intenciones propias con respecto al hombre. Para el
dualista de esta orientación, las leyes morales están dictadas por lo
Absoluto, y el hombre con su razón simplemente tiene que investigar la
voluntad de este ser absoluto y llevarla a cabo. El orden moral del
mundo le parece reflejo perceptible de un orden superior más allá de
aquél. La moral terrenal es la expresión del orden universal
extrahumano. En este orden moral no es el hombre lo que importa, sino
el ser en sí, el ser extrahumano. El hombre debe hacer lo que
ese ser quiere. Eduard von Hartmann se representa
a ese ser en sí como la divinidad, para la cual la propia existencia
es sufrimiento, y cree que este ser divino ha creado el mundo para
liberarse, a través de él, de su infinito sufrimiento. Este filósofo
considera por lo tanto la evolución moral de la humanidad como un
proceso destinado a lograr la redención de la divinidad:
Sólo por medio de la creación de un orden moral universal por
individuos racionales y autoconscientes, puede ser llevado el proceso
universal a alcanzar su meta. La existencia real es la
encarnación de la divinidad, el proceso universal es la pasión de Dios
encarnado y, al mismo tiempo, el camino de la redención del
Crucificado en la carne; y la moral es la colaboración para
abreviar ese camino de sufrimiento y de
redención.
(Hartmann, La fenomenología de la conciencia ética).2
En este sentido, el hombre no actúa porque él quiere, sino que
debe actuar porque Dios quiere ser redimido. Así como el
dualismo materialista convierte al hombre en autómata cuyo actuar es
sólo el resultado de leyes puramente mecánicas, el dualismo
espiritualista (esto es, quien ve lo absoluto, el ser en sí, como algo
espiritual de lo que el hombre con su vida consciente no forma parte)
le convierte en esclavo de la voluntad de ese Absoluto. La libertad
queda totalmente descartada tanto dentro del materialismo, como en el
espiritualismo unilateral, así como desde luego, en el realismo
metafísico que infiere, pero no vivencia, lo extrahumano como realidad
verdadera.
Tanto el realismo ingenuo como el metafísico si son consecuentes,
tienen que negar la libertad por la misma razón, porque consideran que
el hombre sólo es ejecutor de principios que le son impuestos
necesariamente. El realismo ingenuo mata la libertad por el
sometimiento a la autoridad de un ser perceptible, o de un ser
imaginado por analogía con las percepciones, o, por último, de la voz
interior abstracta que interpreta como
conciencia; el realismo metafísico que sólo explora lo
extrahumano, no puede reconocer la libertad porque considera al hombre
determinado mecánica o moralmente por un ente en sí.
El monismo tiene que reconocer la justificación parcial del
realismo ingenuo, puesto que reconoce la justificación del mundo de la
percepción. Quien es incapaz de producir ideas morales por la
intuición, tiene que recibirlas de otros. En tanto que el hombre
recibe sus principios morales desde afuera es, de hecho, no-libre.
Pero el monismo atribuye a la idea igual importancia que a la
percepción. La idea puede, sin embargo, encontrar expresión en el
individuo humano; y en cuanto que el hombre sigue los impulsos
procedentes de esa esfera, se experimenta a sí mismo como libre. Por
otra parte, el monismo niega toda justificación a la metafísica basada
solamente en conclusiones y, por tanto, también a los impulsos del
actuar procedentes de los llamados entes en sí. Según la
concepción monista, el hombre no puede actuar de manera libre cuando
obedece a una coacción exterior perceptible; actúa libremente cuando
se obedece únicamente a sí mismo. El monismo no puede reconocer
ninguna coacción inconsciente oculta tras la percepción y el concepto.
Cuando alguien afirma que una acción de su prójimo ha sido ejecutada
de manera no-libre, tendrá que identificar, dentro del mundo
perceptible, el objeto, la persona, o la organización que ha inducido
a la persona a ejecutar la acción; cuando quien hace la afirmación
apela a causas del obrar que se hallan fuera del mundo real, físico o
espiritual, el monismo no podrá entonces aceptar tal afirmación.
Según la concepción monista, el hombre actúa en parte de manera
no-libre, y en parte libremente. Se encuentra no-libre en el mundo de
las percepciones, y realiza en sí mismo el espíritu libre.
Los preceptos morales que el metafísico meramente inductivo ha de
considerar como provenientes de una potencia superior, son para el
seguidor del monismo pensamientos de los hombres; para él el
orden moral del mundo no es ni imagen de un orden natural puramente
mecánico, ni un orden del mundo extrahumano, sino absolutamente obra
humana libre. El hombre no tiene que llevar a cabo la voluntad de un
ser separado de él en el mundo, sino la suya propia; él no realiza las
resoluciones e intenciones de otro ser, sino las suyas propias. El
monista no ve detrás del obrar humano los fines de un gobierno
universal ajeno a él, y que determina a los hombres según una voluntad
externa, sino que los hombres persiguen, en tanto que realizan ideas
intuitivas, solamente sus propios fines humanos. Además cada
individuo persigue sus propios fines particulares, pues el mundo de
las ideas encuentra su expresión, no en una comunidad de hombres, sino
únicamente en los individuos humanos. Lo que aparece como meta
colectiva de un grupo humano es únicamente el resultado de los actos
volitivos singulares de los individuos y, de hecho, normalmente de los
de algunos excepcionales, a los que los demás reconocen como
autoridades. Cada uno de nosotros está llamado a ser un
espíritu libre, lo mismo que toda semilla de rosa está llamada
a convertirse en rosa.
El monismo es por lo tanto dentro de la esfera del actuar moral
filosofía de la libertad. Y por ser filosofía de la
realidad, rechaza tanto las restricciones metafísicas irreales
del espíritu libre, como reconoce las restricciones físicas e
históricas (ingenuo-reales) del hombre ingenuo. Al no considerar al
hombre como producto acabado que en cada momento de su vida despliega
todo su ser, le parece fútil la controversia de si el hombre como tal
es libre o no. Ve al hombre como un ser en evolución y se
pregunta si en el curso de este desarrollo podrá llegar a alcanzar
también el grado de espíritu libre.
El monismo sabe que la naturaleza no suelta de sus brazos al hombre
como espíritu libre totalmente desarrollado, sino que le conduce hasta
cierto grado, a partir del cual sigue aún desarrollándose como ser
no-libre, hasta llegar al punto en que él se encuentra a sí mismo.
El monismo también ve claramente que un ser que actúa bajo coacción
física o moral no puede ser realmente moral. Considera el estadio del
actuar automático (según impulsos e instintos naturales) y el de la
obediencia (de acuerdo con normas morales), como fases necesarias
previas de la moralidad, pero reconoce la posibilidad de superar ambos
estadios transitorios por el espíritu libre. El monismo libera a la
verdadera concepción moral del mundo tanto de las ataduras mundanas de
las máximas de la moral ingenua, como de las máximas morales
trascendentes de la especulación metafísica. El monismo no las puede
eliminar del mundo, como tampoco puede eliminar del mundo la
percepción; rechaza esta última porque busca dentro del mundo todos
los principios que explican los fenómenos y no busca ninguno fuera de
él. Del mismo modo que el monismo rehusa tomar en consideración otros
principios cognoscitivos que los aplicables al hombre, (ver cap. VII)
así también rechaza pensar en otras máximas morales excepto las
específicamente humanas. La moral humana, lo mismo que el conocimiento
humano, está condicionada por la naturaleza del hombre. Y así como
otros seres entenderán por conocimiento algo muy distinto a lo que
entendemos nosotros, tendrán también otra moral. La moral para el
monista es una característica específicamente humana, y la
libertad la forma humana de ser moral.
Suplemento para la nueva edición (1918)
Al formar un juicio sobre lo expuesto en los capítulos precedentes
puede surgir la dificultad de creer que se da una contradicción. Por
un lado se habla de la vivencia del pensar como de una vivencia
universal con el mismo significado para toda conciencia humana; por el
otro se muestra que las ideas que se realizan en la vida moral, y que
son similares a las que se elaboran en el pensar, se manifiestan de
manera individual en cada conciencia humana. Quien se sienta obligado
a mantener que estos dos aspectos están en contradicción
y no reconozca que en la contemplación viva de esta
contradicción real, se revela un aspecto de la naturaleza del
hombre, no podrá apreciar en su justa medida ni la idea del
conocimiento, ni la idea de la libertad. Para aquéllos que piensan que
sus conceptos son meramente abstracciones del mundo de los sentidos, y
que no conceden a las intuiciones su justo valor, el pensar aquí
tomado como realidad seguirá siendo una pura
contradicción. Pero quien entiende que las ideas se
vivencian intuitivamente como esencialidad basada en sí misma,
ve claramente que el hombre, en el acto de conocer, en la
esfera del mundo de las ideas, penetra en algo que es idéntico para
todos los hombres; pero que cuando toma de este mundo de las ideas las
intuiciones para sus actos volitivos, individualiza algo de este mundo
de las ideas por medio de la misma actividad que desarrolla,
como ser humano en general, en el proceso espiritual ideal del
conocimiento. Lo que aparece como contradicción lógica, el carácter
general de las ideas cognoscitivas y lo individual de las ideas
morales, se convierte precisamente en concepto vivo cuando se
contempla en su realidad. Es un rasgo característico de la
naturaleza humana que lo intuitivamente aprehensible en el
hombre oscila como un péndulo vivo entre el conocimiento
universalmente válido, y la vivencia individual de este contenido
universal. Para quien no pueda ver la primera oscilación, el pensar
quedará restringido a una actividad humana subjetiva; a quien no pueda
captar la otra, le parecerá que el hombre pierde toda su vida
individual en la actividad del pensar. Para el primer tipo de
pensador, el conocimiento es un hecho incomprensible; para el otro, lo
es la vida moral. Ambos aportarán para la explicación de los
respectivos aspectos toda clase de representaciones inadecuadas,
porque o no llegan a captar en realidad la vivencia del pensar, o la
malinterpretan como una actividad abstracta.
Segundo suplemento para la edición (1918)
En los capítulos II y X hemos hablado del materialismo. Soy consciente
de que hay pensadores como el ya citado Th.Ziehen que
no se consideran a sí mismos materialistas, pero que desde el punto de
vista expuesto en este libro, tienen que ser considerados como tales.
No se trata de que alguien diga que para él el mundo no está limitado
a la existencia meramente material y que por lo tanto no es
materialista; sino que se trata de si desarrolla conceptos que
únicamente son aplicables a la existencia material. Quien dice:
Nuestro actuar, lo mismo que nuestro pensar, está determinado
necesariamente, establece un concepto que sólo es aplicable a
procesos materiales, pero no al actuar, ni al ser; y si desarrollara
su concepto hasta el final, tendría que hacerlo materialistamente. Que
no lo haga se debe sólo a la inconsecuencia que a menudo resulta de un
pensar que no se desarrolla hasta su fin. Hoy se oye frecuentemente
que el materialismo del siglo XIX está científicamente superado. En
realidad no lo está en absoluto. Sólo que en nuestro tiempo a menudo
no se advierte que no se tienen otras ideas que las relacionadas con
lo material. De esta manera el materialismo aparece ahora en forma
velada, mientras que en la segunda mitad del siglo XIX se presentaba
abiertamente. El materialismo velado de la actualidad no es, frente a
una concepción espiritual del mundo, menos intolerante que el
materialismo declarado del siglo pasado. Sólo que engaña a muchos que
creen que deben negar una concepción del mundo de orientación
espiritual, porque las ciencias naturales efectivamente han
abandonado el materialismo desde hace tiempo.
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