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La Filosofia de La Libertad

Puesto on-line: 25th octubre 2006

PREFACIO

(Versión revisada para la edición de 1918 del prefacio de la edición original de 1894)

A continuación se reproduce en lo esencial lo que figuraba, como una especie de prefacio, en la primera edición de este libro. Pero como más bien expresa mi forma de pensar al escribir el libro hace veinticinco años, sin que afecte directamente su contenido, lo incluyo aquí como “apéndice”.1 No quisiera omitirlo totalmente, porque siempre surge de nuevo la opinión de que tengo algo que ocultar de mis primeros escritos, debido a mis trabajos posteriores sobre la Ciencia Espiritual.2

Nuestra época sólo puede encontrar la verdad en lo profundo del ser humano. De los dos conocidos caminos de Schiller, el segundo se reconoce superior en la actualidad:

“Ambos buscamos la verdad, tú, fuera, en la vida, yo dentro en el corazón y así la encontraremos sin duda cada uno. Si el ojo está sano encontrará fuera el Creador; si está sano el corazón reflejará en su interior al mundo”

Una verdad que nos llega desde fuera lleva siempre el sello de la incertidumbre. Sólo podemos creer aquello que le aparece a cada uno de nosotros como verdad en su propio interior.

Solamente la verdad puede darnos seguridad en el desarrollo de nuestras fuerzas individuales. A quien la duda le tortura, tiene paralizadas sus fuerzas. En un mundo que le resulta enigmático, no puede encontrar una finalidad a su actividad.

Ya no queremos solamente creer; queremos saber. La creencia exige la aceptación de verdades que no podemos comprender totalmente. Pero lo que no comprendemos completamente va en contra de lo individual que desea vivir todo en lo más profundo de su ser. Solamente nos satisface el saber que no se somete a ninguna norma exterior, sino que surge de la vida interior de la personalidad.

Tampoco queremos un saber que ha quedado congelado para siempre en reglas doctrinarias, y guardado en compendios valederos para todos los tiempos. Cada uno de nosotros exige el derecho de partir de sus experiencias inmediatas y de sus vivencias personales y ascender a partir de ahí al conocimiento del universo todo. Aspiramos a un saber seguro, pero cada uno a su manera.

Nuestras doctrinas científicas no deben tampoco formularse como si fuera obligación absoluta reconocerlas. Actualmente, nadie daría a un escrito científico un título como el de Fichte: “Exposición diáfana para el público general sobre la verdadera naturaleza de la filosofía moderna. Un intento de hacer comprenderla al lector”. Hoy día nadie debe ser forzado a comprender. No exigimos ni reconocimiento ni acuerdo de quien no tenga una necesidad especial e individual de formarse una opinión. Ni siquiera al ser humano inmaduro, al niño, queremos ya inculcarle conocimientos, sino que intentamos desarrollar sus facultades para no tener que forzarle a comprender, sino que quiera comprender.

No me hago ninguna ilusión con respecto a esta característica de mi tiempo. Sé cuanto formalismo impersonal existe y se generaliza. Pero sé también que muchos de mis contemporáneos intentan dirigir su vida en el sentido indicado. A ellos quisiera dedicar este libro. No pretende indicar el “único camino posible” hacia la verdad, sino describir aquel que ha tomado uno que aspira a la verdad.

Este libro conduce primero a campos abstractos donde el pensar ha de trazar contornos precisos para poder obtener posiciones seguras. Pero a partir de los conceptos áridos se conduce al lector también a la vida concreta. Estoy convencido de que también es necesario elevarse a la región etérea de los conceptos, si se quiere experimentar la existencia en todos sus aspectos. Quien sólo sabe gozar por medio de los sentidos, no conoce lo más exquisito de la vida. Los maestros orientales hacen llevar a sus discípulos una vida ascética y de renuncia durante años, antes de impartirles su propia sabiduría. El occidente ya no exige ejercicios de devoción ni una vida ascética para acceder a la ciencia, pero sí la voluntad sincera de substraerse durante un breve tiempo a las impresiones inmediatas y entregarse a la esfera del pensar puro.

Las esferas de la vida son muchas. Para cada una se ha desarrollado una ciencia específica. La vida misma, sin embargo, es una unidad, y cuanto más intentan las ciencias profundizar en campos concretos, más se alejan de la visión del universo como un todo vivo. Tiene que haber un conocimiento que busque en las distintas ciencias los elementos que conduzcan al hombre una vez más a la plenitud de la vida. El especialista científico desea obtener por medio de sus conocimientos una conciencia del mundo y de sus procesos; el objeto de este libro es filosófico: la ciencia misma debería llegar a ser orgánica y viva. Las distintas ciencias son pasos preliminares de la ciencia a la que se intenta llegar aquí. Una relación similar domina en las artes.

El compositor trabaja sobre la base de la teoría de la composición. Esta se compone de una suma de conocimientos, cuyo dominio es condición imprescindible para componer. Al componer, las leyes de la teoría de la composición se emplean al servicio de la vida, de la verdadera realidad. Exactamente en el mismo sentido es la filosofía un arte. Todos los verdaderos filósofos fueron artistas del pensar. Para ellos las ideas humanas fueron su material artístico, y el método científico su técnica artística. El pensar abstracto adquiere así vida concreta, vida individual. Las ideas se convierten en potencias de la vida. No tenemos entonces solamente un conocimiento de las cosas, sino que convertimos el conocimiento de un organismo real que se gobierna así sobre la mera recepción pasiva de verdades.

Cómo se relaciona la filosofía como arte y la libertad del hombre, qué es la libertad, y si participamos o podemos llegar a participar de ella: esta es la cuestión principal de este libro. Todas las demás consideraciones científicas sólo aparecen aquí porque en último término aclaran aquellas cuestiones que, en mi opinión, atañen más directamente al hombre. En estas páginas se ofrece una “Filosofía de la Libertad”.

Toda ciencia sería únicamente una satisfacción de la mera curiosidad ociosa si no aspirase a elevar el valor de la existencia de la personalidad humana. Las ciencias sólo adquieren verdadero valor al exponer la importancia de sus resultados para el ser humano. El objetivo último del individuo no puede ser el ennoblecimiento de una facultad específica del alma, sino el desarrollo de todas las facultades latentes en nosotros. El conocimiento sólo tiene valor si contribuye al desarrollo de todas las facultades de la naturaleza humana total.

Este libro, por tanto, no concibe la relación entre la ciencia y la vida de tal manera que el hombre haya de someterse a la idea y poner sus fuerzas a su servicio, sino en el sentido de que domine el mundo de las ideas con el fin de utilizarlo para sus fines humanos que trascienden los meramente científicos. El hombre tiene que ser capaz de enfrentarse a la idea, vivenciándola; si no, cae bajo su esclavitud.





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