La opinión de que el hombre está destinado a llegar a ser una
individualidad completa, autosuficiente y libre, parece estar en
contradicción con el hecho de que él se encuentra como miembro dentro
de un todo natural (raza, pueblo, nación, familia, sexo masculino y
femenino), y que también actúa dentro de un todo (Estado, iglesia,
etc.). El hombre posee las características generales de la comunidad a
la que pertenece, y que da a su actuar un contenido condicionado por
la posición que él ocupa dentro de la sociedad.
¿Es aún posible, con todo esto, la individualidad? ¿Podemos considerar
al hombre como un todo en sí mismo a pesar de que se desarrolla dentro
de un todo y de que forma parte de un todo?.
Las cualidades y funciones del miembro de un todo están determinadas
por este todo. Un pueblo es un todo, y todos los hombres que
pertenecen a él llevan las características inherentes a la naturaleza
de ese pueblo. La constitución de cada individuo y cómo se conduce
está condicionado por el carácter del pueblo. Por ello, la fisonomía y
el actuar del individuo contiene algo genérico. Si preguntamos por qué
razón esto y aquello son de esa o de aquella manera en el hombre,
tenemos que pasar del individuo a la especie. Esta nos explica por qué
algo de él aparece de la manera que nosotros observamos. El hombre,
sin embargo, se libera de la especie. Pues lo genérico del hombre si
lo vivencia correctamente, no restringe su libertad ni debe
restringirla artificialmente. El hombre desarrolla cualidades y
funciones dentro de sí mismo, cuyas causas determinantes sólo pueden
buscarse en él mismo. Lo genérico le sirve solamente de medio para
expresar su naturaleza particular. Utiliza las características que la
naturaleza le ha dado como base y les da la forma adecuada a su propio
ser. Buscamos, por lo tanto, en vano en las leyes de la especie la
causa de su forma de expresión. Nos encontramos ante un individuo que
sólo puede ser explicado por sí mismo. Si un hombre ha logrado
liberarse de lo genérico, pero intentamos, sin embargo, explicarle en
términos del carácter de la especie, es que no tenemos capacidad para
comprender lo individual.
Es imposible comprender a un hombre si, para juzgarle, nos basamos en
un concepto de especie. Donde encontramos más arraigado el juicio
basado en la especie es en lo tocante al sexo. Casi siempre el hombre
ve en la mujer, y la mujer en el hombre, demasiado poco de lo
individual. En la vida práctica esto perjudica menos al hombre que a
la mujer. La posición social de la mujer es la mayoría de las veces
tan indigna, porque en gran parte no está determinada por las
características de la mujer individual, como debería ser, sino por las
representaciones generales que uno tiene sobre las funciones naturales
y las necesidades de la mujer. La actividad del hombre en la vida está
determinada por sus capacidades e inclinaciones individuales, mientras
que la mujer está condicionada exclusivamente por el hecho de que es
mujer. A la mujer se la considera como esclava de la especie, de lo
femenino genérico. Mientras los hombres sigan discutiendo si la mujer
por su disposición natural está dotada para esta o
aquella profesión, la llamada cuestión feminista no
podrá salir de su estado elemental. Lo que la mujer, según su
naturaleza pueda querer hacer, debe dejarse que lo juzgue la mujer. Si
es verdad, que la mujer solamente tiene capacidad para la actividad
que actualmente se le reserva, difícilmente llegará por sí misma a
conseguir otra. Pero tienen que poder decidir por sí mismas qué es lo
que corresponde a su naturaleza. A quienes temen una conmoción de las
condiciones sociales si se considera a la mujer, no como un
representante de la especie, sino como un individuo, hay que
responderles que unas condiciones sociales en las que la mitad de la
humanidad lleva una existencia indigna del ser humano, tienen
precisamente mucha necesidad de ser
mejoradas.1
Quien juzga a los hombres según su carácter como especie llega sólo
hasta el punto a partir del cual comienzan a ser seres cuya actividad
descansa en la libre autodeterminación. Lo que queda por debajo de
este nivel puede, naturalmente, ser objeto de observación científica.
Las características de las razas, pueblos, naciones y sexos forman el
contenido de campos científicos especiales. Sólo los seres humanos que
quisieran vivir exclusivamente como ejemplares de la especie podrían
ajustarse a una imagen general similar a la que surge de la
observación científica. Sin embargo, ninguna de estas ciencias puede
penetrar hasta el contenido particular del individuo. Allí donde
comienza la esfera de la libertad (del pensar y del actuar) cesa la
determinación del individuo según las leyes de la especie. El
contenido conceptual que el hombre, a través del pensar, tiene que
relacionar con la percepción para alcanzar la realidad completa (ver
cap. V), no puede ser fijado de una vez por todas, y legarse ya
acabado a la humanidad. El individuo tiene que formar sus conceptos
por medio de su propia intuición. De un concepto genérico de la
especie no puede deducirse cómo tiene que pensar el individuo. Depende
única y exclusivamente del individuo. Y tampoco se puede determinar de
las características humanas generales, qué fines concretos desea el
individuo proponer a su voluntad. Quien quiera comprender al individuo
en particular tiene que penetrar hasta su naturaleza individual y no
quedarse en las características típicas. En este sentido, cada hombre
es un problema. Y toda ciencia que se ocupa de pensamientos abstractos
y conceptos genéricos es sólo una preparación para ese conocimiento
que obtenemos cuando una individualidad humana nos comunica su manera
de contemplar el mundo, y para ese otro conocimiento que adquirimos a
partir del contenido de su querer. Cuando tenemos la sensación de que
se halla ante nosotros aquella parte del hombre que está libre del
modo de pensar típico y del querer de la especie, tenemos que
prescindir de todo concepto de nuestra mente, si queremos comprender
su naturaleza. La cognición consiste en la unión del concepto con la
percepción por medio del pensar. Con todos los demás objetos el
observador tiene que adquirir los conceptos por medio de su intuición;
pero para la comprensión de una individualidad libre, sólo se trata de
acoger en nuestro espíritu los conceptos por los cuales se determina a
sí misma, (sin mezclarlo con nuestro propio contenido conceptual). Los
hombres que en cada juicio de otra persona inmediatamente mezclan sus
propios conceptos no pueden llegar nunca a la comprensión de una
individualidad. Así como la individualidad libre se libera de las
características de la especie, también el conocimiento tiene que
liberarse de la manera que tenemos de comprender lo genérico.
Sólo en la medida en la que el ser humano se haya liberado de lo
genérico, tal como lo hemos caracterizado, puede ser considerado como
espíritu libre dentro de una comunidad humana. Ningún ser humano es
totalmente especie, ninguno totalmente individual. Pero todo ser
humano libera gradualmente una esfera mayor o menor de su ser, tanto
de lo genérico de la vida animal, como de las leyes de autoridad
humana que le dominan.
En cuanto a aquella parte de su ser en la que el ser humano no es
capaz de conquistar la libertad, constituye un miembro dentro del
organismo natural y espiritual. A este respecto vive tal como ve
hacerlo a otros o como éstos se lo ordenan. Un valor ético verdadero
sólo lo tiene aquella parte de su actuar que emana de sus intuiciones.
Y lo que tiene como instintos morales, heredados de los instintos
sociales, adquiere un valor ético si lo incorpora a sus intuiciones.
Toda la actividad moral de la humanidad proviene de las intuiciones
éticas individuales y su incorporación a las comunidades humanas. En
otras palabras: la vida moral de la humanidad es la suma total de lo
producido por la imaginación moral de los individuos humanos libres.
Esta es la conclusión del monismo.
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