LA IMAGINACIÓN MORAL
(Darwinismo y moral)
El espíritu libre actúa de acuerdo con sus impulsos, esto es,
de acuerdo con intuiciones que él escoge del total de su mundo de
ideas, por medio del pensar. Para el espíritu no libre, la
razón por la que escoge de su mundo de ideas una intuición determinada
sobre la que basar sus actos, reside en el mundo de la percepción que
le es dado, es decir, en sus experiencias pasadas. Antes de tomar una
decisión recuerda lo que otro ha hecho o considerado conveniente en un
caso similar al suyo, o lo que Dios ordena para este caso, etc., y
actúa de acuerdo con ello. Para el espíritu libre estas condiciones
previas no son los únicos impulsos de su actuar. Toma una decisión
totalmente original. No le preocupa ni lo que otros han hecho,
ni lo que han ordenado para este caso. Tiene razones puramente ideales
que le mueven a escoger de la suma de sus conceptos justamente uno
determinado y llevarlo a cabo con su acción. Esta, sin embargo,
pertenecerá a la realidad perceptible. Lo que él realiza será
idéntico, por lo tanto, a un contenido de percepción bien determinado.
El concepto tendrá que realizarse en un hecho particular concreto;
pero como concepto no podrá contener este hecho particular. Sólo podrá
relacionarse con él como se relacionan generalmente un concepto con
una percepción, como por ejemplo el concepto león con un león
particular. El nexo entre concepto y percepción es la
representación (ver cap. VI).
Al espíritu no libre este nexo de unión le viene dado de antemano. Los
motivos se encuentran en su conciencia, como representaciones, desde
el principio. Cuando él quiere llevar algo a cabo, lo hace como lo ha
visto hacer o como se le ordena en ese caso particular. La autoridad
actúa, por tanto, con máxima eficacia a través de ejemplos esto
es, haciendo llegar a la conciencia del espíritu no libre acciones
particulares bien determinadas. El cristiano obra menos según las
enseñanzas que según el ejemplo del Redentor. Las normas son
menos efectivas para el obrar positivo que para reprimir acciones
específicas. Las leyes toman la forma general del concepto sólo cuando
prohiben actos, pero no cuando los prescriben. Las leyes sobre lo que
debe hacer hay que dárselas al espíritu no libre de forma muy
concreta: limpia la acera de tu casa, paga el
coste de tus impuestos en la ventanilla X, etc. Las leyes que
prohiben actos se dan en forma de conceptos: ¡No
robarás!, ¡No cometerás adulterio!. Estas
leyes influyen sobre el espíritu no-libre sólo por referencia a una
representación concreta, por ejemplo, al castigo correspondiente en
esta vida, al cargo de conciencia, a la perdición eterna, etc.
Tan pronto como surge un impulso para actuar de forma conceptual
general (por ejemplo: ¡Haz bien a tu prójimo!,
¡Vive de manera que favorezcas tu bienestar!) es
necesario encontrar primero para cada caso la representación concreta
de la acción (la relación del concepto con el contenido de una
percepción). Al espíritu libre a quien no impulsa ni el
ejemplo, ni el miedo al castigo, etc., le es siempre necesaria esta
conversión del concepto en representación. El hombre produce
representaciones concretas, a partir de la suma de sus ideas, ante
todo por medio de la imaginación. Lo que el espíritu libre necesita
para realizar sus ideas, para afirmarse, es, por lo tanto, la
imaginación moral. Es la fuente del actuar del
espíritu libre. Por lo tanto, solamente los hombres con imaginación
moral son también productivos a nivel moral. Los meros predicadores
moralistas, gente que propone reglas morales que no pueden concretar
en representaciones específicas, son moralmente improductivos. Se
parecen a los críticos que saben analizar inteligentemente cómo se
debe crear una obra de arte, pero que son incapaces de producir lo más
mínimo.
La imaginación moral, para realizar su representación, tiene que
entrar en una determinada esfera de percepciones. La acción del hombre
no crea percepción alguna, sino que transforma las que ya existen, les
da una forma nueva. Para poder transformar un determinado objeto de
percepción, o una suma de objetos, de acuerdo con una representación
moral, es necesario haber comprendido el principio que rige el
contenido de la imagen perceptual (el modo de actuar que se quiere
transformar o dar otra dirección). Hay que encontrar, además la manera
que permita transformar este principio en otro nuevo. Esta parte de la
actividad moral descansa en el conocimiento del mundo fenoménico del
que uno se ocupa. Hay que buscarlo, por lo tanto, en alguna rama del
conocimiento científico. La acción moral presupone, por tanto, además
de la facultad de formar
ideas morales,1
y de la imaginación moral, la
capacidad de transformar el mundo de las percepciones, sin violar las
leyes naturales que las relacionan entre sí. Esta capacidad es la
técnica moral. Se puede aprender lo mismo que se aprende una
ciencia. Por lo general los hombres están mejor dotados para encontrar
los conceptos del mundo ya dado, que para determinar creativamente,
por medio de la imaginación, los actos futuros todavía no realizados.
Por esto es muy posible que hombres sin imaginación moral tomen las
representaciones morales de otros y que las apliquen con destreza a la
realidad. También puede suceder lo contrario, que haya hombres con
imaginación moral pero sin habilidad técnica, y tiene entonces que
valerse de otros para llevar a cabo sus ideas.
En la medida en que para actuar moralmente es necesario el
conocimiento de los objetos de nuestro conocimiento. Lo que nos ocupa
aquí son leyes de la naturaleza. Se trata, por lo tanto, de
ciencias naturales, no de ética.
La imaginación moral y la facultad de formar ideas morales sólo pueden
convertirse en objeto de conocimiento después de que el
individuo las ha producido. Pero entonces no regulan más la vida, sino
que ya la han regulado. Deben considerarse como causas activas lo
mismo que todas las demás (son fines únicamente para el sujeto). Las
consideramos como una ciencia natural de las ideas morales.
Aparte de ella no puede haber una ética como ciencia de las normas.
Se ha querido mantener el carácter normativo de las leyes morales, por
lo menos en la medida en que se ha entendido la ética en el mismo
sentido que la dietética que deduce de las condiciones de la vida del
organismo, reglas generales para influir sobre el cuerpo de una manera
determinada. (Paulsen, Sistema de la ética). Esta
comparación es errónea porque no puede compararse nuestra vida moral
con la vida del organismo. La actividad del organismo funciona sin
nuestra participación; encontramos sus leyes en el mundo como algo
dado, podemos, por tanto, buscarlas, y una vez encontradas aplicarlas.
Sin embargo, las leyes morales las tenemos que crear nosotros
primero. No podemos aplicarlas antes de haberlas creado. El error se
debe a que el contenido de las leyes morales no se crea en cada
instante, sino que se hereda. Las recibidas de los antepasados
aparecen entonces como algo dado, como las leyes naturales del
organismo. Sin embargo, una generación posterior no podrá justificar
su aplicación como si fueran normas dietéticas. Pues se refieren al
individuo y no, como en las leyes naturales, a un ejemplar de esa
especie y viviré de acuerdo a las leyes de la naturaleza si en mi caso
particular aplico las leyes naturales de mi especie; como ser moral
soy individuo y tengo mis
propias leyes.2
La opinión aquí sostenida parece estar en contradicción con la
doctrina fundamental de las ciencias naturales modernas que se conoce
como teoría de la evolución. Pero sólo lo parece. Por
evolución se entiende el desarrollo real de lo posterior
a partir de lo anterior de acuerdo con las leyes naturales. En el
mundo orgánico se entiende por evolución el hecho de que las formas
orgánicas posteriores (más perfectas) son descendientes reales de las
anteriores (imperfectas), y que se han desarrollado a partir de éstas
según leyes naturales. Los defensores de la teoría de la evolución
orgánica tendrían que imaginarse que hubo un periodo en la Tierra en
el que un ser habría podido seguir con sus propios ojos la
transformación gradual de los primitivos amniotas en reptiles, si
hubiera podido estar allí como observador y hubiera estado dotado de
una vida suficientemente larga. Igualmente, los evolucionistas
tendrían que imaginarse que un ser habría podido observar la formación
de nuestro sistema solar a partir de la primitiva nebulosa de
Kant-Laplace, si durante este tiempo infinitamente largo hubiese
podido permanecer en un sitio adecuado dentro de la región del éter
cósmico. No entra aquí en consideración el que según esta
representación, tanto la naturaleza de los amniotas primitivos como la
de la nebulosa cósmica de Kant-Laplace tendrían que pensarse de un
modo muy distinto a como lo hacen los pensadores materialistas. Y
a ningún evolucionista debería ocurrírsele afirmar que de su concepto
del primitivo amniota pueda derivarse el del reptil con todas sus
propiedades, máxime si jamás ha visto un reptil. Así, tampoco debiera
derivarse la idea de nuestro sistema solar a partir del concepto de la
nebulosa cósmica de Kant-Laplace, si se piensa que este concepto está
determinado por la percepción directa de la nebulosa cósmica. En otras
palabras: el evolucionista debe afirmar, si piensa consecuentemente,
que realmente de las fases evolutivas anteriores se desarrollan las
posteriores; y que, si nos son dados los conceptos de lo imperfecto y
de lo perfecto, podemos comprender su relación; pero de ningún modo
debiera admitir que el concepto obtenido sobre lo anterior es
suficiente para desarrollar de él lo posterior. De esto resulta que el
moralista puede comprender la relación de los conceptos morales
posteriores con los anteriores; pero que no puede obtener ni una sola
idea moral nueva de las anteriores. Como ser moral, el individuo
produce su propio contenido. Para la ética el contenido así producido
es algo tan dado como para el naturalista lo son los reptiles. Los
reptiles se han desarrollado de los amniotas primitivos, pero el
naturalista no puede derivar de ese concepto el de los reptiles. Las
ideas morales posteriores se desarrollan de las anteriores; pero la
ética no puede desarrollar de los conceptos morales de un periodo
cultural anterior los de uno posterior. La confusión se debe a que
como naturalistas partimos de los hechos que tenemos ante nosotros, y
sólo después los observamos para llegar a conocerlos; mientras que en
la actividad moral somos nosotros mismos los que creamos primero los
hechos que luego incorporamos a nuestro conocimiento. En el proceso
evolutivo del orden moral del mundo realizamos lo que la Naturaleza
hace a un nivel inferior: transformamos lo perceptible. Por lo tanto,
la norma ética no puede se objeto de conocimiento
como lo es una ley de la naturaleza, sino que tiene que ser creada.
Sólo cuando ya existe, puede ser objeto del conocimiento.
Así pues, ¿no podemos entonces juzgar lo nuevo según lo antiguo? ¿No
se ve todo hombre obligado a comparar lo producido por su imaginación
moral, con las doctrinas éticas tradicionales? Para aquello que debe
manifestarse como algo moralmente productivo, esto sería tan absurdo
como si uno quisiera comparar una forma nueva de la naturaleza con la
antigua, y dijera: como los reptiles no concuerdan con los amniotas
primitivos, son formas no justificadas (patológicas).
El individualismo ético, por tanto, no está en contradicción con una
teoría de la evolución correctamente comprendida, sino que resulta
directamente de ésta. El árbol genealógico de Haeckel, desde los
protozoos hasta el hombre como ser orgánico, debería poder ser seguido
sin interrupción por las leyes naturales y sin romper la continuidad
de la evolución, hasta llegar al individuo como ser moral en un
sentido determinado.
Pero en modo alguno podría deducirse de una naturaleza anterior
una posterior. Así como es verdad que las ideas morales del individuo
se han desarrollado visiblemente a partir de las de sus antepasados,
también es cierto que este individuo será moralmente improductivo si
carece de ideas morales propias.
El mismo individualismo ético que he desarrollado sobre la base de las
consideraciones precedentes, podría también derivarse de la teoría de
la evolución. La conclusión final sería la misma, sólo que el camino
de llegar a ella sería distinto.
La aparición de ideas morales totalmente nuevas a partir de la
imaginación moral es para la teoría de la evolución tan poco
sorprendente como la aparición de una nueva especie animal a partir de
otra. Sólo que esta teoría, como concepción monista del mundo, tiene
que rechazar, tanto en la vida moral como en la natural, toda
influencia trascendente (metafísica), meramente deducida y no
vivenciable a nivel ideal. Con ello sigue el mismo principio que
también la guía cuando busca las causas de nuevas formas orgánicas,
pero sin invocar la intervención de un ser extraterrenal, que produce
toda nueva especie como resultado de un pensar creador nuevo por
influencia sobrenatural. Así como el monismo no necesita ningún
pensamiento creador sobrenatural para explicar un ser vivo, le es
también imposible deducir el orden moral del mundo a partir de causas
que no se hallen dentro del mundo sensible.
El monismo no puede admitir que la esencia de una voluntad moral quede
totalmente explicada atribuyéndola a una influencia continua
sobrenatural en la vida moral (un gobierno universal divino desde
afuera), o a una revelación determinada en el tiempo (los de los Diez
Mandamientos), o al advenimiento de Dios en la Tierra (Cristo). Todo
lo que de esta manera sucede al hombre y en el hombre sólo llega a ser
algo moral cuando en la vivencia humana se transforma en aquello
propio del individuo. Para el monismo, los procesos morales son, como
todo lo que existe, productos del mundo, y hay que buscar sus causas
en el mundo, esto es, en el hombre, puesto que el hombre es
portador de la moral.
Quien con mentalidad estrecha asigne, desde un principio, al concepto
de lo natural una esfera arbitrariamente limitada, puede
fácilmente llegar a no encontrar en ella espacio para un obrar
individual libre. El evolucionista consecuente no puede caer en
semejante estrechez mental. No puede dar por concluida la evolución
natural con el mono, y atribuir al hombre un origen
sobrenatural; incluso, en su búsqueda de los antepasados
naturales del hombre tiene que buscar el espíritu de la naturaleza;
tampoco puede limitarse a las funciones orgánicas del hombre y
tomarlas como las únicas naturales, sino que debe considerar la vida
moral libre como continuación espiritual de la vida orgánica.
Lo único que el evolucionista puede afirmar, según sus principios, es
que la actividad moral actual procede de otras formas del acontecer
del mundo; tiene que dejar la caracterización de la acción, esto es,
su determinación como acto libre, a la observación directa
del acto. En realidad sólo afirma que el hombre proviene de
antepasados no humanos. Como están formados los hombres hay que
comprobarlo a través de su propia observación. Los resultados de esta
observación no podrán estar en contradicción con una historia de la
evolución correctamente enfocada. Sólo la afirmación de que esos
resultados excluyen un orden natural del mundo, impediría su acuerdo
con la nueva orientación de la
ciencia natural.3
El individualismo ético no tiene nada que temer de la ciencia natural
que se entiende a sí misma, pues la observación demuestra que lo
característico de la forma perfecta del actuar humano es la libertad.
Hay que atribuir esta libertad a la voluntad humana en tanto que ella
realiza intuiciones puramente ideales. Pues estas intuiciones no son
el resultado de una necesidad que actúa desde fuera, sino que están
basadas en sí mismas. Si el hombre encuentra que su actuar es el
reflejo de una intuición ideal de este tipo, la vivencia
entonces como una acción libre. La libertad se encuentra en
esta característica de una acción. ¿Cómo queda entonces, desde este
punto de vista, la distinción ya mencionada anteriormente (cap. I)
entre las dos afirmaciones: Ser libre significa poder hacer
lo que uno quiere, y la otra ser libre para poder
desear o no desear es la base del dogma de la libre voluntad?
Hamerling fundamenta precisamente en esta distinción su posición
respecto a la libre voluntad, declarando exacta la primera y una
tautología absurda la segunda. Dice: Yo puedo hacer lo
que quiero. Pero decir que puedo querer lo que quiero, es una
tautología. Que yo pueda hacer, es decir, hacer realidad lo que
quiero, depende de las circunstancias externas y de mi habilidad
técnica (ver más arriba). Ser libre significa poder determinar por uno
mismo, por medio de la imaginación moral, las representaciones
(motivos) en los que se basa el actuar. La libertad es imposible si
algo externo a mí (un proceso mecánico, o un Dios extraterrenal
meramente inferido) determina mis representaciones morales. Por lo
tanto, soy libre únicamente cuando soy yo mismo quien produce
esas representaciones, no cuando puedo ejecutar los motivos que
otro ser me ha impuesto. Un ser libre es aquél que puede querer
lo que él mismo juzga correcto. Quien hace otra cosa distinta de lo
que él quiere, tiene que ser impulsado a ello por motivos que no son
suyos. Tal hombre actúa de manera no-libre voluntariamente. Esto
naturalmente es tan absurdo como entender la libertad como la
capacidad de poder hacer lo que uno tiene que querer. Esto es lo que
afirma Hamerling cuando dice:
Es absolutamente cierto que la voluntad siempre está
determinada por motivos, pero es absurdo decir que sea no-libre por
ello; pues no se puede desear ni imaginar una libertad mayor que la de
realizarse uno mismo de acuerdo a su propia capacidad y
determinación.
Claro que sí se puede desear una libertad mayor, y sólo ésta es la
verdadera, a saber: determinar por uno mismo los motivos de su querer.
En ciertas circunstancias el hombre puede verse inducido a no llevar a
cabo lo que quiere. Dejar que le prescriban lo que él debe
hacer, querer lo que otro y no él mismo considera correcto, a esto
sólo puede doblegarse si no se siente libre.
Las presiones externas me pueden impedir que yo haga lo que quiero.
Entonces me condenan simplemente a la inactividad, o a la falta de
libertad. Sólo si sojuzgan mi espíritu, echan de mi mente mis motivos
y ponen en su lugar los suyos muestran la intención de negar mi
libertad. De ahí que la iglesia se dirija no sólo contra el
hacer, sino principalmente contra los
pensamientos impuros, esto es, contra los motivos
de mi actuar. Me hace no-libre si considera impuros todos los motivos
no indicados por ella. Una iglesia o cualquier otra comunidad genera
falta de libertad cuando sus sacerdotes o maestros se convierten en
guardianes de la conciencia, es decir, cuando los creyentes se ven
obligados a recibir de ellos (en el confesionario) los motivos de su
actuar.
Suplemento para la nueva edición (1918)
En estas exposiciones sobre la voluntad humana se describe lo que el
hombre puede vivenciar en su actuar para llegar, por medio de esta
vivencia, a tomar conciencia de que mi voluntad es
libre. Es especialmente significativo que la justificación para
llamar libre un acto volitivo se alcance por la vivencia de que en la
volición se realiza una intuición ideal. Esto sólo puede ser
resultado de la observación, pero lo es en el sentido en que el
hombre observa que su volición se halla dentro de una corriente
evolutiva cuya finalidad reside en alcanzar la posibilidad de un
querer basado en la pura intuición ideal. Es posible alcanzar esta
posibilidad porque en la intuición ideal no actúa nada más que su
propia esencia fundada en sí misma. Cuando una intuición de este tipo
está presente en la conciencia humana, no es que se haya desarrollado
a partir de los procesos del organismo (ver cap. IX), sino que la
actividad orgánica se ha retirado, para dejar sitio a la actividad
ideal. Si observo una volición que es reflejo de la intuición, es que
la actividad orgánica necesaria también se ha retirado de dicha
volición. El acto volitivo es libre. No podrá observar esta libertad
del querer quien no sea capaz de ver que el querer libre consiste en
que primero se paraliza, se reprime la actividad necesaria del
organismo humano, por el elemento intuitivo, siendo sustituida por la
actividad espiritual de la voluntad impulsada por las ideas. Sólo
quien no es capaz de hacer esta observación del doble aspecto
de la volición libre cree que todo acto volitivo carece de libertad.
Sin embargo, quien sea capaz de hacer dicha observación, llegará a
comprender que el hombre no es libre mientras no logre completar el
proceso de represión de la actividad orgánica; pero que esta falta de
libertad tiende a la libertad, y ésta no es en absoluto un ideal
abstracto, sino una fuerza directriz inherente a la naturaleza humana.
El hombre es libre en la medida en que es capaz de realizar en su
querer la misma disposición anímica que vive en él cuando es
consciente de la formación de intuiciones puramente ideales
(espirituales).
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