(Versión revisada para la edición de 1918 del prefacio de la
edición original de 1894)
A continuación se reproduce en lo esencial lo que figuraba, como una
especie de prefacio, en la primera edición de este libro. Pero como
más bien expresa mi forma de pensar al escribir el libro hace
veinticinco años, sin que afecte directamente su contenido, lo incluyo
aquí como
apéndice.1
No quisiera omitirlo
totalmente, porque siempre surge de nuevo la opinión de que tengo algo
que ocultar de mis primeros escritos, debido a mis trabajos
posteriores sobre la
Ciencia Espiritual.2
Nuestra época sólo puede encontrar la verdad en lo profundo del ser
humano. De los dos conocidos caminos de Schiller, el segundo se
reconoce superior en la actualidad:
Ambos buscamos la verdad, tú, fuera, en la vida, yo dentro en el
corazón y así la encontraremos sin duda cada uno. Si el ojo está sano
encontrará fuera el Creador; si está sano el corazón reflejará en su
interior al mundo
Una verdad que nos llega desde fuera lleva siempre el sello de la
incertidumbre. Sólo podemos creer aquello que le aparece a cada uno de
nosotros como verdad en su propio interior.
Solamente la verdad puede darnos seguridad en el desarrollo de
nuestras fuerzas individuales. A quien la duda le tortura, tiene
paralizadas sus fuerzas. En un mundo que le resulta enigmático, no
puede encontrar una finalidad a su actividad.
Ya no queremos solamente creer; queremos saber. La creencia exige la
aceptación de verdades que no podemos comprender totalmente. Pero lo
que no comprendemos completamente va en contra de lo individual que
desea vivir todo en lo más profundo de su ser. Solamente nos satisface
el saber que no se somete a ninguna norma exterior, sino que surge de
la vida interior de la personalidad.
Tampoco queremos un saber que ha quedado congelado para siempre en
reglas doctrinarias, y guardado en compendios valederos para todos los
tiempos. Cada uno de nosotros exige el derecho de partir de sus
experiencias inmediatas y de sus vivencias personales y ascender a
partir de ahí al conocimiento del universo todo. Aspiramos a un saber
seguro, pero cada uno a su manera.
Nuestras doctrinas científicas no deben tampoco formularse como si
fuera obligación absoluta reconocerlas. Actualmente, nadie daría a un
escrito científico un título como el de Fichte: Exposición
diáfana para el público general sobre la verdadera naturaleza de la
filosofía moderna. Un intento de hacer comprenderla al
lector. Hoy día nadie debe ser forzado a comprender. No
exigimos ni reconocimiento ni acuerdo de quien no tenga una necesidad
especial e individual de formarse una opinión. Ni siquiera al ser
humano inmaduro, al niño, queremos ya inculcarle conocimientos, sino
que intentamos desarrollar sus facultades para no tener que
forzarle a comprender, sino que quiera comprender.
No me hago ninguna ilusión con respecto a esta característica de mi
tiempo. Sé cuanto formalismo impersonal existe y se generaliza. Pero
sé también que muchos de mis contemporáneos intentan dirigir su vida
en el sentido indicado. A ellos quisiera dedicar este libro. No
pretende indicar el único camino posible hacia la verdad,
sino describir aquel que ha tomado uno que aspira a la verdad.
Este libro conduce primero a campos abstractos donde el pensar ha de
trazar contornos precisos para poder obtener posiciones seguras. Pero
a partir de los conceptos áridos se conduce al lector también a la
vida concreta. Estoy convencido de que también es necesario elevarse a
la región etérea de los conceptos, si se quiere experimentar la
existencia en todos sus aspectos. Quien sólo sabe gozar por medio de
los sentidos, no conoce lo más exquisito de la vida. Los maestros
orientales hacen llevar a sus discípulos una vida ascética y de
renuncia durante años, antes de impartirles su propia sabiduría. El
occidente ya no exige ejercicios de devoción ni una vida ascética para
acceder a la ciencia, pero sí la voluntad sincera de substraerse
durante un breve tiempo a las impresiones inmediatas y entregarse a la
esfera del pensar puro.
Las esferas de la vida son muchas. Para cada una se ha desarrollado
una ciencia específica. La vida misma, sin embargo, es una unidad, y
cuanto más intentan las ciencias profundizar en campos concretos, más
se alejan de la visión del universo como un todo vivo. Tiene que haber
un conocimiento que busque en las distintas ciencias los elementos que
conduzcan al hombre una vez más a la plenitud de la vida. El
especialista científico desea obtener por medio de sus conocimientos
una conciencia del mundo y de sus procesos; el objeto de este libro es
filosófico: la ciencia misma debería llegar a ser orgánica y viva. Las
distintas ciencias son pasos preliminares de la ciencia a la que se
intenta llegar aquí. Una relación similar domina en las artes.
El compositor trabaja sobre la base de la teoría de la composición.
Esta se compone de una suma de conocimientos, cuyo dominio es
condición imprescindible para componer. Al componer, las leyes de la
teoría de la composición se emplean al servicio de la vida, de la
verdadera realidad. Exactamente en el mismo sentido es la filosofía un
arte. Todos los verdaderos filósofos fueron artistas del
pensar. Para ellos las ideas humanas fueron su material artístico,
y el método científico su técnica artística. El pensar abstracto
adquiere así vida concreta, vida individual. Las ideas se convierten
en potencias de la vida. No tenemos entonces solamente un conocimiento
de las cosas, sino que convertimos el conocimiento de un organismo
real que se gobierna así sobre la mera recepción pasiva de verdades.
Cómo se relaciona la filosofía como arte y la libertad del
hombre, qué es la libertad, y si participamos o podemos llegar a
participar de ella: esta es la cuestión principal de este libro. Todas
las demás consideraciones científicas sólo aparecen aquí porque en
último término aclaran aquellas cuestiones que, en mi opinión, atañen
más directamente al hombre. En estas páginas se ofrece una
Filosofía de la Libertad.
Toda ciencia sería únicamente una satisfacción de la mera curiosidad
ociosa si no aspirase a elevar el valor de la existencia de la
personalidad humana. Las ciencias sólo adquieren
verdadero valor al exponer la importancia de sus resultados para el
ser humano. El objetivo último del individuo no puede ser el
ennoblecimiento de una facultad específica del alma, sino el
desarrollo de todas las facultades latentes en nosotros. El
conocimiento sólo tiene valor si contribuye al desarrollo de todas
las facultades de la naturaleza humana total.
Este libro, por tanto, no concibe la relación entre la ciencia y la
vida de tal manera que el hombre haya de someterse a la idea y poner
sus fuerzas a su servicio, sino en el sentido de que domine el mundo
de las ideas con el fin de utilizarlo para sus fines humanos
que trascienden los meramente científicos. El hombre tiene que ser
capaz de enfrentarse a la idea, vivenciándola; si no,
cae bajo su esclavitud.
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