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La Filosofia de La Libertad

Puesto on-line: 25th octubre 2006

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LA FILOSOFÍA DE LA LIBERTAD Y EL MONISMO

El hombre ingenuo que sólo considera real lo que puede ver con los ojos y tocar con las manos, exige también para su vida moral móviles perceptibles con los sentidos. Exige algo o alguien que le comunique dichos móviles de manera comprensible para los sentidos. Dejará que estos móviles se los dicte, como mandatos, un hombre a quien considere más sabio y más poderoso que él, o a quien, por cualquier otra razón, reconozca como superior. De esta manera surgen como principios morales, los ya mencionados de la familia, del Estado, de la sociedad, de la Iglesia y de Dios. El hombre más apocado acepta aún la autoridad de otra persona; el que se encuentra algo más desarrollado, deja que su conducta moral sea dictada por una mayoría (el Estado, la sociedad). Siempre se apoya en poderes perceptibles. Quien finalmente llega a la convicción de que, en el fondo, estos hombres son tan débiles como él, busca orientación en un poder superior, en un ser divino, a quien atribuye características perceptibles sensorialmente. Deja que ese ser le transmita, también de manera perceptible, el contenido conceptual de su vida moral, ya sea que se le aparezca el Dios en la zarza ardiendo, ya sea que viva en forma humana entre los hombres y les comunique de manera que le puedan oír, lo que deben y lo que no deben hacer.

El grado evolutivo más elevado del realismo ingenuo en el campo de la moral es aquél en el que el mandamiento moral (la idea moral) es separado de toda entidad ajena a uno mismo y se considera hipotéticamente como fuerza abstracta en el mundo interior propio. Lo que el hombre había percibido primero como voz divina externa, lo percibe ahora como potencia independientemente en su interior, y habla de esta voz interior de tal manera, que la identifica con la conciencia.

Con ello, sin embargo, queda superado el nivel de la conciencia ingenua, y entramos en una esfera en la que las leyes morales pasan a ser normas independientes. Dejan entonces de tener portador y se convierten en entidades metafísicas que existen por sí mismas. Son análogas a las fuerzas invisibles-visibles del realismo metafísico, que no busca la realidad por medio de la participación que la entidad humana tiene en ésta por el pensar, sino que añade estas leyes morales, hipotéticamente, a lo que se vivencia. Asimismo, las normas morales extrahumanas siempre aparecen como fenómeno acompañante de este realismo metafísico. Este tiene que buscar también el origen de la moral en la esfera de la realidad extrahumana. Aquí existen diversas posibilidades. Si se concibe la supuesta entidad como ser sin pensamiento regido por leyes puramente mecánicas, tal como hace el materialismo, entonces también ha de producir a partir de sí mismo al individuo humano con cuanto le es inherente, por necesidad puramente mecánica. En este caso, la conciencia de la libertad sólo puede ser ilusión. Pues, mientras yo me considero autor de mis actos, es la materia de la que estoy compuesto y sus procesos de movimiento lo que actúa en mí. Me creo libre; pero todos mis actos son, de hecho, resultado de los procesos en los que se basa mi organismo corporal y espiritual. Según esta tesis, nuestro sentimiento de libertad se debe a que desconocemos los motivos que nos fuerzan. Esta tesis sostiene:

“Tenemos que... poner de relieve que el sentimiento de libertad se basa en la ausencia de motivos de coacción externos”. “Nuestro actuar, lo mismo que nuestro pensar está sujeto a la necesidad”.

Otra posibilidad es que alguien vea lo Absoluto extrahumano en un ser espiritual oculto tras los fenómenos. En este caso también ha de buscar el impulso de sus actos en esta fuerza espiritual. Considerará los principios morales que encuentra en su razón como un efluvio de ese ser, que tiene intenciones propias con respecto al hombre. Para el dualista de esta orientación, las leyes morales están dictadas por lo Absoluto, y el hombre con su razón simplemente tiene que investigar la voluntad de este ser absoluto y llevarla a cabo. El orden moral del mundo le parece reflejo perceptible de un orden superior más allá de aquél. La moral terrenal es la expresión del orden universal extrahumano. En este orden moral no es el hombre lo que importa, sino el ser en sí, el ser extrahumano. El hombre debe hacer lo que ese ser quiere. Eduard von Hartmann se representa a ese ser en sí como la divinidad, para la cual la propia existencia es sufrimiento, y cree que este ser divino ha creado el mundo para liberarse, a través de él, de su infinito sufrimiento. Este filósofo considera por lo tanto la evolución moral de la humanidad como un proceso destinado a lograr la redención de la divinidad:

“Sólo por medio de la creación de un orden moral universal por individuos racionales y autoconscientes, puede ser llevado el proceso universal a alcanzar su meta”. “La existencia real es la encarnación de la divinidad, el proceso universal es la pasión de Dios encarnado y, al mismo tiempo, el camino de la redención del Crucificado en la carne; y la moral es la colaboración para abreviar ese camino de sufrimiento y de redención”.

(Hartmann, “La fenomenología de la conciencia ética”).2 En este sentido, el hombre no actúa porque él quiere, sino que debe actuar porque Dios quiere ser redimido. Así como el dualismo materialista convierte al hombre en autómata cuyo actuar es sólo el resultado de leyes puramente mecánicas, el dualismo espiritualista (esto es, quien ve lo absoluto, el ser en sí, como algo espiritual de lo que el hombre con su vida consciente no forma parte) le convierte en esclavo de la voluntad de ese Absoluto. La libertad queda totalmente descartada tanto dentro del materialismo, como en el espiritualismo unilateral, así como desde luego, en el realismo metafísico que infiere, pero no vivencia, lo extrahumano como realidad verdadera.

Tanto el realismo ingenuo como el metafísico si son consecuentes, tienen que negar la libertad por la misma razón, porque consideran que el hombre sólo es ejecutor de principios que le son impuestos necesariamente. El realismo ingenuo mata la libertad por el sometimiento a la autoridad de un ser perceptible, o de un ser imaginado por analogía con las percepciones, o, por último, de la voz interior abstracta que interpreta como “conciencia”; el realismo metafísico que sólo explora lo extrahumano, no puede reconocer la libertad porque considera al hombre determinado mecánica o moralmente por un “ente en sí”.

El monismo tiene que reconocer la justificación parcial del realismo ingenuo, puesto que reconoce la justificación del mundo de la percepción. Quien es incapaz de producir ideas morales por la intuición, tiene que recibirlas de otros. En tanto que el hombre recibe sus principios morales desde afuera es, de hecho, no-libre. Pero el monismo atribuye a la idea igual importancia que a la percepción. La idea puede, sin embargo, encontrar expresión en el individuo humano; y en cuanto que el hombre sigue los impulsos procedentes de esa esfera, se experimenta a sí mismo como libre. Por otra parte, el monismo niega toda justificación a la metafísica basada solamente en conclusiones y, por tanto, también a los impulsos del actuar procedentes de los llamados “entes en sí”. Según la concepción monista, el hombre no puede actuar de manera libre cuando obedece a una coacción exterior perceptible; actúa libremente cuando se obedece únicamente a sí mismo. El monismo no puede reconocer ninguna coacción inconsciente oculta tras la percepción y el concepto. Cuando alguien afirma que una acción de su prójimo ha sido ejecutada de manera no-libre, tendrá que identificar, dentro del mundo perceptible, el objeto, la persona, o la organización que ha inducido a la persona a ejecutar la acción; cuando quien hace la afirmación apela a causas del obrar que se hallan fuera del mundo real, físico o espiritual, el monismo no podrá entonces aceptar tal afirmación.

Según la concepción monista, el hombre actúa en parte de manera no-libre, y en parte libremente. Se encuentra no-libre en el mundo de las percepciones, y realiza en sí mismo el espíritu libre.

Los preceptos morales que el metafísico meramente inductivo ha de considerar como provenientes de una potencia superior, son para el seguidor del monismo pensamientos de los hombres; para él el orden moral del mundo no es ni imagen de un orden natural puramente mecánico, ni un orden del mundo extrahumano, sino absolutamente obra humana libre. El hombre no tiene que llevar a cabo la voluntad de un ser separado de él en el mundo, sino la suya propia; él no realiza las resoluciones e intenciones de otro ser, sino las suyas propias. El monista no ve detrás del obrar humano los fines de un gobierno universal ajeno a él, y que determina a los hombres según una voluntad externa, sino que los hombres persiguen, en tanto que realizan ideas intuitivas, solamente sus propios fines humanos. Además cada individuo persigue sus propios fines particulares, pues el mundo de las ideas encuentra su expresión, no en una comunidad de hombres, sino únicamente en los individuos humanos. Lo que aparece como meta colectiva de un grupo humano es únicamente el resultado de los actos volitivos singulares de los individuos y, de hecho, normalmente de los de algunos excepcionales, a los que los demás reconocen como autoridades. Cada uno de nosotros está llamado a ser un espíritu libre, lo mismo que toda semilla de rosa está llamada a convertirse en rosa.

El monismo es por lo tanto dentro de la esfera del actuar moral filosofía de la libertad. Y por ser filosofía de la realidad, rechaza tanto las restricciones metafísicas irreales del espíritu libre, como reconoce las restricciones físicas e históricas (ingenuo-reales) del hombre ingenuo. Al no considerar al hombre como producto acabado que en cada momento de su vida despliega todo su ser, le parece fútil la controversia de si el hombre como tal es libre o no. Ve al hombre como un ser en evolución y se pregunta si en el curso de este desarrollo podrá llegar a alcanzar también el grado de espíritu libre.

El monismo sabe que la naturaleza no suelta de sus brazos al hombre como espíritu libre totalmente desarrollado, sino que le conduce hasta cierto grado, a partir del cual sigue aún desarrollándose como ser no-libre, hasta llegar al punto en que él se encuentra a sí mismo.

El monismo también ve claramente que un ser que actúa bajo coacción física o moral no puede ser realmente moral. Considera el estadio del actuar automático (según impulsos e instintos naturales) y el de la obediencia (de acuerdo con normas morales), como fases necesarias previas de la moralidad, pero reconoce la posibilidad de superar ambos estadios transitorios por el espíritu libre. El monismo libera a la verdadera concepción moral del mundo tanto de las ataduras mundanas de las máximas de la moral ingenua, como de las máximas morales trascendentes de la especulación metafísica. El monismo no las puede eliminar del mundo, como tampoco puede eliminar del mundo la percepción; rechaza esta última porque busca dentro del mundo todos los principios que explican los fenómenos y no busca ninguno fuera de él. Del mismo modo que el monismo rehusa tomar en consideración otros principios cognoscitivos que los aplicables al hombre, (ver cap. VII) así también rechaza pensar en otras máximas morales excepto las específicamente humanas. La moral humana, lo mismo que el conocimiento humano, está condicionada por la naturaleza del hombre. Y así como otros seres entenderán por conocimiento algo muy distinto a lo que entendemos nosotros, tendrán también otra moral. La moral para el monista es una característica específicamente humana, y la libertad la forma humana de ser moral.

Suplemento para la nueva edición (1918)

Al formar un juicio sobre lo expuesto en los capítulos precedentes puede surgir la dificultad de creer que se da una contradicción. Por un lado se habla de la vivencia del pensar como de una vivencia universal con el mismo significado para toda conciencia humana; por el otro se muestra que las ideas que se realizan en la vida moral, y que son similares a las que se elaboran en el pensar, se manifiestan de manera individual en cada conciencia humana. Quien se sienta obligado a mantener que estos dos aspectos están en “contradicción” y no reconozca que en la contemplación viva de esta contradicción real, se revela un aspecto de la naturaleza del hombre, no podrá apreciar en su justa medida ni la idea del conocimiento, ni la idea de la libertad. Para aquéllos que piensan que sus conceptos son meramente abstracciones del mundo de los sentidos, y que no conceden a las intuiciones su justo valor, el pensar aquí tomado como realidad seguirá siendo una “pura contradicción”. Pero quien entiende que las ideas se vivencian intuitivamente como esencialidad basada en sí misma, ve claramente que el hombre, en el acto de conocer, en la esfera del mundo de las ideas, penetra en algo que es idéntico para todos los hombres; pero que cuando toma de este mundo de las ideas las intuiciones para sus actos volitivos, individualiza algo de este mundo de las ideas por medio de la misma actividad que desarrolla, como ser humano en general, en el proceso espiritual ideal del conocimiento. Lo que aparece como contradicción lógica, el carácter general de las ideas cognoscitivas y lo individual de las ideas morales, se convierte precisamente en concepto vivo cuando se contempla en su realidad. Es un rasgo característico de la naturaleza humana que lo intuitivamente aprehensible en el hombre oscila como un péndulo vivo entre el conocimiento universalmente válido, y la vivencia individual de este contenido universal. Para quien no pueda ver la primera oscilación, el pensar quedará restringido a una actividad humana subjetiva; a quien no pueda captar la otra, le parecerá que el hombre pierde toda su vida individual en la actividad del pensar. Para el primer tipo de pensador, el conocimiento es un hecho incomprensible; para el otro, lo es la vida moral. Ambos aportarán para la explicación de los respectivos aspectos toda clase de representaciones inadecuadas, porque o no llegan a captar en realidad la vivencia del pensar, o la malinterpretan como una actividad abstracta.

Segundo suplemento para la edición (1918)

En los capítulos II y X hemos hablado del materialismo. Soy consciente de que hay pensadores — como el ya citado Th.Ziehen — que no se consideran a sí mismos materialistas, pero que desde el punto de vista expuesto en este libro, tienen que ser considerados como tales. No se trata de que alguien diga que para él el mundo no está limitado a la existencia meramente material y que por lo tanto no es materialista; sino que se trata de si desarrolla conceptos que únicamente son aplicables a la existencia material. Quien dice: “Nuestro actuar, lo mismo que nuestro pensar, está determinado necesariamente”, establece un concepto que sólo es aplicable a procesos materiales, pero no al actuar, ni al ser; y si desarrollara su concepto hasta el final, tendría que hacerlo materialistamente. Que no lo haga se debe sólo a la inconsecuencia que a menudo resulta de un pensar que no se desarrolla hasta su fin. Hoy se oye frecuentemente que el materialismo del siglo XIX está científicamente superado. En realidad no lo está en absoluto. Sólo que en nuestro tiempo a menudo no se advierte que no se tienen otras ideas que las relacionadas con lo material. De esta manera el materialismo aparece ahora en forma velada, mientras que en la segunda mitad del siglo XIX se presentaba abiertamente. El materialismo velado de la actualidad no es, frente a una concepción espiritual del mundo, menos intolerante que el materialismo declarado del siglo pasado. Sólo que engaña a muchos que creen que deben negar una concepción del mundo de orientación espiritual, porque las ciencias naturales efectivamente “han abandonado el materialismo desde hace tiempo”.





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