EL VALOR DE LA VIDA
(Pesimismo y optimismo)
Una cuestión complementaria a la pregunta sobre los fines o el destino
de la vida (ver cap. XI) es la referente a su valor. A este respecto
encontramos dos posiciones contrarias, y entre ambas todas las
tentativas posibles para conciliarlas. Una posición sostiene que el
mundo es el mejor imaginable, y que la vida y la acción en él son un
bien de valor inestimable. Todo se presenta como cooperación armoniosa
y llena de significado, digna de admiración. Incluso lo aparentemente
malo y dañino puede reconocerse como bueno desde un punto de vista más
elevado, pues presenta un contraste beneficioso con lo bueno; podemos
apreciar mejor lo bueno por contraposición con el mal. Además el mal
no es algo verdaderamente real; lo que experimentamos como malo es un
grado menor de lo bueno. El mal es ausencia de bien, nada que tenga
significado en sí.
La otra opinión afirma: la vida está llena de necesidad y miseria, el
displacer supera en todas partes al placer, el dolor a la alegría. La
existencia es una carga, y el no-ser sería en cualquier circunstancia
preferible al ser.
Como principales exponentes de la primera posición, del optimismo,
tenemos a Shaftsbury y Leibniz, y de la segunda, el pesimismo, a
Shopenhauer y Eduard von Hartmann.
Leibniz piensa que el mundo es el mejor que puede darse. Uno mejor es
imposible, pues Dios es bueno y sabio. Un Dios bueno
quiere crear el mejor de los mundos; un Dios
sabio lo conoce; puede distinguirlo de todos los demás posibles
y peores. Sólo un Dios malo o sin sabiduría podría crear un mundo que
no fuera el mejor posible.
Quien parta de este punto de vista podrá fácilmente indicar la
dirección que el actuar humano tiene que tomar para contribuir por su
parte al bien del mundo. El hombre sólo ha de intentar conocer la
voluntad de Dios y actuar de acuerdo con ella. Si conoce las
intenciones de Dios para el mundo y para la humanidad, obrará
correctamente. Y se sentirá feliz de poder contribuir con su actuación
al bien general. Por lo tanto, desde el punto de vista del optimismo,
la vida merece ser vivida. Tiene que estimularnos a tomar parte activa
en ella.
Schopenhauer lo ve de otra manera. No considera la causa universal
como un ser omnisciente y de infinita bondad, sino como un impulso o
voluntad ciega. Esfuerzo eterno, anhelo incesante de satisfacción que
sin embargo jamás puede ser alcanzada, es el rasgo esencial de toda
voluntad. Tan pronto como se alcanza una meta anhelada surgen nuevas
necesidades, etc. La satisfacción sólo puede ser siempre de cortísima
duración. Todo el resto del contenido de nuestra vida es esfuerzo
insatisfecho, esto es, descontento y sufrimiento. Si por fin se calma
el impulso ciego, nos quedamos sin contenido alguno; un aburrimiento
infinito inunda nuestra existencia. Por lo tanto, lo mejor
relativamente es ahogar deseos y necesidades, exterminar la voluntad.
El pesimismo de Schopenhauer conduce a la inactividad, su meta moral
es la pereza universal.
De manera esencialmente distinta intenta Eduard von Hartmann
fundamentar el pesimismo y utilizarlo para la ética. Hartmann intenta
fundamentar su concepción del mundo sobre la experiencia,
siguiendo una corriente favorita en nuestro tiempo. Quiere descubrir
por la observación de la vida si en el mundo predomina el
placer o el displacer. Hace desfilar ante la razón todo cuanto le
aparece al hombre como bien o como felicidad para mostrar que, mirado
más de cerca, toda supuesta satisfacción resulta ser ilusión.
Es ilusión creer que la salud, la juventud, la libertad, la vida
acomodada, el amor (placer sexual), la compasión, la amistad y la vida
de familia, la autoestima, la honra, la fama, el poder, la
religiosidad, la actividad científica y la artística, la esperanza de
una existencia después de la muerte, la participación en el desarrollo
cultural, son fuentes de felicidad y de satisfacción. Para una
observación desapasionada todo goce trae al mundo mucho más mal y
miseria que placer. El malestar de la resaca es siempre mayor que
el placer de la embriaguez. El displacer predomina con mucho en el
mundo. Ningún hombre, incluido el relativamente más feliz, querría
si se le preguntase vivir esta vida miserable una
segunda vez. Pero como Hartmann no niega la presencia de lo ideal (la
sabiduría) en el mundo, sino que más bien le otorga igual derecho que
al impulso ciego (la voluntad), sólo puede atribuir a su Ser
Primordial la creación del mundo, si deja que el sufrimiento del mundo
desemboque en los sabios fines del mundo. Pero el sufrimiento de los
seres del mundo no sería otro que el de Dios mismo, pues la vida del
mundo como un todo es idéntica con la vida de Dios. Un ser
omnisciente, sin embargo, sólo puede ver su objetivo en la liberación
del sufrimiento y, como toda existencia es sufrimiento, en la
liberación de la existencia. Convertir el ser en el con mucho
preferible no ser es la finalidad del mundo. El proceso
universal es un luchar continuo entre el dolor de Dios, que finalmente
termina con la aniquilación de toda existencia. Dios creó el mundo con
el fin de liberarse por medio de él de su infinito sufrimiento. El
mundo ha de considerarse en cierta manera como una erupción
irritante que sufre el Ser Absoluto, a través del cual la
fuerza curativa inconsciente de este Ser se libera de una enfermedad
interior, o también, como una cataplasma dolorosa que el Ser
Absoluto se aplica a sí mismo con el fin de sacar fuera el dolor
interior y de eliminarlo totalmente. Los hombres son miembros
del mundo. En ello sufre Dios. Los ha creado para desmembrar su
infinito dolor. El dolor que cada uno de nosotros sufrimos es
solamente una gota en el inmenso mar de dolor de Dios.
(Hartmann: Phänomenologie des Sittlichen Bewusstseins).1
El hombre tiene que dejarse imbuir por el hecho de que la búsqueda de
satisfacción individual (el egoísmo) es necedad y que debiera dejarse
guiar únicamente por la misión de dedicarse a la redención de Dios por
una entrega generosa al proceso del mundo. En contraste con el
pesimismo de Schopenhauer, el de Hartmann nos conduce a una actividad
abnegada en favor de una misión sublime.
Pero, ¿está esto realmente basado en la experiencia?. La búsqueda de
la satisfacción significa que la actividad de la vida está por encima
de su contenido. Un ser tiene hambre, esto es, intenta saciarse,
cuando sus funciones orgánicas requieren, para poder continuar, el
suministro de un nuevo contenido vital en forma de alimentos. La
búsqueda de la honra consiste en que el hombre sólo considera valiosa
su acción personal cuando le es reconocida desde el exterior. La
búsqueda de conocimiento surge cuando el hombre siente que le falta
algo si no comprende el mundo que ve, oye, etc. La satisfacción de la
búsqueda genera placer en el individuo, la insatisfacción displacer. A
este respecto es importante observar que el placer o el displacer
dependen de la satisfacción o insatisfacción de mi deseo. El deseo
mismo no puede considerarse en absoluto como displacer. Por ello si en
el momento de satisfacerse un deseo, aparece inmediatamente otro
nuevo, no puedo decir que el placer engendre en mi displacer, pues en
cualquier circunstancia el goce engendra el deseo de repetirlo, o el
deseo de un nuevo placer. Sólo puedo hablar de displacer cuando este
deseo tropieza con la imposibilidad de satisfacerse. Incluso cuando la
experiencia de un goce genera en mí el deseo de experimentar un placer
mayor o más refinado podré decir que el primer placer me ha generado
sufrimiento sólo si me faltan los medios para experimentar el placer
mayor o más refinado. Solamente si como consecuencia natural del goce
aparece el displacer, como por ejemplo, cuando al goce sexual de la
mujer le siguen los dolores de parto y los cuidados de los hijos,
puedo encontrar con el goce el creador del sufrimiento. Si el deseo
como tal produjera displacer, toda eliminación del deseo tendría que
ir acompañado de placer. Sin embargo, ocurre lo contrario. La falta de
deseo en nuestra vida produce aburrimiento, y éste va unido al
descontento. Pero como naturalmente el deseo puede durar mucho tiempo
antes de ser satisfecho y en el entretanto uno se contenta con la
esperanza de conseguirlo, hay que reconocer que el displacer no tiene
nada que ver con el deseo como tal, sino que depende únicamente de su
insatisfacción. Schopenhauer, por lo tanto, no tiene razón en ningún
caso al considerar el deseo o el esfuerzo por conseguir algo (la
voluntad), como la fuente del sufrimiento.
En verdad, lo correcto es justamente lo contrario. El esforzarse (el
desear), produce de por sí alegría. ¿Quién no conoce el gozo que causa
la esperanza de una meta lejana pero muy deseada? Esta alegría
acompaña al trabajo cuyos frutos sólo recogeremos en el futuro. Este
placer es totalmente independiente de la obtención del objetivo. Y
cuando se ha alcanzado el fin, al placer de la búsqueda se añade, como
algo nuevo, el de la realización. Si alguien dijera que al displacer
de un objetivo no alcanzado se añade el de la esperanza frustrada que
hace que, al final, sea aún mayor el descontento por la no-realización
que el eventual placer de su obtención, se le puede responder que
también puede suceder lo contrario; que el recuerdo del goce
experimentado durante el tiempo de la no-realización del deseo influye
muchas veces para mitigar el descontento por la no realización. Quien
en el momento de ver una esperanza frustrada exclama: ¡he hecho todo
lo que he podido! es un ejemplo de esta afirmación. Quienes unen a
todo deseo insatisfecho la afirmación de que no solamente falta la
alegría de la realización, sino que también queda destruido el goce
del deseo, no toman en consideración el sentimiento maravilloso de
haber intentado algo con todas sus fuerzas.
La realización de un deseo provoca placer y la insatisfacción,
displacer. Pero de esto no se puede deducir que el placer sea la
satisfacción de un deseo, y el displacer la insatisfacción. Tanto el
placer como el displacer pueden darse en un ser, sin que sean
consecuencia de un deseo. La enfermedad es displacer al que no le
precede un deseo. Quien afirmara que la enfermedad es un deseo de
salud insatisfecho cometería el error de considerar el deseo natural e
inconsciente de no enfermar como si fuera un deseo positivo. Si
alguien recibe una herencia de un pariente rico, de cuya existencia no
tenía la menor idea, experimenta un placer que no va precedido de
deseo.
Por lo tanto, quien quiera investigar hacia qué lado se inclina la
balanza, si por el del placer o por el del displacer, tiene que tomar
en cuenta el placer de desear, el de la obtención del deseo y aquél
que nos llega sin haberlo deseado. Por otro lado, habrá que sopesar el
descontento por aburrimiento, el del deseo no satisfecho, y por
último, el que nos llega sin haberlo deseado. A esta última categoría
pertenece también el displacer causado por el trabajo que nos es
impuesto sin haberlo elegido nosotros mismos. Ahora surge la pregunta:
¿Cuál es el medio correcto para sacar el balance de este Debe y
Haber? Eduard von Hartmann opina que es la razón la
que equilibra. Y de hecho, dice
(Philosophie des Undewussten):2
El dolor y el placer existen sólo en tanto que se
experimentan. De ello resulta que para el placer
no existe ninguna otra medida que el sentimiento subjetivo. Tengo que
sentir si la suma de mis sentimientos de displacer en
comparación con mis sentimientos de placer me dan más alegría o más
dolor.
No obstante, Hartmann afirma:
Si... el valor de la vida de un ser sólo puede estimarse según
su propia medida subjetiva,... eso no quiere decir en absoluto que
todo ser sea capaz de sacar la suma algebraica correcta de
todas las afecciones de su vida, o, con otras palabras, que su
juicio global sobre su propia vida sea correcto en lo que se
refiere a sus experiencias subjetivas.
Con ello se constituye nuevamente la evaluación racional del
sentimiento en medida de
valor.3
Quien esté más o menos de acuerdo con el pensamiento de pensadores
como Eduard von Hartmann, podrá creer que, para llegar a una
valoración correcta de la vida, hay que desechar aquellos factores que
falsean nuestro juicio sobre el balance entre placer y
displacer. Puede intentar hacerlo de dos maneras distintas.
Primero, demostrando que nuestros deseos (instinto, voluntad)
interfieren perturbando el juicio sereno sobre el valor de nuestros
sentimientos. Mientras que, por ejemplo, tendríamos que decirnos que
el goce sexual es una fuente de mal, el hecho de que el instinto
sexual en nosotros es muy fuerte, nos induce a imaginarnos un placer
mucho mayor del que en realidad es. Queremos gozar; por eso no
reconocemos que el gozo nos trae sufrimiento. Segundo,
sometiendo los sentimientos a un examen para intentar demostrar que
los objetos con los que están unidos los sentimientos se manifiestan
al conocimiento racional como ilusiones y que éstas desaparecen en
el momento en que nuestra inteligencia, cada vez mayor, puede mirar a
través de tales ilusiones.
Esto puede pensarse de la siguiente manera. Si un hombre ambicioso
quiere saber si en su vida, hasta el momento en que se lo cuestiona,
ha predominado el placer o el displacer, tendrá que eliminar dos
fuentes de error de su evaluación. Como es ambicioso, este rasgo de su
carácter le hará ver las alegrías por el reconocimiento de sus
esfuerzos como a través de una lente de aumento, y las mortificaciones
como por una lente de disminución. En el pasado, cuando sufrió los
desprecios, sintió las mortificaciones precisamente por ser ambicioso;
en el recuerdo aparecen atenuados, mientras que las alegrías por el
reconocimiento al que tan sensible es, se le quedan más grabadas. Para
el hombre ambicioso es un verdadero bien que esto sea así. Su engaño
atenúa su sentimiento de disgusto cuando se mira a sí mismo. Sin
embargo, su juicio es erróneo. Los sufrimientos, que cubre ahora con
un velo, los ha tenido que vivir realmente con toda su intensidad,
pero de esta manera los anota erróneamente en el libro de cuentas de
su vida. Para llegar a un juicio correcto, el ambicioso tendría que
deshacerse de su ambición en el momento de su autoanálisis. Tendría
que observar con su mirada espiritual su vida pasada sin ningún tipo
de lente; si no sería como el comerciante que, al sacar el balance de
sus libros, anota junto a los ingresos su celo en el trabajo.
Pero se puede ir aún más lejos y decir: el hombre ambicioso se
percatará de que los elogios que persigue son cosas sin valor. Llegará
por sí mismo o a través de otros a comprender que para un hombre
razonable no tiene ningún valor el reconocimiento de los demás, puesto
que en todas aquellas cosas que no son cuestiones vitales de la
evolución, o que ya han sido resultas definitivamente por la
ciencia, siempre se puede estar seguro de que la mayoría
está equivocada, y que la minoría tiene razón. Quien hace de la
ambición su guía, deja que la felicidad de su vida quede a merced de
semejante juicio.
(Philosophie des Undewussten).4
Si el ambicioso se dice a
sí mismo todo esto, tendrá que calificar de ilusión todo cuanto su
ambición le ha presentado como realidad y, por consiguiente, también
los sentimientos que van unidos a las ilusiones producidas por su
ambición. Por esta razón podría decirse entonces: hay que tachar
además de la cuenta de los valores de la vida, lo que aparece como
sentimientos de placer debido a las ilusiones; lo que entonces resta,
representa el total del placer de la vida libre de ilusiones, y esto
comparado con el displacer total es tan poco, que la vida no es
placer, y que el no-ser es preferible al ser.
Pero mientras que es totalmente evidente que el engaño producido por
la intromisión del instinto de la ambición produce un resultado falso
en el balance de placer, es necesario, sin embargo, cuestionar lo
dicho sobre el carácter ilusorio de los objetos de placer. Excluir del
balance de placer de la vida todos los sentimientos de placer que van
unidos a cosas reales o ilusiones, falsearía dicho balance. Pues el
hombre ambicioso realmente ha experimentado alegría por el
reconocimiento del público, y da igual si más tarde él mismo u otro
consideran ilusión dicho reconocimiento. Con ello, no disminuye nada
la experiencia de placer disfrutado. La exclusión de todos los
sentimientos ilusorios del balance de la vida no
rectifica, en absoluto, nuestro juicio sobre los sentimientos, sino
que borra de la vida sentimientos que realmente existen.
Y ¿por qué deberían excluirse esos sentimientos? A quien los tiene, le
producen placer; quien los ha superado encuentra en la experiencia de
la superación (no por el sentimiento vanidoso ¡que bueno
soy! sino por la fuente objetiva de placer que la superación
conlleva) un placer espiritualizado, pero no por ello menos
importante. Si del balance del placer se borran los sentimientos
porque están unidos a objetos que resultan ilusorios, se hace depender
el valor de la vida, no de la cantidad sino de la calidad del placer,
y ésta del valor de los objetos que lo causan. Pero si quiero
determinar el valor de la vida nada más que por la cantidad de placer
o sufrimiento que ella me trae, no puedo presuponer otro elemento por
el cual, a su vez, determino el valor positivo o negativo del placer.
Si me propongo comparar la cantidad de placer con la de displacer,
para ver cuál es mayor, tengo entonces que sopesar también el placer y
el sufrimiento en su intensidad real, independientemente de si se
basan en una ilusión o no. Quien atribuye al placer basado en una
ilusión, un valor menor para la vida que el placer justificado ante la
razón, hace depender el valor de la vida de otros factores que el del
placer.
Quien valora en menos el placer vinculado con un objeto fútil, se
asemeja a un comerciante que asentara las considerables ganancias de
una fábrica de juguetes por la cuarta parte de su cuantía, por el
hecho de producir chucherías para niños.
Si se trata solamente de comparar la cantidad de placer y de
displacer, habrá que hacer caso omiso del carácter ilusorio de los
objetos de ciertos sentimientos de placer.
El método recomendado por Hartmann, esto es, la consideración racional
de la cantidad de placer y displacer que produce nuestra vida, nos ha
conducido hasta ahora al punto de saber cómo debemos establecer la
cuenta, lo que debemos asentar a uno u otro lado de nuestro libro de
cuentas. Pero ¿cómo se debe hacer la cuenta? ¿Es capaz la razón de
sacar el balance? El comerciante habrá cometido un error en su cuenta
si la ganancia calculada no coincide con los beneficios ya
obtenidos o estimados. Igualmente se habrá equivocado el filósofo si
no puede probar a nivel de sensación el exceso de placer o de
displacer de acuerdo con sus especulaciones.
Por el momento, no quiero verificar el cálculo de los pesimistas
basado en la observación racional del mundo; pero quien tenga que
decidir si continuar o no con la tarea de vivir, exigirá primero que
se le muestre dónde encuentra el exceso de displacer que se ha
calculado.
Con ello tocamos el punto en el que la razón por sí sola no es
capaz de determinar el exceso de placer o de displacer, sino que tiene
que mostrarlo como percepción en la vida. El hombre capta la realidad
no sólo en el concepto, sino en la compenetración de concepto y
percepción (y el sentimiento es percepción) por medio del pensar (ver
cap. VI).
El comerciante, cerrará realmente su negocio sólo si los hechos
confirman las pérdidas calculadas por su contable. Si no es así,
pedirá al contable que revise las cuentas. De la misma manera lo hará
el hombre en su vida. Si el filósofo trata de demostrarle que el
displacer es mucho mayor que el placer, pero él, sin embargo no lo
siente, dirá: te has equivocado en tus elucubraciones, vuelve a
pensarlo de nuevo. Pero, si en un momento dado, un negocio tiene
realmente tantas pérdidas que ya ningún crédito alcanza para pagar a
los acreedores, se producirá la bancarrota, aunque el comerciante no
quiera enterarse del estado de las cosas por medio de la contabilidad.
Asimismo, si, en un momento determinado, la cantidad de displacer de
un hombre fuese tan grande que ninguna esperanza (crédito) de futuro
placer pudiera hacerle sobrellevar el dolor, se produciría la
bancarrota de los intereses de la vida.
No obstante, el número de los suicidas es relativamente reducido
comparando con los que siguen valerosamente viviendo. Son los menos
los hombres que hacen depender su tarea de vivir del displacer que
produce.
¿Qué se deduce de esto? que, o no es correcto decir que la cantidad de
displacer sea mayor que la de placer, o que, de hecho, no hacemos
depender la continuación de nuestra vida de la cantidad de placer o
displacer que experimentamos.
El pesimismo de Eduard von Hartmann llega de manera curiosa a la
conclusión de que la vida no tiene valor porque en ella predomina el
dolor pero afirma, sin embargo, la necesidad de sobrellevarla. Esta
necesidad reside en que sólo es posible alcanzar el objetivo del mundo
por medio del trabajo incesante y abnegado del hombre, como ya lo
hemos expuesto anteriormente. Pero mientras los hombres persigan sus
apetencias egoístas, serán incapaces de llevar a cabo ese trabajo
desinteresado. Sólo cuando se hayan convencido por la experiencia y la
razón de que los goces que persigue el egoísmo no pueden ser
alcanzados, se dedicarán a su verdadera misión. De esta manera, la
convicción pesimista ha de convertirse en fuente de abnegación. Una
educación basada en el pesimismo terminaría con el egoísmo, haciéndole
ver al hombre su inutilidad.
Desde este punto de vista, la búsqueda de placer le es inherente a la
naturaleza humana desde su origen. Sólo la comprensión de la
imposibilidad de satisfacción hace que esta búsqueda renuncie en favor
de una misión humana más elevada.
No puede decirse que el egoísmo quede superado, en el verdadero
sentido de la palabra, por una concepción moral del mundo que por
reconocer el pesimismo espera una entrega a fines no egoístas de la
vida.
Los ideales morales sólo serán suficientemente fuertes para dominar la
voluntad, cuando el hombre haya comprendido que la búsqueda de placer
egoísta no puede conducir a satisfacción alguna. El hombre cuyo
egoísmo anhela el fruto del placer lo encuentra amargo porque no puede
alcanzarlo; lo deja y se consagra a una vida desinteresada. Según los
pesimistas, los ideales morales no son suficientemente fuertes como
para superar el egoísmo; pero pueden imponerse sobre la base que el
reconocimiento de la inutilidad del egoísmo prepara.
Si el hombre por su naturaleza anhelase el placer, pero no tuviera
posibilidad de alcanzarlo, el único fin razonable sería el exterminio
de la existencia, y la redención por el no-ser. Y si se cree que Dios
es en realidad el portador del sufrimiento universal, entonces los
hombres tendrían como misión llevar a cabo la redención de Dios. El
suicidio del individuo no contribuye a alcanzar este fin, sino que lo
perjudica. Lo razonable es que Dios haya creado al hombre para, a
través de su actuar, alcanzar su propia redención. Si no, la creación
no tendría objeto. Y esta concepción del mundo piensa en términos de
fines extrahumanos. Cada hombre tiene que realizar, en la obra general
de redención, un trabajo determinado. Si lo elude por medio del
suicidio, otro tendrá que hacer el trabajo que le estaba destinado.
Otro tendrá que soportar en su lugar el tormento de la existencia. Y
como en todo ser vive Dios como portador real del dolor, el suicida no
disminuye en lo más mínimo la cantidad de sufrimiento de Dios, sino
que más bien le impone la dificultad añadida de encontrar a otro
hombre que le sustituya.
Todo esto presupone que el placer sea la medida del valor de la vida.
La vida se expresa a través de una suma de instintos (necesidades). Si
el valor de la vida dependiese de si produce más placer o más
displacer, habría que considerar inútil el impulso que trajera a su
portador un predominio de sufrimiento. Examinemos, pues, impulso y
placer para ver si el primero puede servir de medida para el segundo.
Para no despertar sospecha de que para nosotros la vida comienza con
la esfera de la aristocracia espiritual, empecemos por
un instinto puramente animal, el hambre.
El hambre aparece cuando nuestros órganos no pueden continuar sus
funciones sin un nuevo suministro de alimentos. Lo que el hambriento
busca ante todo es satisfacer el hambre. Tan pronto como el suministro
de alimentos llega al punto de hacer cesar el hambre, se alcanza todo
cuanto el instinto de la alimentación busca. El placer que va unido a
la saciedad consiste, primeramente, en la eliminación del dolor que
produce el hambre. Pero al mero instinto de la nutrición se le añade
otra necesidad. Al alimentarse, el hombre no sólo desea restablecer
las funciones orgánicas alteradas, o superar el dolor del hambre, sino
que busca también que vaya acompañado de sensaciones agradables de
sabor. E incluso si media hora antes de una comida apetitosa siente
hambre puede rehusar satisfacerla con alimentos de calidad inferior,
antes de estropear el placer de la mejor. Necesita el hambre para
poder disfrutar de todo el placer de la comida. Con ello el hambre se
convierte en causa de placer. Si se pudiera saciar el hambre que
existe en el mundo, se obtendría la cantidad total de placer debido a
la existencia de la necesidad de alimentarse. A ello habría que añadir
el placer especial que los gastrónomos alcanzan cultivando su paladar
más allá de lo común.
Esta cantidad de placer alcanzará su máximo valor si no quedase
insatisfecha ninguna necesidad relacionada con el placer en cuestión y
si con el placer no tuviéramos que aceptar al mismo tiempo una cierta
cantidad de displacer.
La ciencia moderna opina que la Naturaleza genera más vida que la que
puede sustentar, esto es, que produce más hambre que la que puede
saciar. El exceso de vida que se genera tiene que perecer con dolor en
la lucha por la existencia. Sin duda alguna, en todo momento del
acontecer del mundo las necesidades son mayores que los medios para
satisfacerlas, y ello afecta al goce de la vida. Sin embargo, el goce
que tiene lugar no disminuye en lo más mínimo. Allí donde se produce
la satisfacción de un deseo, existe la correspondiente cantidad de
placer, aunque en el ser mismo que desea o en otros de su derredor
haya una gran cantidad de instintos insatisfechos. Pero lo que con
esto sí queda disminuido es el valor del goce de la vida.
Aunque sólo encuentre satisfacción una parte de las necesidades de un
ser vivo, éste, no obstante, experimenta el placer correspondiente.
Este placer tiene un valor tanto menor cuanto menor sea en proporción
con las exigencias totales de la vida dentro del campo de los deseos
en cuestión. Este valor puede expresarse mediante una fracción cuyo
numerador es el placer realmente experimentado, y el denominador el
total de las necesidades. La fracción tiene el valor 1 cuando el
numerador y el denominador son iguales, esto es, cuando todas las
necesidades resultan satisfechas. Será mayor de 1 cuando en un ser
vivo exista más placer que el exigido por sus deseos; y será menor de
1 cuando la cantidad de placer quede por debajo de la suma de los
deseos. Pero la fracción no puede llegar a cero mientras el numerador
tenga algún valor, por pequeño que sea. Si un hombre hiciera un
balance final antes de su muerte y pensara en la cantidad de placer
relacionada con un determinado instinto (por ej. el hambre) repartido
a lo largo de toda la vida entre todas las exigencias de ese instinto,
quizás el placer experimentado tendría un valor pequeño; pero nulo no
puede ser nunca. Si la cantidad de placer se mantiene constante, el
aumento de las necesidades del ser vivo disminuye el valor del placer
de la vida. Lo mismo es válido para la suma de toda la vida en la
Naturaleza. Cuanto mayor sea el número de los seres vivos en relación
con el número de los que pueden encontrar satisfacción total de sus
instintos, tanto menor será por término medio el valor del placer de
la vida. El billete de cambio que nuestros instintos nos exigen por el
goce de la vida queda devaluado si no hay esperanza de hacerlo
efectivo por su importe total. Si durante tres días tengo suficiente
que comer, pero para ello tengo que pasar hambre otros tres, no por
eso es menor el placer de los días en que como. Pero tengo que
imaginármelo repartido entre seis días, por lo cual su valor
para mi instinto de nutrición se reduce a la mitad. De la misma
manera se relaciona la cantidad de placer con el grado de mi
necesidad. Si tengo ganas de comer dos rebanadas de pan, pero sólo
puedo comer una, el valor del goce que obtengo se reduce a la mitad
del que tendría si después de comerla hubiera quedado satisfecho. De
esta manera se determina el valor de un placer en la vida.
Nuestros apetitos son la medida; el placer es lo medido. El goce de
saciarse adquiere valor sólo porque existe el hambre; y obtiene un
valor determinado por su relación con la intensidad del hambre.
Las exigencias insatisfechas de nuestra vida ensombrecen también los
deseos insatisfechos, y menoscaban el valor de las horas
agradables. Pero también se puede hablar del valor actual de un
sentimiento de placer. Este valor es tanto más reducido cuanto menor
es el placer en relación con la duración y la intensidad de nuestro
deseo.
Una cantidad de placer tiene para nosotros pleno valor cuando coincide
con la duración y el grado de nuestro deseo. Una cantidad menor de
placer en relación con nuestro deseo reduce el valor del placer; una
cantidad mayor produce un exceso no pedido que sólo se experimentará
como placer mientras durante el goce mismo podamos intensificar
nuestra apetencia. Si no podemos intensificar nuestro deseo en la
misma medida en que aumenta el placer, éste se convierte en displacer.
El objeto que en otro caso nos daría satisfacción, nos asalta en
contra de nuestra voluntad y nos produce dolor. Esto es una prueba de
que el placer sólo tiene valor para nosotros en tanto que podamos
medirlo en relación con nuestro deseo. Un exceso de sentimiento
agradable se convierte en dolor. Esto podemos observarlo especialmente
en las personas cuyo deseo por un tipo de placer determinado es muy
pequeño. A las personas cuyo instinto de nutrición está atrofiado,
comer puede producirles fácilmente asco. De esto también se desprende
que el deseo es la medida del valor del placer.
Sin embargo, el pesimismo puede sostener que el instinto insatisfecho
de la nutrición produce no sólo displacer por la privación del goce,
sino verdadero dolor, sufrimiento y miseria en el mundo. Puede apelar
a la indescriptible miseria de los hombres azotados por el hambre; a
la suma de displacer producida por la escasez de alimentos. Y si el
pesimismo quiere también extender su afirmación y va más allá de la
naturaleza humana, puede señalar el sufrimiento de los animales que
mueren de hambre en ciertas estaciones del año por falta de comida. El
pesimista afirma que estos males exceden en mucho la cantidad de
placer que el instinto de la nutrición produce en el mundo.
No cabe duda de que el placer y el displacer pueden
compararse mutuamente, determinarse el exceso de uno o de otro de la
misma manera que lo hacemos con la ganancia y la
pérdida. Pero si el pesimismo cree que existe un exceso de
displacer y cree poder deducir de ello la falta de valor de la vida,
comete un error porque hace un cálculo que en la vida real no se
efectúa.
Nuestro apetito va dirigido en cada caso a un objeto determinado. El
valor de la satisfacción será, como hemos visto, tanto mayor cuanto
mayor sea la cantidad de placer en relación con la
intensidad de deseo.5
Pero de la intensidad del deseo depende también la cantidad de
displacer que estamos dispuestos a aceptar para conseguir el placer.
No comparamos la cantidad de displacer con la de placer, sino con la
intensidad de nuestros apetitos. A quien el comer le proporciona mucho
placer, soportará más fácilmente un periodo de hambre, debido al
placer de mejores tiempos, que otro a quien la satisfacción del
instinto de nutrición no le causa placer. La mujer que quiere tener un
hijo no compara el placer que le proporciona el tenerlo con la
cantidad de displacer que produce el embarazo, el parto, los cuidados
del niño, etc., sino únicamente con su deseo de tener el hijo.
Nunca buscamos un placer abstracto de una intensidad determinada, sino
la satisfacción concreta de manera bien definida. Si deseamos un
placer que tiene que ser satisfecho por un objeto o sensación
determinados, no podemos quedar satisfechos por medio de otro objeto u
otra sensación que nos cause un placer de igual intensidad. A quien
busca satisfacer el hambre no se le puede sustituir ese placer por
otro de igual intensidad, pero producido por un paseo. Sólo si nuestro
apetito buscara la obtención de una determinada cantidad de placer en
general, se apaciguaría inmediatamente si ese placer no fuera
accesible sin una cantidad mayor de displacer. Pero como se busca la
satisfacción de una manera determinada, su obtención proporciona
placer incluso cuando conlleva una cantidad de displacer. Pero puesto
que los instintos de los seres vivos tienden hacia una dirección
determinada y van hacia un objetivo concreto, no puede tomarse en
cuenta, como factor de valor equivalente, la cantidad de displacer que
ha de soportarse en el camino hacia el objetivo. Si el apetito es
suficientemente fuerte como para seguir despierto en cierto grado, aún
después de superar el displacer por intenso que éste sea, en
sentido absoluto será posible, sin embargo, experimentar el
placer de la satisfacción con plena intensidad. El apetito, por lo
tanto, no relaciona directamente el displacer con el placer alcanzado,
sino indirectamente, relacionando su propia intensidad con la del
displacer. No se trata de si es mayor o menor el placer que se desea o
el displacer, sino si es más fuerte el apetito del fin deseado, o la
oposición del displacer que conlleva. Si esta oposición es mayor que
el apetito, éste se rinde ante lo irremediable, se apaga y no sigue
adelante. Debido a que la satisfacción se busca de manera específica,
el placer que conlleva cobra sentido en tanto que hace posible, una
vez obtenida la satisfacción, tomar en cuenta la cantidad de displacer
necesaria tan solo en la medida en que haya disminuido la intensidad
de nuestro apetito. Si soy un apasionado del paisaje, no calculo
cuánto placer me produce la vista desde la cima de la montaña por
comparación directa con el esfuerzo de la subida y del descenso. Pero
sí me pregunto, sin embargo, si después de superar las dificultades,
mi interés por el paisaje seguirá suficientemente vivo. Sólo
indirectamente, por la intensidad del apetito, pueden el placer y el
displacer ofrecer algún resultado. La cuestión no es, por lo tanto, si
hay un exceso de placer o de displacer, sino si la volición del placer
es suficientemente fuerte para superar el displacer.
Una prueba de lo correcto de esta afirmación es el hecho de que se
valore más el placer que se ha obtenido a precio de mucho displacer
que el que, de alguna manera, nos cae como un regalo del cielo. Cuando
el sufrimiento y el dolor disminuyen el apetito pero aún así se
alcanza el objetivo, el placer será aún mayor, en comparación
con la cantidad de deseo que aún queda. Esta relación representa, como
ya he mostrado, el valor del placer (ver más arriba). Otra
prueba la ofrece el hecho de que los seres vivos, (incluido el hombre)
desarrollan sus instintos en la misma medida en que son capaces de
soportar los dolores y el sufrimiento que se les oponen. Y la lucha
por la existencia es solamente la consecuencia de este hecho. Toda
vida lucha por desarrollarse, y sólo abandona la lucha aquella parte a
la que el peso insuperable de las dificultades ahoga sus deseos. Todo
ser vivo busca el alimento hasta que su falta destruye su vida. Y de
la misma manera, el hombre sólo se quita la vida cuando cree (con
razón o sin ella) no poder alcanzar los fines de su vida que considera
dignos de perseguir. Pero en tanto crea posible alcanzar aquello que
estima que merece la pena perseguir, luchará contra todas las
calamidades y sufrimientos. La filosofía tendría primero que convencer
al hombre de que el querer sólo tiene sentido si el placer es mayor
que el displacer; por su naturaleza el hombre intenta alcanzar los
objetos de sus apetitos mientras pueda soportar el displacer
por grande que éste sea que necesariamente conlleva.
Pero una filosofía así sería errónea, puesto que hace depender la
voluntad humana de algo (exceso de placer sobre displacer) que es
básicamente ajeno al hombre. La medida básica del querer es el
apetito, y éste se impone cuanto puede. El cálculo que hace, no una
filosofía racional, sino la vida, cuando se trata de placer y
displacer en la satisfacción de un apetito, se puede comparar con lo
siguiente. Si al comprar una cierta cantidad de manzanas me veo
obligado a llevarme el doble de manzanas malas junto con las buenas
porque el vendedor quiere deshacerse de ellas no dudaré
ni un momento en llevarme también las malas, si estimo que el valor de
la pequeña cantidad de las buenas es tan alto que estoy dispuesto a
pagar, aparte de su precio, los gastos de transporte del producto
defectuoso. Este ejemplo ilustra la relación entre la cantidad de
placer y de displacer causados por un instinto. No calculo el valor de
la cantidad de las manzanas buenas restándola de las malas, sino
estimando si las buenas mantiene aún un valor a pesar de la presencia
de las malas.
Así como al disfrutar de las manzanas buenas no tomo en consideración
las malas, me entrego a la satisfacción de un deseo, después de
haberme librado del sufrimiento inevitable. Aunque el pesimismo
estuviese en lo cierto al afirmar que en el mundo existe más displacer
que placer, esto no tendría ninguna influencia en el querer, pues a
pesar de ello los seres vivos buscarían el placer que quedara. La
prueba empírica de que el dolor predomina sobre la alegría, si se
pudiera probar, mostraría la esterilidad de la corriente filosófica
que pone el valor de la vida en el predominio del placer, el
hedonismo, pero no calificaría al querer de irracional; pues éste no
se basa en un predominio del placer, sino en la cantidad de placer que
aún queda después de deducir el displacer. Este placer restante sigue
apareciendo siempre digno de búsqueda.
Se ha tratado de refutar el pesimismo sosteniendo que es imposible
calcular el exceso de placer o de displacer en el mundo. La
posibilidad de todo cálculo se basa en poder comparar entre sí los
objetos en cuanto a sus magnitudes. Ahora bien, todo displacer y todo
placer tienen una determinada magnitud (intensidad y duración).
Incluso las sensaciones de placer de distinta naturaleza las podemos
comparar al menos aproximadamente. Sabemos qué nos causa más placer,
un buen cigarro o un buen chiste. Por lo tanto, no se puede objetar
nada contra la posibilidad de comparar los distintos tipos de placer y
displacer, con respecto a sus magnitudes. Y el investigador que se
pone como objetivo determinar el predominio de placer o de displacer
en el mundo, parte de premisas totalmente justificadas. Se puede
afirmar que los resultados del pesimismo son erróneos, pero no puede
ponerse en duda la posibilidad de una valoración científica de las
cantidades de placer y displacer, y con ello la determinación del
balance. Es, sin embargo, erróneo afirmar que del resultado de este
cálculo se sigue algo para el querer humano. Los casos en que
realmente hacemos depender el valor de nuestro actuar del predominio
del placer o del displacer, son aquéllos en que los objetos a los que
se dirige nuestro actuar nos son indiferentes. Si se trata de
procurarme una distracción después de mi trabajo, y para ese fin me da
totalmente igual un juego que una charla, me preguntaré qué es lo que
me proporciona mayor placer, y desde luego abandonaré mi actividad si
la balanza se inclina del lado del displacer. Cuando queremos comprar
un juguete para un niño, al elegirlo pensamos qué le dará más alegría.
En todos los demás casos, no nos decidimos exclusivamente según el
balance del placer.
Por consiguiente, si los seguidores de la ética pesimista son de la
opinión de que la constatación que la existencia da más displacer que
placer prepara el terreno para la entrega altruista al trabajo
cultural, no tienen en cuenta que el querer humano, por su propia
naturaleza, no se deja influir por el conocimiento de ese hecho. El
esfuerzo del hombre va dirigido a alcanzar aquella satisfacción que es
posible después de superar todas las dificultades. La esperanza de
esta satisfacción es la base de la actividad humana. El trabajo del
individuo y todo el trabajo cultural tienen su origen en esta
esperanza. La ética pesimista cree que debe presentar al hombre la
búsqueda de la felicidad como algo imposible, de manera que se dedique
a su verdadera misión moral. Pero estas tareas morales no son más que
los impulsos concretos naturales y espirituales; y buscará su
satisfacción a pesar del displacer que conlleve. Por lo tanto, la
búsqueda de la felicidad que el pesimismo quiere erradicar, en
realidad no existe. Pero la misión que el hombre tiene que cumplir, la
lleva a cabo porque su propia naturaleza quiere cumplir esa
misión cuando ha comprendido su verdadera naturaleza.
La ética pesimista sostiene que el hombre sólo puede entregarse a lo
que reconoce como misión de su vida, cuando ha abandonado la búsqueda
de placer. Pero ninguna ética puede inventarse otra misión que la
realización de las satisfacciones exigidas por los apetitos del hombre
y la realización de sus ideales éticos. Ninguna ética puede privarle
del placer que experimenta por la realización de lo que desea. Cuando
el pesimista dice: no busques el placer, porque nunca podrás
alcanzarlo; esfuérzate por hacer lo que reconoces como tu
misión, se le ha de responder que esto es inherente a la
naturaleza humana, y que afirmar que el hombre sólo aspira a la
felicidad es el invento de una filosofía errónea. El hombre busca la
satisfacción de lo que su naturaleza apetece, y tiene ante sí los
objetos concretos de su deseo, no una felicidad
abstracta; Y la realización le causa placer. Cuando la ética pesimista
exige no buscar el placer, sino la realización de lo que el hombre
reconoce como la misión de su vida, acierta precisamente con lo que el
hombre quiere por su propia naturaleza. El hombre, para ser
moral, no necesita ni que la filosofía le cambie, ni deshacerse de su
propia naturaleza. La moralidad consiste en el esfuerzo por alcanzar
un fin que se considera justificado; perseguirlo le es inherente al
ser humano, mientras que el displacer que conlleve no inhiba el deseo.
Y esta es la esencia de todo querer verdadero. La ética no descansa en
la extinción de toda búsqueda de placer para que pálidas ideas
abstractas puedan ejercer su dominio allí donde no encuentran
resistencia de un fuerte anhelo de gozo de la vida, sino que se basa
en la voluntad poderosa sostenida por la intuición ideal, que
alcanza sus fines aunque el camino hacia ellos esté lleno de espinas.
Las ideales morales surgen de la imaginación moral del hombre. Su
realización depende de que el hombre los desee con suficiente fuerza
para superar el sufrimiento y las penalidades. Son sus
intuiciones, son los impulsos que su espíritu suscita; él los
quiere, porque su realización es su mayor placer. No necesita
que la ética primero le prohiba buscar el placer, para luego dictarle
qué es por lo que debe esforzarse. El aspirará a ideales
morales, si su imaginación moral es suficientemente activa como para
sugerirle intuiciones que confieran a su voluntad la fuerza para
vencer los obstáculos inherentes a su propia organización, incluido el
sufrimiento inevitable.
Quien aspira a ideales sublimes, lo hace porque ellos forman el
contenido de su ser, y su realización será para él un gozo en
comparación con el cual, el placer por la pobre satisfacción de los
impulsos cotidianos es insignificante. Los idealistas se
deleitan espiritualmente convirtiendo en realidad sus ideales.
Quien quiera erradicar el placer de la satisfacción del deseo humano,
tendrá primero que hacer esclavo al hombre para que no actúe porque
quiere, sino porque debe. Pues la consecución de lo que se quiere, da
placer. Lo que se llama el Bien no es lo que el hombre
debe sino lo que quiere, si desarrolla su total y
verdadera naturaleza humana. Quien no reconozca esto tendrá primero
que quitarle al hombre lo que él quiere, para prescribirle después
desde afuera el contenido que debe dar a su querer.
El hombre confiere valor a la realización de un apetito porque éste
procede de su ser. Lo alcanzado tiene valor porque ha sido querido. Si
se niega valor a los fines del querer humano como tal, habrá que tomar
los fines valiosos de algo que el hombre no quiere.
La ética basada en el pesimismo tiene su origen en el menosprecio de
la imaginación moral. Sólo quien no considere al espíritu humano
individual capaz de darse a sí mismo el contenido de su deseo, puede
buscar en el anhelo de placer el contenido total de su volición. El
hombre sin imaginación no crea ideas morales. Le tienen que ser dadas.
Su naturaleza física se ocupa de buscar satisfacción de sus apetitos
inferiores. Pero los apetitos que proceden del espíritu también
pertenecen al desarrollo total del hombre. Sólo si se piensa
que el hombre carece de deseos espirituales se puede afirmar que los
debe recibir del exterior. Entonces también estará justificado decir
que el hombre tiene la obligación de hacer lo que no quiere. Toda
ética que exige que el hombre reprima su querer para llevar a cabo
tareas que no quiere, no tiene en cuenta al hombre total, sino
al hombre que carece de facultad de desear lo espiritual. Para el
hombre desarrollado armoniosamente, las llamadas ideas del Bien no se
hallan fuera, sino dentro de la esfera de su ser. El
actuar moral no consiste en la erradicación de la voluntad personal
unilateral, sino en el desarrollo total de la naturaleza
humana. Quien considere que los ideales morales sólo son alcanzables
si el hombre mata su propia voluntad, no sabe que estos ideales son
tan queridos por el hombre como la satisfacción de los llamados
instintos animales.
Es innegable que las ideas que hemos caracterizado aquí pueden
malentenderse fácilmente. El hombre inmaduro y sin imaginación moral
gusta considerar los instintos de su naturaleza semidesarrollada como
expresión acabada de lo humano, y rechaza todas las ideas morales no
producidas por él mismo, para poder disfrutar de la vida
sin ser molestado. Es evidente que lo que es válido para la naturaleza
semidesarrollada. A quien aún necesita que la educación le ayude a
alcanzar el punto en el que su naturaleza moral pueda empezar a
superar sus pasiones inferiores, no se le puede exigir lo mismo que al
hombre maduro. Pero no se trata de indicar aquí qué es lo que se debe
inculcar al hombre no desarrollado, sino lo que hay en el ser del
hombre maduro. Pues se trataba de demostrar la posibilidad de la
libertad; y ésta no aparece en las acciones dictadas por la necesidad
de los sentidos o anímica, sino en las acciones basadas en intuiciones
espirituales.
Este hombre totalmente maduro se otorga a sí mismo su valor. No busca
el placer que como gracia le tiende la Naturaleza o el Creador; ni
tampoco cumple con el deber abstracto que reconoce como tal después de
haber renunciado a la búsqueda de placer. Actúa como él quiere, de
acuerdo con sus intuiciones éticas; y vivencia su verdadero goce de la
vida comparando lo alcanzado con lo deseado. La ética que sustituye el
deber por el querer y la obligación por la inclinación, determina
consecuentemente el valor del hombre según la relación entre lo que
exige el deber y lo que él realiza. Mide al hombre con algo ajeno a su
ser.
La opinión aquí expuesta conduce al hombre hacia sí mismo. Reconoce
como verdadero valor de la vida sólo lo que el individuo considera
como tal, de acuerdo con su querer. Rechaza tanto un valor de la vida
no reconocido por el individuo, como una finalidad de la vida que no
proceda del individuo. Ve en la esencia universal y verdadera del
individuo a su propio señor y a su propio juez.
Suplemento para la nueva edición (1918).
Se interpretará mal lo expuesto en este capítulo, si uno se queda
solamente en la objeción aparente de que el querer humano como tal es
justamente lo irracional para que comprendiera entonces que la
finalidad de la búsqueda ética consiste en la liberación final del
querer. A mí se me ha hecho este tipo de objeción aparente por parte
de una fuente competente, diciéndome que sería precisamente objeto del
filósofo llevar a cabo lo que la falta de pensamiento de los animales
y de la mayoría de los hombres ha descuidado, esto es, hacer un
verdadero balance de la vida. Pero de hecho, quien haga esta objeción
no tiene en cuenta lo principal: para que la libertad realmente se
realice es necesario que el querer de la naturaleza humana esté basado
en el pensar intuitivo; pero al mismo tiempo resulta que puede haber
un querer condicionado por otro factor que el de la intuición, y que
la moral y su valor solamente resultan de la libre realización
de la intuición que fluye de la naturaleza humana. El individualismo
ético puede exponer la moral en toda su dignidad, pues no opina que lo
verdaderamente ético sea lo que de forma externa hace concordar al
querer con una norma, sino que es aquello que surge del hombre cuando
despliega en sí el querer moral como un elemento de su ser total, de
modo que hacer lo inmoral le aparece como una mutilación y una
deformación de su ser.
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